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Una noche en 'ciudad miseria': la vida de los indígenas emberá que invadieron el Parque Nacional en Bogotá
Los menores pasan sus días en delicadas condiciones de vulnerabilidad. Durante las noches sobreviven con escasas ropas a menos de 10 grados.
El asentamiento de los katíos, los primeros en llegar

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“Nos estaban amenazando de muerte. Vinimos por miedo”, comentaFabio como víctima de desplazamiento.
Estas familias no habían estado nunca en Bogotá, pero otros grupos de esa misma zona ya se habían tomado el Parque Nacional en el 2021 con las mismas exigencias que los trajo ahora: vivienda, salud, energía y agua potable en su territorio. Muchos de ellos todavía están en la casa La Rioja o en el parque La Florida, espacios destinados para la morada en la capital de los indígenas, mientras otros retornaron a sus hogares en Chocó.
El mismo Fabio dice que desde que él era un niño ha visto cómo los emberá katío de esas tierras tienen que buscar refugios en otros lugares al quedar en medio de un fuego cruzado entre grupos armados y la fuerza pública. Un informe de la Defensoría del Pueblo, de abril del 2023, señala que el accionar de la guerrilla del Eln tiene en riesgo a 11.000 habitantes de Bagadó, muchos de ellos indígenas. Y en el histórico del Registro Único de Víctimas se cuentan 19.645 víctimas de desplazamiento forzado en este municipio.
Nos estaban amenazando de muerte. Vinimos por miedo

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Al interior del asentamiento de los katíos es un mundo distinto: la sombra de los árboles cubre los cambuches, las hojas secas y las basuras de empaques plásticos se acumulan a las orillas de los senderos del parque por donde decenas de niños corren de lado a lado. Son las 9 de la noche. A esta hora, la mayoría de la comunidad ya está de regreso en sus casas de palo y bolsas. En ese momento, doña Flor, una mujer emberá quien viste un camisón de flores de color rosa y se cubre por debajo con un pantalón color negro, cuenta que se vino con su familia para no quedarse sola tras el asesinato de su esposo. Busca fuerza para cuidar de sus tres hijos, pero asegura que la vida en Bogotá es hostil y preferiría volver al Chocó.
En esta noche, lo único que alcanza a darles a sus cuatro hijos es una mezcla entre arroz y una masa de harina rebozada en aceite de una olla cubierta por el hollín. No es mucha la diferencia entre la dieta habitual, a la que se le suma, cuando se puede, algún huevo o un plátano. La mayoría de las veces solo comen una vez al día y apenas conocen lo que es el pollo o la carne cuando alguna fundación hace una olla comunitaria. Una que otra familia tiene gallinas.
Aunque son una comunidad, cada hogar debe responder por lo que puede ofrecerles a sus hijos. Por familia se tienen dos cambuches, uno como dormitorio para padre, madre y sus 3, 4,5, 6 y hasta 7 hijos; otra para la cocina donde acumulan palos que usan como leña, el aceite, el arroz y una mesa para ubicar unas cuantas ollas viejas.

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Así es la ‘ciudad indígena por dentro’
El hogar de Fabio es, sin duda, el más grande y, si se puede llamar así, el mejor ‘amoblado’. Su rancho está cubierto de madera y plásticos que lo refuerzan. El piso está hecho con cartones y lonas que lo separan del fango.

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La habitación está dividida por una bolsa negra. En el centro hay un colchón donde duerme Fabio, su esposa Teresita y los cuatro niños de ese hogar. También hay dos muebles en los que guarda algo de mercado, trastes viejos y ropa de sus hijos. En el piso, junto a dos guitarras, hay un televisor de por lo menos 40 pulgadas que, según Fabio, dejó de funcionar hace algunos días cuando se cayó del estante durante un aguacero.
El resto de los cambuches en los asentamientos de los katíos son, casi todos, un calco: de 2 o 3 metros cuadrados con bolsas de plástico, uno o dos colchones de cinco centímetros de grosor donde se acuestan padres e hijos, quienes se cubren con las cobijas ‘cuatro tigres’ del frío. A estos espacios hay que ingresar acurrucados, pues la altura si acaso llega a metro setenta. Pareciera que acabara de pasar un tornado, pues -como es tan pequeño- todo está en desorden. Buscan meter, como sea, cualquier enser de su propiedad: ropas, zapatos, ollas, balones... Por eso cuando se ingresa a estos lugares no hay por donde pasar.

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A la 1 de la mañana, los indígenas se cubren como pueden del frío de Bogotá, que esta noche alcanza los 10 grados. No importa la hora, siempre se ven niños correteando por alguna de las zonas. Otros adultos prefieren ver televisión a las afueras del cambuche de Demetrio, quien deja el aparato para que su comunidad pueda ver alguno de los canales que la antena permite. Y unos cuantos deambulan borrachos, con la botella en la mano.
Pero la inclemencia e incomodidad es mayor cuando la lluvia arrecia y el agua se cuela por los rotos del plástico. Los indígenas tienen que hacer maromas para que sus cambuches no resulten anegados y se acuestan sobre el único rincón donde las goteras no les caen. Muchas veces sienten cuando por debajo de sus cuerpos y de los plásticos van pasando las ratas y los ratones que también están en busca de un refugio.

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En la comunidad de los katío, zona norte del parque, hay un centro de reuniones que usan para las fiestas, asambleas o comunicados sobre cómo está la situación tras nueve meses allí. Al frente del ‘salón social’, incluso, hay una tienda con un par de vitrinas donde se venden chicles, dulces, galletas, entre otros productos de confitería.
En otro de los costados de la invasión, caminando por la parte más alta del parque, está el lugar de castigos de los emberá. Aquí, un joven de 20 años está tirado sobre el pasto mientras que uno de sus pies está encadenado a un cepo. En su cara se le siente la vergüenza y las bolsas de sus ojos tienen las marcas de las lágrimas derramadas en las últimas horas. Algunos de los indígenas de su comunidad dicen que está allí tras ser acusado en un caso de violencia intrafamiliar.
Las autoridades emberá cuentan que este tipo de castigos son comunes en el Parque Nacional y que el tiempo en el que permanecen amarrados los indígenas depende del nivel de incumplimiento a la ‘ley indígena’. De hecho, hay quienes han pasado semanas atados al cepo, sin visitas de familiares, pero garantizándoles el alimento.
El drama de los niños emberá

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El Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) detalló que, desde mayo, con personal de Defensoría del Pueblo, se estaba haciendo seguimiento a la salud de la niña, quien el 4 de junio ya había estado hospitalizada. Dos días después, personal médico -aseguró la entidad- intentó revisar cómo estaba Gina, “pero líderes de la comunidad de manera vehemente negaron esta atención”.
Raúl, quien también es familiar de la niña, saca su celular y muestra el desgarrador llanto de la hermanita de esa bebé frente al ataúd blanco donde estaba por ser sepultada Gina, quien a cajón abierto era despedida en el cementerio Jardines del Apogeo, en el sur de Bogotá.
De fondo se escuchaban algunos acordes de guitarra y gritos de otros niños diciendo, en la lengua emberá: “Qué pesar. Se murió. Se murió”. El día del sepelio, el miércoles 12 de junio, cuenta Fabio que la mamá de esta niña no fue a darle el último adiós.
Qué pesar. Se murió. Se murió

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24 niños indígenas han muerto el Parque Nacional, La Rioja y La Florida
Esta madrugada, a las 3 a. m., los chamí están de fiesta. Suenan, a todo volumen, corridos prohibidos, vallenatos y música popular. Todos cantan y bailan a grito herido. Una pareja de 17 años se acaba de casar, pero no es posible ingresar a este espacio de celebración como reporteros desconocidos para esta comunidad indígena. Fidel, quien no ha bebido una sola gota de licor, tiene que lidiar en carne propia la enfermedad de uno de sus siete hijos y vigilar que los borrachos por el chirrinchi, el aguardiente o el guarapo, el cual compran en alguna de las plazas de mercado del centro de Bogotá por 30.000 pesos, no se salga de control.

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“Cada día voy a cuidarla. La niña está mejoradita, pero su respiración es leve. A los bebés de acá les está dando una infección por el frío. En el hospital vi varios bebés de acá, unas cinco señoras indígenas estaban cuidando a sus hijos”, lamenta.
De acuerdo con la Alcaldía de Bogotá, de los 600 indígenas que viven en el Parque Nacional, el 55 por ciento son menores de edad. El grupo generacional más grande es, precisamente, el de los bebés de 0 a 5 años, quienes suman 157.
En este espacio se convive con 17 mujeres que están a punto de dar a luz, cuatro personas con VIH, 11 personas con sífilis y 3 con desnutrición. La Alcaldía también informó que el brote que está azotando a los niños por estas semanas es una infección respiratoria aguda.

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Desde el ICBF informaron que se atiende integralmente en un Centro de Desarrollo Infantil a 53 niños y niñas emberá quienes son recogidos en una ruta escolar en el Parque Nacional y llevados a la Unidad de Servicio. También se entregan raciones alimenticias a 90 familias, de las que hacen parte 149 niños, niñas y mujeres gestantes.
La vida de las madres del Parque Nacional

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Bajando unos metros por el mismo canal, las mujeres se ocultan debajo del puente para hacer sus necesidades. Este mismo ‘baño’ es usado por los varones un tiempo después. Algunos otros deciden subir a chorros más arriba, en plena montaña.
En la mañana, niños y hombres van a una de las casetas donde hay baños públicos para abastecerse de agua potable. Cada familia, al lado de su rancho, guarda una especie de galón de cinco litros del líquido que usan para cocinar.

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Las calles comerciales de Bogotá, como el centro, la calle 85 o el parque de la 93, son los escenarios donde estas madres, con hasta cuatro hijos a sus espaldas, van a vender sus productos. Aguantan hambre, frío o calor para ganarse algunos pesos. En muchos casos los recursos que entran a su hogar dependen exclusivamente de ellas.
Los propios hombres indígenas cuentan que es una decisión supuestamente “estratégica”, pues cuando ellos son quienes venden no reciben ni un peso, pero cuando las mujeres son quienes muestran esa vulnerabilidad en la que viven, hay personas que se conmueven, terminan comprando o dando una limosna. Casi que la totalidad de las personas sobreviven a punta de mendicidad y cuando se alcanzan los 40.000 pesos al día puede ser una fortuna.
Otros hombres, quienes ya se mueven por Bogotá con libertad, venden sus artesanías cerca del Museo del Oro, a unas 20 cuadras del Parque Nacional, donde buscan extranjeros. Aseguran que son clientes más accesibles y que se pueden conmover. En la comunidad chamí hay otros jóvenes quienes se rebuscan en construcción, cuidando carros o en “lo que salga” como trabajo informal.

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Su historia es conocida en la comunidad chamí por ser una sobreviviente del conflicto armado. Cuenta que cuando tenía solo 13 años tuvo que tomar a sus siete hermanos y huir de una guerra que cobró la vida de sus dos padres en Risaralda.
En el tono de su voz se escucha el dolor de la tragedia. Sus ojos se llenan de lágrimas mientras cuenta lo sucedido. Lina Marcela es hoy una mujer de aproximadamente 27 años, pero su rostro está envejecido por todo lo que ha tenido que lidiar. Anda descalza y tiene una pijama sucia que acompaña con un saco fucsia. El único brillo que se ve en su cara es el de sus labios.
Recuerda con nostalgia que llegó a Bogotá con el miedo de no poder sacar adelante a su familia, pero con la convicción de que no iban a regresar a sus territorios a vivir los horrores del conflicto.

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Su hermano menor, Andrés Felipe, dice con agradecimiento que su hermana fue su salvación. Asegura que, de no haber sido por ella, no sabría lo que habría pasado con la vida de Norbey, Luis Fernando, John Jairo, Lucely, Jessica, Luisa y él. Ahora, Lina María también lucha por sacar adelante a sus tres hijos. Se divorció de su esposo hace tres años porque no aguantó más sus constantes borracheras. Dice que “el vicio” lo alejó de sus hijos y que prefiere levantar su familia sola, como toda su vida lo ha intentado.
A sabiendas de las pesadillas que viven en el Parque Nacional, la voz de las personas que lideran a estas comunidades no es otra que “me dan o aquí me quedo”. Mientras tanto, los otros niños que andan descalzos, enfermos y apenas abrigados con una camiseta siguen expuestos a los riesgos que acabaron con la vida de la pequeña Gina Valentina.

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Los diálogos para un posible retorno
Patricia Tobón Yagarí, directora de la Unidad de Víctimas, manifiesta que el Gobierno Nacional está haciendo presencia, con distintas entidades, en los territorios donde los emberá están siendo desplazados y articulando programas para las comunidades de este grupo indígena que viven en la mendicidad en distintas capitales del país.
Uno de los compromisos es la creación de una mesa de concertación sostenida y un consejo nacional para la política económica y social de estos grupos indígenas. “Sacar a los niños de la mendicidad, proteger a las víctimas del conflicto para darles dignidad”, señala Tobón Yagarí como objetivo en el corto plazo.
Sobre los emberá en Bogotá, delegados de la Unidad para las Víctimas le dijeron a EL TIEMPO que se siguen acompañando los procesos de retorno de las comunidades a sus territorios, en los cuales la voluntariedad es uno de los pilares. En los últimos meses, se han ejecutado los retornos de cuatro grupos asentados en el Parque Nacional, en La Rioja y en el parque La Florida.
Señalan que desde el Gobierno se han mantenido los diálogos con el pueblo emberá para “recuperar la confianza” y hacer acuerdos para solventar sus necesidades y los daños que quedaron tras varios años de conflicto armado. En cuanto a las comunidades que quieren permanecer en la capital, aseguran que es necesario que las ciudades receptoras de pueblos indígenas adecúen sus espacios y desarrollen actividades de integración social.
Y sin una solución cercana por parte del Gobierno Nacional, el alcalde de Bogotá, Carlos Fernando Galán, ha dicho que la prioridad es atender a las madres gestantes y la primera infancia. “Conformaremos un equipo permanente que trabaje articuladamente con el ICBF para atender de manera prioritaria los casos de niños, niñas y adolescentes en el Parque Nacional”, mencionó.
Enviados de EL TIEMPO a 'ciudad miseria', como los vecinos llaman a estos asentamientos donde sobreviven los indígenas.
*Esta nota fue publicada originalmente el 29 de junio de 2024.