Natalia Liévano, sicóloga y madre de una niña prematura, cuenta su testimonio y señala algunas recomendaciones sobre cómo las madres deben afrontar esta difícil situación.
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), un 10 por ciento de los 130 millones de nacimientos anuales corresponden a bebés prematuros y la mayoría tienen lugar en regiones donde los recién nacidos no tienen a los cuidados necesarios para sobrevivir.
Un bebé pretérmino es aquel que nace antes de la semana 37 de gestación. La inmadurez de su desarrollo hace que sus cuidados sean más complejos. De allí la importancia del cuidado clínico, físico y emocional que debe tener el bebé.
Natalia Liévano vivió hace tres años, según ella, la experiencia más dramática pero enriquecedora de su vida. Es sicóloga infantil y quiso compartir con los lectores de ABC del bebé la pericia de tener un hijo prematuro y, a partir de sus vivencias, dar algunos consejos para aquellas madres que viven esta situación.
Un milagro de vida
Eran las 3 de la mañana cuando Natalia despertó. Apenas abrió sus ojos, sintió totalmente empapada su cama. Su pijama estaba en el mismo estado. Aunque no era el momento, al notar que había roto fuente comprendió que había comenzado el trabajo de parto, pero en vez de encontrarse extasiada y llena de felicidad, cayó en una tristeza profunda. Aún no era el momento para que su hija naciera, pues apenas se encontraba en la semana 25 de gestación.
Cuando llegó a la clínica, la hospitalizaron inmediatamente. Debía permanecer casi como una estatua, pues cuando hay ruptura de membrana, las madres deben cuidarse para evitar el riesgo de contraer alguna infección.
“Cuando se salió el líquido, la niña se quedó estática. Duró como dos días inmóvil, pero el corazón le seguía funcionando. Los médicos me decían que si mi bebé nacía en esa semana, la posibilidad de vida era casi nula. Por eso, permanecí bajo chequeo permanente porque, si había infección, tenían que sacar a mi bebé”, cuenta.
Pero la noticia más temida llegó a la semana. Había una infección dentro del útero y Natalia debía escoger entre su bienestar y la vida de María, su hija; es decir, permitir que su embarazo evolucionara o que su bebé naciera. “Mi esposo me decía con tristeza: ‘yo prefiero que mi hijo tenga mamá a que tenga hermana’. Mi mamá también estuvo muy asustada; por eso, decidimos que naciera, aunque tuviera muchas variables en su contra. Pero todo lo dejamos en manos de los médicos y la voluntad de Dios”, dice.
Un día antes de la cesárea, Natalia recibió todo tipo de advertencias médicas. María podría nacer ciega, sorda o con retardo mental. Ese es uno de los momentos que recuerda con más tristeza: “¡Imagínate uno sometiéndose a que le saquen un bebé sabiendo que le puede pasar todo esto! Aunque uno lo sepa, no sabe la dimensión de la responsabilidad tan grande”.
¿Qué significa tener un bebé prematuro?
El 14 de diciembre del 2006, María nació. La cesárea duró tan solo 10 minutos. “La niña tenía las piernas tan gordas como dos dedos gordos y sus brazos como dos índices”, recuerda su madre.
“Cuando yo me desperté de la cesárea, llegó una enfermera a mostrarme las huellitas de mi bebé. Al verlas, casi me muero; eran demasiado pequeñitas. Ahí empecé a darme cuenta de la realidad tan compleja que tenía en frente”, relata Natalia.
La niña pesaba 780 gramos y medía 29 cm; su tamaño era muy parecido al de una muñeca de juguete. Nació con hemorragia cerebral Tipo I, problemas pulmonares y tuvo que permanecer con respirador mecánico durante 21 días.
“El impacto más grande que tuve fue cuando el médico me dijo que María permanecería en la clínica el tiempo que le faltó estar en mi barriga –dice Natalia–. Sentí que no iba a ser capaz, que no iba a tener estabilidad y tranquilidad para hacerlo, pero tuve conciencia de que no había nada que hacer y que debía enfrentar todo con amor y aceptación o todo se me iba a volver un infierno”.
La vida de esta sicóloga, de 34 años, cambiaba por completo. Aunque podía caer una depresión profunda, recuerda que tuvo que luchar incansablemente para cumplir varios propósitos, las cuales cuenta con orgullo y un poco de melancolía y, asimismo, a modo de consejo para las madres que deben vivir esa situación:
- El primero fue entender que mi hija iba a permanecer en la clínica el tiempo que le faltó estar dentro de mi barriga y comprender que eso significaba correr riesgos hasta el momento en el que pudiera llevármela a casa.
- Mantener la calma como mamá de un bebé prematuro y ser aliada del equipo médico. “Yo necesitaba que esas personas se comprometieran conmigo y con mi hija, no porque yo les dijera, sino porque sintieran el compromiso amoroso de cuidar a mi bebé como si fueran yo. Entonces, hice una relación afectiva con los médicos y las enfermeras de mucho respeto y de mucha validación de lo que estaban haciendo. Si me decían: ¡mamá, sálgase; yo me salía!”.
- Tener un soporte espiritual que me ayudara a sobrellevar la situación. “Cada vez que yo iba, le rezaba el rosario a María. Eso me tranquilizaba mucho. Es más, mi hija se llama así porque, una hora antes de nacer, pensé… ‘le voy a poner María y se la voy a ofrecer a la Virgen’. Y le dije a mi mamá: ¡Dile al médico que cuando nazca, le ponga a la niña, en el registro de nacimiento, María!”.
- A los cinco días de nacida, decidí escribirle un diario. Todos le escribían algo a ella: “hoy estuve en la clínica, estabas hermosa. Quiero que sepas que te quiero mucho y que tus papás te están esperando”. Es un regalo; el día que entienda todo, se lo entregaré.
Rutina amorosa
Natalia iba dos o tres veces diarias a la clínica para visitar a su hija. Le hablaba, le cantaba y, cuando los médicos dejaban que sus dedos tocarán la piel de la pequeña, le hacía masajes. Ella dice que cada momento que compartía con ella se convertía en ritual.
A los 45 días de que la niña permaneciera en la UCIN (Unidad de Cuidados Intensivos Neonatal), fue trasladada a la Unidad de Cuidados Intermedios. Aunque allí vivió una situación compleja, pues se le diagnosticó retinopatía y fue operada con éxito.
Solo dos meses y medio después de haber nacido, salió de la clínica y ahora goza de buena salud. Es más, solo ha sufrido una gripa y asiste periódicamente a terapias para mejorar sus capacidades motrices y cognitivas; una situación normal en la maduración de los niños prematuros.
Alguna vez una amiga, cuenta Natalia, me preguntó: ¿Y si Dios decide que tu hija no debe estar acá? Y yo le contesté: No, eso no es así. Dios ya decidió que María debía estar entre nosotros y así será por mucho tiempo.
Apoyo incondicional
Natalia Liévano dice que su experiencia la llenó de valor, no solo en su papel de madre, sino también gracias al fortalecimiento del vínculo familiar. “Mi hijo, Simón, tenía 6 años cuando su hermana estaba en la clínica. Él sabía que su mamá tenía que ir a cuidarla todos los días, pero cuando dibujaba a su familia, aún pintaba a María dentro de mi vientre. Me preocupé porque él realmente no entendía la situación. Cuando lo llevé a conocerla, fue muy obediente; se colocó una bata, se lavó las manos y, cuando la destapamos, se emocionó. Estaba sorprendido de verla tan pequeña, pero calmó su ansiedad”.
Asimismo, Andrés, su esposo, fue el encargado de equilibrar sus emociones. Estuvo presente en los momentos de riesgo y fue quien matuvo la calma en el hogar.
Por Karen Johana Sánchez
Redactora ABC del bebé