A la profesora de la Universidad Nacional Belén del Rocío Moreno Cardozo la inquieta el uso que los ciudadanos les están dando a las redes sociales en tiempos corrientes y especialmente en épocas coyunturales como en esta campaña electoral.
Nacida en Cali, autora, entre otros libros, de Las cifras de azar. Una lectura psicoanalítica de la obra de Álvaro Mutis, habló en profundidad con EL TIEMPO sobre las consecuencias de estos nuevos medios.
Para usted, ¿qué son los discursos de odio y muerte?
Son discursos de destitución del adversario, que tienen como mira la destrucción del ser del otro. No solo apuntan a acabar con su imagen, sino que se dirigen a exterminar su ser, a erradicarlo. Por ello, se prolongan en una pendiente de crispación ininterrumpida que puede incluso ir más allá de la muerte, pues sobre los restos vendrá la execración del cadáver, de la memoria del muerto.
¿Por qué cree que se llega a esta situación?
El odio es una pasión que se reviste siempre de justificaciones fáciles: se crea y regodea en sí mismo. El psicoanalista francés Jacques Lacan decía que la nuestra es una civilización del odio, que tiene ya desbrozada la pista de su carrera hacia la destrucción.
¿Cómo se transmiten los discursos del odio a través de los medios digitales?
Se transmiten como la peste. Los medios digitales operan a gran escala en varios sentidos: su alcance es planetario, su difusión es masiva y su temporalidad, encogida al máximo, se mueve entre el vértigo del instante y la eternidad a la que queda destinado todo lo que ingresa en la red. Esta temporalidad, que avanza sobre la cresta de la ola, en puro presente continuo, colapsa el tiempo para comprender; así se salta de lo que se ve en la pantalla a la inmediata conclusión. El pensamiento parece hoy una rara pieza del museo ilustrado.
¿Hay alguna característica que favorezca la propagación de los mensajes de odio?
El mundo virtual ofrece la posibilidad del anonimato, lo que otorga una patente de corso al internauta para realizar toda suerte de transgresiones, pues sin nombre, ni cuerpo ni rostro, la impunidad parece garantizada. En cambio, cuando se pone el cuerpo en el vínculo con el otro, opera una cuota de inhibición respecto de las manifestaciones de odio.
La desconexión voluntaria también tiene su origen en lo que
se ha denominado ‘el hartazgo informativo’. Foto:Carlos Durán / EFE
¿Cada puede decir lo que se le ocurra?
Sin cuerpo, ni rostro ni nombre, para hacerse cargo de un enunciado injurioso, sí. El desbocado ciudadano del mundo digital no asume ninguna responsabilidad sobre su palabra: puede decir cualquier cosa y también puede negar lo que se le antoje. Los negacionismos son una de las manifestaciones más crudas de odio a nivel social, pues se desconoce de plano el ser del otro, su palabra, su existencia. Hay circunstancias en que ya ni siquiera importa conservar el anonimato, pues el interés mayor es hacerse ver y llamar por su nombre. Propósito que es propio de la aspiración narcisista en que se apuntalan plataformas como Facebook, Instagram y Twitter: se trata de ser visto y reconocido al precio que sea.
¿Puede darnos un ejemplo que la haya impactado?
El 15 de marzo de este año se hizo una transmisión en vivo y en directo que vino a realizar esa aspiración del todo-presente-dado-a-ver, propia de la red: un hombre de 28 años perpetró una matanza, en dos mezquitas de Nueva Zelanda, que transmitió por Facebook, al tiempo que publicó un voluminoso escrito justificativo. La aspiración del perpetrador, declarado irador de Trump, era que la matanza fuera viral; en efecto, antes de que sus cuentas en Facebook e Instagram fueran canceladas, millones de personas habían visto “en muerto y en directo” la masacre.
¿Se trata de llevar el asesinato a la red?
He aquí el nuevo goce que había logrado discernir Charles Melman, psicoanalista francés, a propósito de la “exitosa” exposición de cadáveres plastificados del doctor Gunter von Hagens, que ha concitado el interés de treinta millones de espectadores, en sus incesantes giras mundiales y, que como un cuerpo celeste, hace pocas semanas, volvió a pasar por Colombia, esta vez instalada en un centro comercial.
La exposición, sin duda, constituye un sarcasmo macabro en este país: ¡A ver cadáveres en un centro comercial, como si no contáramos por miles los insepultos que tenemos en nuestro haber! Pues bien, ese nuevo goce, que ya amplía el catálogo de las perversiones humanas, se llama necroscopia: “el goce escópico con la muerte”. El ejecutor de la matanza no profanó cadáveres, sino que los produjo al instante y, además, dio a ver su obra a millones de fisgones, ahora denominados amigos, seguidores, suscriptores.
Se exalta al más deslenguado...
Sí. Ha habido una mutación concomitante al auge de las redes sociales, pues se pasó de la urbanidad de la corrección política, que hizo carrera desde finales de los años 80, cuyo propósito principal era evitar ofender, denigrar, segregar a exaltar al más deslenguado. Un relajamiento ruinoso de la represión y la inhibición han invadido la escena pública y el campo digital en que ahora esta acontece.
¿Y entonces, qué hacer?
Son preguntas que tocan al asunto esencial que concierne al trabajo propio de la cultura para civilizar el odio, en contra de la actual barbarie. Lo que afrontamos, en este momento, es nada menos la cuestión de la posibilidad misma de coexistencia humana. Así que para la barbarie, solo nos queda persistir en la obra de la cultura: en lugar de las fake news, la narración, la historización, la creación de ficciones literarias –bien distintas de las mentiras– que alojen la verdad de nuestros acontecimientos.
¿Esa realidad virtual impacta la de la calle?
Hay un rasgo esencial del mundo virtual: la omisión del cuerpo en el vínculo con el otro. Ya no se tiene que poner el cuerpo para cancelar una cita, ni para romper una relación amorosa, tampoco para felicitar a un amigo por su cumpleaños: el ángel desciende ahora on-line. Este cuerpo omitido persiste y retorna, sin embargo, de dos maneras: o bien, aparece bajo la forma de la estampita que se exhibe a amigos, mirones y iradores virtuales, para recibir a cambio un “me gusta” o una manita cercenada con el pulgar arriba; o bien, retorna de manera brutal, en lo real, mostrando un picadillo impedido de cualquier ostentación.
Twitter dijo el 27 de junio de 2019 que etiquetaría y desaprobaría los tweets de los políticos que infringen sus reglas, en una medida que podría afectar la producción prodigiosa del presidente de Estados Unidos, Donald Trump. Foto:AFP
¿Cómo ve que se está realizando esta campaña electoral en las redes sociales?
La escalada de violencia es muy inquietante en las regiones, el número de muertos sigue aumentando. Los asesinatos más recientemente registrados hacen patente no solo el poder sugestivo, sino también el poder mortífero de los mensajes que circulan en las redes. En circunstancias como las actuales, las redes se han convertido en armas de guerra, no son instrumentos de la política, pues esta supone el conflicto, el disenso, y no la aniquilación del adversario. De nuevo, habrá que situar el marco en que esta escalada de violencia electoral acontece, para terminar no creyendo que la calentura está en las sábanas.
¿Cómo ve el impacto de las redes sociales en la política moderna?
El influjo es funesto, pues el sueño del potencial democratizador con que fue presentado internet, y luego las redes sociales, rebrota por todas partes en la pesadilla de un odio que no cesa de cumplir su propósito de destrucción. Las redes son más bien, como lo dijo el doctor en Sociología del derecho Boaventura de Sousa Santos, destructoras de la democracia.
¿Tan grave es su diagnóstico?
Estado: crítico. La política se destruye en las redes, en las redes de los grandes negociantes de nuestros datos, monetizados, capitalizados a conveniencia. Ello quedó muy claro en el escándalo de la empresa de comunicaciones y de comportamiento electoral Cambridge Analytica, que recibió de Facebook miles de datos de cada votante potencial, no solo para las campañas del brexit y de Trump, pues han sido intervenidas de esta manera más de doscientas elecciones en el mundo; con ese material lograron extraer los perfiles psicológicos de millones de personas, sus psicografías, a partir de las cuales se diseñaron mensajes específicos para cada sector de la población indecisa. Suena familiar...
¿Hay un nuevo poder global que es el uso de los datos?
Es hoy el activo más preciado. Nuestros datos que entregamos, dócilmente, con cada clic, con cada búsqueda en Google, con cada “me gusta”, con todas las aplicaciones que usamos, cuyas condiciones aceptamos, para poder gozar sin trabas de la nueva maravilla. Por estas aplicaciones terminamos pagando un alto precio, así se obtengan, en apariencia, de manera gratuita.
¿Cree que nuestra realidad no está muy lejana de ser como la de ‘Black Mirror’?
La realidad del mundo que habitamos, infestado de objetos productos de la ciencia actual –y de su brazo armado, la técnica–, quedó muy bien delineada en esta serie. Cada capítulo toma una arista de este mundo poblado de artilugios tecnológicos; es como si en cada episodio pusiese una lupa sobre uno u otro de esos efectos subjetivos y sociales provocados por esos objetos producto de la técnica. Así la serie despliega las consecuencias del discurso de la ciencia sobre la subjetividad de nuestra época, en sendas ficciones verdaderas que nos muestran cómo hemos sido tomados en la red.
¿Qué sugerencia les daría hoy a los electores en Colombia que van a votar en las próximas elecciones? ¿No mirar las redes sociales?
La sugerencia es que no se dejen istrar el odio. Los votos de odio son una posibilidad perdida para la democracia, para la cultura, para la vida misma. Que el elector saque un tiempo para sí, y procure, más allá de las estridencias de la redes, discernir, contrastar, disentir y, finalmente, elegir. Eso es la política, no la carnicería, efecto bruto de la capitalización del odio.
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