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Fieles a la Santa Muerte

Para llegar al número 206 de la avenida Canal de San Juan, en Ciudad de México, hay que caminar cinco cuadras desde la estación del metro. El paseo huele a aceite de automóvil, gracias a los cinco talleres clandestinos de partes usadas que flanquean la acera. La vista la componen muros descascarillados que han sido tapizados por pinturas de pandillas, carritos de tacos y grupos de hombres que toman cerveza en las puertas de esas casas desvencijadas. Al terminar la cuarta cuadra se ve a 50 personas reunidas alrededor de un escaparate en plena calle. El rosario a la Santa Muerte ha empezado.

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Dentro del aparador hay cinco puros de tabaco, dos de ellos encendidos, tres
botellas de tequila, 12 dólares en billetes de a uno y una foto de un bebé
de no más de cinco meses. Uno de los puros está sostenido entre los dedos de
Luz, en la otra mano tiene los billetes, las botellas están a sus pies al
igual que la foto. Luz es una efigie de 1,50 metros, una calavera ataviada
como virgen con un velo verde esmeralda. Las 50 personas le rezan en coro:
“Santa Muerte de mi corazón, no me desampares de tu protección”.
El hombre de 37 años que oficia el rosario se llama Martín George Quijano.
En su tarjeta de presentación dice que es juglar y que es de Tepito, el
barrio más peligroso de la ciudad. Viste sudadera, pantalón deportivo y
zapatos tenis.
Así es este culto. No necesita de iglesias ni de túnicas ni de biblias.
Martín lee las oraciones de un pequeño y viejo librito donde los rezos están
escritos con su puño y letra. Aquí basta una calle como la avenida Canal de
San Juan y un altar público. No importa que los buses que pasan inunden de
humo negro la ceremonia.
Esto es un rosario, la misa de los adoradores de la ‘Niña Blanca’, como le
dicen a la Santa Muerte por el color de sus huesos y por cariño. Una reunión
alrededor de un aparador en plena calle, donde la venerada es la estatua de
la Santa Muerte. Cada efigie con su nombre propio. Esta se llama Luz, así la
bautizó hace un año Patricia Pulido, su dueña.
Diez no son suficientes
Para algunos investigadores, este culto está relacionado con una
prohibición moral: hay en esta ciudad gente a la que algunos de los diez
mandamientos cristianos dejarían desempleada. No robar. No mentir. No matar.
La Santa Muerte no juzga. Todos aquí son cristianos. “Primero el Padre, el
Hijo y el Espíritu Santo, luego la Santa Muerte”, les predica Martín. Y el
resto de la explicación es mejor dejarla al juglar, porque en esta devoción
no hay liturgia oficial: “La santa solo es una intermediaria, quien evalúa
nuestra vida es el Padre, la santa solo va de arriba a abajo dejándonos
donde haya que dejarnos según cómo hayamos vivido, por eso nos protege a
todos en este mundo, porque no es ella quien nos juzga”.
Lo que Martín intenta explicar mientras agita con vehemencia su brazo
derecho de arriba a abajo es que su santa funciona como una cartera: ella
solo lleva el paquete a donde le digan: al cielo o al infierno. La Santa
Muerte no es lo mismo que la muerte, es quien actúa cuando esta llega.
Desenraizar la procedencia de los rezos y consensos de los juglares es una
labor detectivesca que termina en un mercado al lado de un hombre llamado
Manuel Valadez. Este vendedor de imágenes de la santa es lo más parecido a
un obispo. Es el director de la revista Devoción a la Santa Muerte, que
lanza 20 mil ejemplares quincenales, y el autor de las fórmulas más
utilizadas para orarle a la ‘Niña Blanca’.
Sí, hay al menos 15 mil personas en esta ciudad que pagan dos dólares
quincenales para enterarse de cosas como que con una moneda de cobre, una
santa de plata, un pedazo de papel aluminio y una vela roja es posible
“renovar el amor perdido”. Valadez es la personificación de cómo este culto
no entiende de formalismos y hace equilibrios entre la religión y el
esoterismo.
Martín no se queda atrás. Le sería fácil llamarle perezoso a cualquier cura.
Él oficia un promedio de 45 rosarios al mes. A falta de mediciones
académicas, estas señales apuntan a que la feligresía crece rápido desde que
en 1996 una señora conocida como Doña Keta sacó a la calle el primer altar
público en Tepito.
¿Qué autoriza a Valadez como referente de la devoción? Esto responde: “Tengo
43 años, y toda mi vida de estar al lado de la Santa Muerte. Sé de lo que
hablo; y tengo años vendiendo en el mercado Sonora, que tiene 50 años de
existir, y que es el centro donde se reúnen los fieles”. La autoproclamación
es una acción clave para entender este culto.
Aquí el que no corre, vuela. David Romo, por ejemplo, es un ex militar que
se define como el arzobispo. Dice que los demás son charlatanes. Pide en sus
misas que nadie done sino billetes, “porque hay que reunir 200 pesos (unos
20 dólares) para comprar el local”. Dice que ese local en Tepito es la
“catedral de la Santa Muerte”. Su mujer es cubana y lee las cartas mientras
el marido oficia misa. Romo afirma que la santa es un ángel de Dios,
mencionado en la Biblia: “El ángel de la muerte, en Corintios 10:10 y en
Hebreos 11:28; y el destructor, en Éxodo 12:23”. Que nada vale en esta
devoción si no ha sido aprobado por él. Martín, Valadez y otros juglares le
dedican a Romo el mismo adjetivo: charlatán.
Pero la jerarquía y la feligresía suelen sentir de forma diferente. En la
avenida Canal de San Juan, Rosalía Méndez llora cuando, al terminar el
rosario, ofrenda una veladora a Luz. Su marido está preso desde hace seis
meses, a la espera de un juicio por haber “golpeado sin querer a un vecino”,
con un tronco.
José Ramírez, de 47 años, y su hijo, Francisco, de 18, oran con los ojos
cerrados y gesto compungido frente al escaparate de Luz. “Habla con ellos,
son toda una familia devota”, recomienda Martín. José lleva diez años en la
fe, y su hijo, uno. Aseveran que la santa los ha librado de varios asaltos.
A José, hace cinco años, unos secuestradores lo dejaron ir “milagrosamente”,
luego de que lo levantaron por haber observado un asalto a un camión de
mercadería variada. "Yo recé mientras me tenían encerrado en el cuarto con
la demás gente, hasta que me dijeron: 'tú, sal', y me llevaron lejos de
ahí", relata. José era más bien agnóstico, hasta que al escuchar de las
zafadas de su padre, y harto de que afuera de su escuela en el conflictivo
barrio capitalino de Iztapalapa lo asaltaran semanalmente, empezó a orarle a
la calavera. "Desde entonces, no me ha pasado nada. A mis amigos los siguen
asaltando en la zona, pero cuando eso les pasa yo ya me he subido a un
pesero (bus) o me acabo de ir”, justifica su fe. Cada quien con sus
razones.
Señoras de más de 60 años se mezclan con albañiles y jóvenes con la santa
tatuada en los brazos. Este culto, como todos los cultos, se compone de
diversidad. “Ya me ha tocado ir a oficiar rosarios a casas enormes de
Polanco (una de las zonas más pudientes de la ciudad)”, confiesa Martín.
La Iglesia Católica mexicana ya no habla más del tema, cree que es darle
importancia, pero aportó mucho al desprestigio de la feligresía de la Santa
Muerte. Diferentes obispos calificaron la veneración de satanismo, santería,
chamanismo y a los parroquianos, de delincuentes.
La santa adquirió realce mediático cuando en 1996 la Policía encontró en
casa de un reconocido secuestrador mexicano, Manuel Arizmendi, uno de los
más buscados en aquel entonces, un altar dedicado a la imagen de la guadaña.
Sí, en el culto es habitual pedir por parientes presos, hermanos baleados y
perdón de deudas, pero también se escuchan las peticiones más normales: la
paz en el mundo, la salud de los jóvenes, los estudios del hijo.
“Se ha estigmatizado mucho lo de la Santa Muerte”, asegura Katia Perdigón,
investigadora del Instituto Nacional de Antropología e Historia de México.
Desde 1996 estudia el crecimiento de la devoción a la ‘Niña Blanca’, y está
por publicar un libro que aclarará muchas de las dudas sobre las raíces del
culto. “No es una práctica de delincuentes, la mayor parte de la feligresía
es gente honesta, clase trabajadora”, defiende.
Después de eso, Perdigón da la explicación más académica que existe sobre el
origen de esta veneración: "Corresponde al medioevo europeo. Proviene de los
elementos grecolatinos. Y todos esos nos vienen a nosotros con los
conquistadores. Nada tiene que ver con la cultura prehispánica. He
encontrado documentos del siglo XVIII, donde cuentan que algunos mestizos ya
rendían culto a un esqueleto con guadaña. En algún lugar hasta ya se le
llamaba Santa Muerte. Esta es una devoción de devotos, donde la Iglesia no
existe”.
Perdigón añade que no es posible rastrear una relación directa entre la
génesis y la actualidad. “Es la magia de esta religiosidad popular
–explica–: que no necesitas una fórmula de A más B es igual a C, sino que
haces tu mezcla de acuerdo a tus necesidades personales, a tu educación
familiar, a de dónde provienes”. Y augura: “La red Santa Muerte ha crecido
tanto que no se puede abarcar y es imparable”.
ANDRUI

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