Hace poco más de tres décadas, una de las tareas más importantes que el país le encomendó a la Constituyente que debía redactar la Carta de 1991 fue determinar claramente las razones, los tiempos y bajo cuáles controles el Presidente de la República puede acudir a figuras jurídicas –incluidos estados de emergencia y de conmoción interior– para asumir, temporalmente, poderes extraordinarios con los cuales enfrentar eficientemente situaciones de clara amenaza para la sociedad.
La esencia de esa misión asignada a la Constituyente era profundamente democrática: todos los poderes, pero especialmente el Ejecutivo en países tan presidencialistas como los nuestros, requieren de eficientes contrapesos que, a secas, eviten desvíos.
El antecedente directo estaba en las largas décadas que Colombia vivió bajo el estado de sitio consagrado por el Artículo 121 de la Constitución de 1886, que le daba al Presidente el poder de “declarar turbado el orden público y en estado de sitio toda la República o parte de ella” y que establecía que “las medidas extraordinarias o decretos de carácter provisional legislativo que, dentro de dichos límites, dicte el Presidente, serán obligatorios siempre que lleven la firma de todos los ministros”.
Lo que terminó pasando fue que la definición de ‘caso de conmoción interior’ –el escenario, junto con el de guerra exterior, que establecía la Constitución para la declaración de excepción– terminó siendo tan relativa que el estado de sitio y con él, la limitación de garantías de derechos humanos fundamentales, se convirtió en paisaje. De esa etapa por lo menos opaca de nuestra historia quedó patente la necesidad de acotar al máximo las facultades excepcionales de todo tipo, bajo el entendido de que la democracia no solo pervive sino que se fortalece en la medida en la que cada rama del poder cumple cabalmente con las misiones que les asignan la Constitución y la Ley y cuando todos los procesos del Estado se cumplen según la ruta establecida por las normas.
El largo expediente histórico vale para poner en contexto la marcada inclinación del gobierno del presidente Gustavo Petro por las excepcionalidades. Además de la declaración de emergencia en La Guajira –que en su mayoría tumbó, por improcedente, la Corte Constitucional–, el Gobierno Nacional declaró estados de emergencia por el invierno por todo el año pasado, y emergencia en todo este por el fenómeno de El Niño. Esto, además de los intentos –al menos 30, según ‘El Espectador’– por tratar de ‘gobernar vía decreto’; es decir, ‘saltándose’ al Congreso.
No es la primera vez que un Gobierno intenta el atajo, ni será la última. Pero sus malos efectos –sobre todo los de la falta de transparencia en millonarios contratos entregados a dedo bajo el amparo de las emergencias– ya están a la vista.
Tiene el Poder Judicial, especialmente el Consejo de Estado y la Corte Constitucional, el reto de defender la esencia de la Carta del 91, que se puede retratar en una frase: los superpoderes nunca maridan con democracia.
JHON TORRES
Editor de EL TIEMPO
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