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De vendedor callejero de pañuelos a empresario de máquinas de coser
Don Aníbal Rojas cuenta cómo forjó su patrimonio y encontró al amor de su vida gracias a El Tiempo.
Aníbal rojas es empresario de máquinas de coser. Foto:
¡¿"Saco payaso"?! El latigazo en el nervio de la curiosidad remitió al cronista a averiguar de qué se trataba dicho aviso en un almacén del barrio Ricaurte, sector industrial y empresarial de Bogotá.
Pensé que se trataba de una fábrica de disfraces circenses y piñatería, pero cuando abrí la puerta del local mi suposición se diluyó como el bicarbonato al indagarle al dependiente, que en ese momento pasaba una tela por la aguja a toda marcha de una máquina de anticuario.
“No señor, no es la prenda que muchos imaginan. Saco payaso son estos talegos de fibra de polipropileno, multiusos, que utilizan recicladores, tenderos, bodegueros, es que hasta para trasteos sirven”, explicó el señor con una afilada labia paisa, y replicó enseñando uno de ellos: “se llama 'payaso' por sus rayas de colorines, pero también tenemos los de línea industrial, impresos en flexografía: lonas para empaque de plásticos, minería, carbón, abonos, arena, y lo que le quepa".
-¿Usted los cose?
“Noooo, estos sacos de carga pesada se fabrican al por mayor en máquinas industriales. Lo que estoy haciendo ahora en esta máquina vieja es refilando la nostalgia de cuando era niño y cosía pañuelos para vender con mi mamá. Así empecé en este negocio de las máquinas”.
-¿La gente todavía compra pañuelos?
"Los veteranos, sí, por tradición, porque los muchachos de ahora no son como los de antes: cuando era infaltable el pañuelo y la peinilla en el bolsillo de atrás. Eso era norma de higiene”.
-¿Y usted todavía los cose y los vende?
“Por mayor, ya no, porque dejó de ser negocio hace rato. Los coso para uso personal, pero de la hechura de los pañuelos vivimos mucho tiempo en la casa de mis padres, en Medellín. De niño salía con mi mamá a ofrecerlos a los carperos de Barrio Triste, en almacenes, cacharrerías, tiendas y bares del viejo Guayaquil... Ve, ¿y es que usted es de la DIAN o periodista, que me está interrogando?”.
-Sí señor, cronista de El Tiempo, y tengo el pálpito, por lo que me está contando, de que me encontré con una nueva historia.
“Vea, pues”,-dice el señor señalando una cartelera de corcho colgada de la pared con planas de periódicos:
“Ahí, en esa cartelera, renuevo a cada rato los reportajes que me gusta leer de El Tiempo, y de El Colombiano, como buen antioqueño. A ambos periódicos estoy suscrito hace más de treinta años. Por los clasificados de El Tiempo conseguí trabajo cuando llegué muchacho a Bogotá a buscar futuro. Luego, por otro aviso, comencé a hacer empresa con las máquinas industriales. Y por un nuevo clasificado para conseguir una secretaria, se presentó la que hace 31 años es mi señora esposa y la madre de mis dos hijas. Mucho gusto -extiende su palma-, Aníbal Rojas Salazar, a sus órdenes. ¿Se toma un tintico?”.
La aguja de la antigua máquina de coser continúa en su veloz repique, mientras que don Aníbal Rojas, 65 años, repasa las costuras memoriosas de un pasado como de novela de Manuel Mejía Vallejo: un padre, don Aníbal Rojas, comerciante de ropa de cargazón en el sector del Guayaquil arrabalero, el de los transportadores de la estación del Ferrocarril de Antioquia y de las pensiones de paso, las cantinas y los lenocinios apretados de rufianes y caricortados que se disputaban a filo de barbera el amor falaz de mujeres de vida undívaga, como en 'Aire de tango'.
Una familia de cinco hermanos: Luz Marina, la encopetada, la que aprendió de las tías el toque de distinción; Rodrigo, el vástago mayor; Hernán, el aventurero, el hippie toma trago y encantador de mujeres; Luis Fernando, el artista, el pintor; y Aníbal, el menor de la camada, el costurero, el visionario de los negocios desde peladito, de la mano de doña Clementina, su señora madre.
“Los pañuelos se hacían en una máquina, marca Elna, de manufactura suiza, línea familiar, de pedal, con tela Nansu-110, así era la referencia, y las rayitas se estampaban en screen -atestigua don Aníbal- Se cortaban de 35 X 35 centímetros, y salían tres unidades a lo ancho de la tela. Se empacaba una docena de pañuelos en una bolsa de plástico, que se vendía a $700. Así me fui enamorando de las máquinas de coser. Le estoy hablando de la década de los 70”.
“Se vendía mucho pañuelo porque era un artículo de primera necesidad. Se utilizaba para sentarse en un parque, para darles las bienvenida a los familiares en los aeropuertos, para sacar una dama al baile, o para prestárselo cuando se le escurrían las lágrimas”.
“En las manifestaciones políticas se veía el batir de pañuelos, y en las plazas de toros se sacaban para reclamar las orejas. Se usaban como torniquetes para las heridas y para proteger la calva del sol cuando se les hacía nudos en sus cuatro puntas. Y qué me dice de los pañuelos de los magos, cuando éramos niños y soñábamos con ser magos”.
“Un sello imborrable de amor era el perfume y el beso con pintalabios que la amada dejaba impreso en un pañuelo blanco. Acuérdese de 'Tu pañuelo', ese bolerazo en la voz de Tito Rodríguez: 'El pañuelo que dejaste aquella noche, fue testigo de momentos de locura...'”.
Fascinado por el relato de don Aníbal, a ritmo vigoroso y expresivo en la mirada y en sus ademanes de prestidigitador, le cambio el tercio para averiguarle cómo vino a parar a Bogotá.
“Bueno, yo alcancé a cursar dos semestres de matemáticas en la Universidad de Antioquia, pero me jaló el afán de ganar plata. Conseguí trabajo como mensajero en la oficina principal del Banco Comercial Antioqueño. En esos trámites conocí a un gringo, mister Howard Finley, quien manejaba una empresa de repuestos para máquinas de coser. Mi destino estaba marcado por las máquinas”.
“El mister se dio cuenta de mi vocación, y me tentó con que me iba a conseguir una máquina afiladora de tijeras. Yo feliz, ni corto ni perezoso renuncié al banco y me puse a ofrecer servicios como afilador, puerta a puerta. Tenía 20 años. ¿Usted conoce el tango 'Afilador'?”.
-No señor.
“Ah, una belleza, en la voz de Agustín Magaldi: 'Afilador, no abandones tu pedal, que girando en tantas vueltas, de alguna puerta te llamarán'. Seguí con mi afiladora y reforcé vendiendo guías para máquinas de coser, pero un día me picó Bogotá y aquí vine a dar. Llegué el lunes siguiente del domingo que ganó la presidencia Belisario Betancur, el 7 de agosto de 1982, pleno mundial de España. Hace ya 40 años, bendito sea mi Dios”.
“Aquí empecé a comprar El Tiempo para buscar trabajo con los clasificados. Miré uno que decía: ‘Se necesitan vendedores profesionales para artículos exclusivos’. La cita, con capacitación, era en el Hotel Granada. Allí estuve puntualito, pero era para vender relojes. Bonita sí la mercancía, pero eso no era lo mío”.
“Seguí con la afiladora y un día vi en El Tiempo otro aviso: 'Se necesita vendedor profesional, mínimo 5 años de experiencia para vender máquinas industriales de confección'. ¡Eso era lo que estaba buscando! Allá me presenté, gente muy encopetadita, de corbata y tal. Vendedores a sueldo y comisión que presumían de vender una máquina a la semana. ¡Cómo!, pensé, si estos venden una, yo vendo tres”.
“Ahí me fue muy bien, y como los maquineros ya me conocían, empecé a comprar gangas para hacer lo mío. Traje a mi mamá de Medellín para darle una mejor calidad de vida. Tenía en alquiler un apartamento en el barrio Colombia, y en la sala puse mis primeras máquinas de exhibición para venta. Una empresa importadora me puso a disposición mercancía a crédito, con las primeras marcas chinas que llegaron a Colombia”.
Aníbal es suscriptor de El Tiempo y El Colombiano hace más de 30 años. Foto:Luisa María Rojas Narváez.
El aviso del amor
“Mi primer local como empresario lo abrí hace 32 años en el barrio Ricaurte, con un solo empleado. Me interesé por la línea de las máquinas industriales para coser lonas y sacos de carga pesada, el saco payaso que usted vino a averiguar; en general, línea de empaque”.
“La empresa fue creciendo y generando empleo. Cualquier día me renunció la secretaria, y volví a pagar otro aviso en El Tiempo: 'Se necesita secretaria ejecutiva para gerencia'. Y apareció Diana Patricia Narváez Chavarro, mi mano derecha, mi señora esposa, madre de Lina María, literata y editora; y de Luisa María, la menor, profesional en pedagogía infantil. Y aquí hasta que Dios lo permita”.
-Don Aníbal, ¡qué historia!, a puro pedal...
“Y a motor, porque las máquinas de pedal hoy son piezas de museo, como ésta, en la que di mis primeros pedalazos con los pañuelos. Miré, llévese este pañuelo, con mucho gusto, consérvelo”.
Don Aníbal Rojas Salazar me extiende un pañuelo color malva, que le agradezco. Paradojas de la vida: vine por un saco payaso y me devuelvo con un pañuelo, un pañuelo de mago.