El otro día se murió Milan Kundera y sentí una gran envidia por sus lectores, se ve que lo adoraban. Muchos colgaban en las redes fotos de las cubiertas de sus libros, algunas de ellas con algún comentario sobre su estilo y su gracia, su sabiduría, su encanto. Como yo no lo he leído nunca tuve la misma sensación que tenía cuando una amiga, en los años noventa, me narraba pedazos de sus historias y yo quería leérmelas todas, ya, pero nunca lo hice.
¿Por qué no lo hice? No lo sé, pero estoy seguro de que me perdí de algo magnífico. Quizás el hecho de que en algunos colegios pusieran La insoportable levedad del ser como lectura obligatoria hizo que muchos nos sintiéramos abrumados por el nombre y la fama de su autor; quizás también hubiera un cierto hastío con el esnobismo y la arrogancia de bufanda y cigarrillo que varios de sus lectores destilaban cuando lo citaban en cualquier conversación.
Es muy chistoso (diría que tanto que parece sacado de uno de sus libros, pero no puedo hacerlo porque no los conozco, y repito que me duele mucho) porque hubo una época en la que el pobre Kundera se volvió el sinónimo de la pesadez y la pretensión intelectual, la pose de solemnidad y jactancia, cuando tengo entendido, gracias a la opinión de amigos que lo idolatran, que su obra es todo lo contrario, un antídoto contra esa idea.
Hay en Kundera –dicen los que saben, los que pueden– algo de Kafka y de Chéjov, algo también de Dickens pero en el contexto terrible y miserable, ruinoso, sobre todo desde el punto de vista espiritual, de los países de la Europa del Este después de la Segunda Guerra Mundial. Ahora que me acuerdo, así era uno de los textos de él que me leía mi amiga: un cuento buenísimo, o eso me parece hoy, en un tren lleno de burócratas.
Lo cierto es que no leí a Kundera y no me explicó muy bien por qué. Digo: no lo leí cuando tocaba, cuando todo el mundo lo estaba haciendo (quizás también por eso no lo leí, no lo sé), aunque la grandeza de los grandes escritores consiste justo en que uno los puede leer cuando quiera y el milagro ocurre igual: el mundo empieza con ellos, nuestra primera vez en sus páginas los vuelve para siempre nuestros contemporáneos.
A veces uno no lee a un autor porque sabe que no le interesa o no le va a gustar, es como una percepción química, un capricho, un prejuicio. No es el caso, con todas sus posibilidades y lecciones y sorpresas, que me interesa hoy en este homenaje a un maestro que para mí nunca lo fue, no todavía. Pero hay autores que en cambio sí queríamos leer, sabíamos que nos iban a encantar y sin embargo, por azares misteriosos, jamás llegamos a ellos.
Nos perdimos en la selva oscura, como decía Dante. Eso me pasó también, por ejemplo, con Julio Cortazar, amigo íntimo, además, de Kundera: siempre pensé que iba a llegar un día en el que me iba a sentar a leerlo y lo iba a disfrutar muchísimo, o eso pensaba yo. Hasta me compré su biografía de John Keats dizque para leerla ‘después’ de Rayuela, ambos propósitos siguen en pie, aún no he leído a Cortazar salvo en cartas, ensayos y cosas así.
Con los autores que se ganan el Nobel cada año sé que no los he leído pero también sé, muy rápido, que por lo general no los quiero ni los voy a leer. En cambio hay nostalgias de lector postergado y fallido que sí me atormentan y entristecen: Dino Buzzati, Klaus Mann, Marguerite Duras y un etcétera tan largo que daría para hacer el libro del patriarca Focio pero al revés.
Focio fue patriarca de Constantinopla en el siglo IX y dejó una obra descomunal y erudita que se llama Los diez mil libros: una reseña de cada cosa que leyó, impresionante.
Algo así podría ser: el libro de los autores que nunca leímos y nos habría encantado. Kundera es uno de los míos.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN