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El doloroso relato de bogotana que sufrió de ‘bullying’: ‘Me la pasé pidiendo perdón’
Relata cómo entendió su enfermedad y retomó las riendas de su vida. Ejemplo de vida.
Soy una mujer de 32 años, técnica profesional, que estudió algo que no ejerce, como le sucede a la mayoría de las personas. Soy una escritora aficionada con unos cuantos libros publicados de muy poco o nada de éxito.
Con la cabeza en alto, puedo decir que tengo una enfermedad crónica llamada trastorno bipolar, mal llamado maníaco-depresivo. ¿Y por qué digo mal llamado? No porque sea incorrecto el término, esta enfermedad oscila entre la manía y la depresión, pero el nombre asusta a la gente, entonces trastorno bipolar, viene siendo un eufemismo.
Y mi historia comienza así: mi infancia no fue normal, me hicieron bullying toda la primaria. La niña que ‘mandaba’ en el salón decidió que me iba a odiar desde kínder hasta quinto. Ordenaba a todo el salón a que no me hablaran, y todos le hacían caso, a menos que yo le pidiera perdón por algo que ni sabía que había hecho, pero si no lo hacía, me castigaban con la ley del hielo.
Y así fue toda mi infancia en el colegio, pidiendo perdón. Sufrí abuso desde muy pequeña por alguien que ni siquiera sabía lo que estaba haciendo, y no lo estoy justificando, realmente él no sabía lo que hacía o que yo no quería que me hiciera lo que hacía. Nunca le dije ‘no’, porque nadie sabe cómo va a reaccionar ante tales situaciones. Me quedaba estática pidiéndole a Dios que todo acabara pronto.
Me hicieron ‘bullying’ toda la primaria. La niña que ‘mandaba’ en el salón decidió que me iba a odiar desde kínder hasta quinto. Ordenaba a todo el salón a que no me hablaran.
A veces, hasta intentaba seguirle la corriente contra mi interna voluntad, para no sentirme como una víctima, para creer y convencerme a mí misma que yo quería que eso pasara. Con el tiempo, lo logré, logré convencerme de que siempre ‘quise’ que sucediera todo, así fue más fácil para mí lidiar con el abuso por años, varios años.
A los once o doce años empecé a cambiar, sin saber por qué. Todo el tiempo estaba triste, y no triste por un motivo, tristeza profunda que emanaba desde el fondo de mi ser, constantemente pensaba en la muerte, ¡la anhelaba!
En mi casa, para disfrazar la tristeza, reaccionaba con furia a todo, mal genio y malas contestaciones. No veía la hora de llegar del colegio para encerrarme en mi habitación y llorar ¿por qué? Por todo y por nada.
Solo recuerdo las ansias de morir para descansar, pero sufría callada. Los poemas para mí, fueron mi escape, escribí cientos y cientos de poemas de tristeza, muerte, soledad. Todos hicieron parte de los libros que muchos años más tarde escribí. Sabía que algo andaba mal conmigo, pero no sabía qué.
Pero no todo era tristeza, no, también tenía mis buenos tiempos en los que sentía que era la dueña de mi vida, que podía hacer lo que fuese, que no había nada que me pudiera hacer frente. Me sentía fuerte, enérgica, con ansias de comerme el mundo y a todos los que estaban en él. Era superpoderosa.
Pero era un tipo de energía que exigía liberarse, correr, gritar, reír como loca. Mi mamá me daba las buenas noches, y al levantarse al siguiente día, encontraba toda mi habitación patas arriba.
En una sola noche, yo sola, una niña de once o doce años, movía la cama de un lado a otro de la habitación; un mueble lleno de ropa al otro extremo de donde estaba; las mesitas de noche llenas de libros aparecían en un lugar diferente y no era que me tomara la molestia de sacar todo para mover los muebles: no, yo movía los muebles cargados con todo lo que tenían ¿De dónde sacaba la fuerza para realizar todo el cambio sola en una noche? De la manía.
Había semanas en las que me costaba hasta respirar, no quería salir de la cama, me encerraba y lloraba todo el tiempo, bañarme, se volvía una obligación, no quería; no tenía sueños, no tenía un plan de vida ni metas que cumplir. Literalmente, no había una razón para existir. La soledad era mi compañera y la muerte mi única ilusión.
Pero había otras en las que salía de compras descontroladas, cambiaba de lugar toda mi habitación, me reía con carcajadas estruendosas, sentía una enorme necesidad de salir corriendo, todo lo hacía desaforada, había una energía eléctrica dentro de mí que no sabía cómo liberar.
¡Era todo, lo podía todo! Y muchos dirán que esa sensación era buena, pero no. Esa constante sensación de adrenalina era también una condena, no te deja dormir. Sabía que había algo mal dentro de mí, pero yo siempre pensé que yo era la que estaba mal y la única opción para descansar de ese tormento era morir.
La universidad
Llegué a la universidad cargando todo esto dentro de mí, sin decírselo a nadie. Entonces tuve edad para enamorarme y sufrir una real decepción. Por fin la depresión tenía un motivo, era liberador.
Por primera vez en mi vida, busqué ayuda. Fui con la psicóloga de la universidad, traté de abrirme con ella, de contarle cómo me sentía y todo por lo que había tenido que pasar. Por ejemplo, que había ya varios intentos de suicidio en mi hoja de vida, todos fallidos, por supuesto. Nadie nunca ni siquiera se dio cuenta.
Sentía que debía sacar lo que estaba dentro de mí, pero esta ‘profesional’ no me escuchó, no me tomó en serio y en lugar de hablar con mis papás o remitirme a psiquiatría o lo que fuera que debía ser correcto, no lo hizo. Solo me dijo que comprara las pastillas naturistas y que siguiera con mi vida. Ni siquiera me hizo seguimiento. Aunque me crucé con ella incontables veces en la universidad, nunca me volvió a hablar ni para preguntarme cómo estaba, nada. Sentí que buscar ayuda no servía de nada.
Pasó el tiempo, y la tormenta que tenía en mi interior solo se calmaba con la poesía, era la única que me escuchaba y nadie sabía de su existencia, pero gracias a ella y a Dios sobreviví.
A los 23 o 24 años fue mi último intento de suicidio con pastillas. Esta vez mis papás me encontraron, llamaron una ambulancia y los recuerdos que tengo de todo eso son muy escasos. Yo solo quería dormir, pero todos me mantenían despierta.
Era como un ‘despertar zombi’ pues yo medio pronunciaba palabras o abría los ojos, me movía sin conciencia. Cuando estuve en capacidad de hablar bien, pero aún no a plena conciencia, tengo un leve recuerdo de estar hablando con un psiquiatra en urgencias y gracias a las pastillas y la inhibición que me provocaron, lo conté todo.
Me despertaron para trasladarme a una clínica psiquiátrica. Mi primer trauma al respecto fue cuando me estaban ingresando, me quitaron hasta los cordones de mis zapatos, todo.
Me mantuvieron dormida los primeros días mientras me estabilizaban. Los recuerdos son vagos, la puerta del baño era de vaivén, no había privacidad. En las noches escuchaba cómo los otros pacientes con diferentes diagnósticos psiquiátricos gritaban, aullaban, había ruidos por doquier.
Uno de cada 20 adultos sufre depresión, según la OMS. Foto:iStock
Me sentí asustada y pensaba que yo no debía estar allí, que no pertenecía a ese lugar, yo no estaba ‘loca’, estaba bien. Cada día empecé a estar más consciente de mi situación, aunque otras chicas que estaban ahí por drogas me invitaban a jugar tenis de mesa, cartas o a distraerme con cualquier otra ocupación. Yo no quería hacer nada, me limitaba a dormir, comer y existir.
Con el tiempo me fui abriendo y en una cita con la psiquiatra de la clínica escuché por primera vez el término ‘trastorno bipolar’. Me enteré de que padecía de una enfermedad crónica, que no tiene cura y que, para estar bien, debía tomar al menos seis pastillas diarias para toda la vida.
¡Fue un golpe muy duro! Pasé de ser una joven sana, que no tomaba pastillas nunca, que jamás iba al médico, a ser una enferma mental a la cual se le debía hacer seguimiento psiquiátrico mensual, que debía tener terapias una vez a la semana de psicoanálisis y debía de llenarse de pastillas para ser ‘normal’. La depresión fue absoluta.
Llegó el día de la visita familiar. Yo tenía demasiada vergüenza de enfrentar a mi familia: ¿qué les iba a decir? ¿Por qué rayos iba a renunciar a mi vida dejándolos a ellos atrás sin una explicación? Recuerdo atravesar la puerta y esperar regaños, preguntas, castigos por parte de mis padres, pero no hubo nada de eso.
Vi el rostro angustiado de mi mamá, solo recuerdo eso, ella, suplicándome con lágrimas que no lo volviera a intentar. El simple hecho de ver lo que le hice a mi mamá y a mi familia activó un chip que no sabía que tenía, un motivo para vivir: mi mamá, mi familia.
En la clínica me hice amiga de dos niñas que eran drogadictas en recuperación. Recuerdo que no nos dejaban fumar cigarrillos ni siquiera en las zonas comunes al aire libre porque, según ellos, alterábamos a otros pacientes.
Yo lo podía soportar, pero para ellas era más difícil dejar dos adicciones al mismo tiempo; así que el papá de una de ellas escabullía una o dos cajas de cigarrillos entre la ropa de cambio que le daba en las visitas.
Ella me ofrecía, pero el hecho de estar escondiéndome para fumar y meterme en problemas no lo valía, así que no lo acepté. Los doctores, cada vez que cambiaban el turno, pasaban cama por cama explicando el diagnóstico del paciente y una breve descripción de los cuidados o advertencias o lo que fuera que tocaba añadir acerca de cada uno. Fue humillante cuando pasaron por mi cama la primera vez:
—Paciente con trastorno bipolar. Intento de suicidio vía ingesta con fármacos. Es tranquila y obediente, duerme mucho y casi no fraterniza con los otros internos.
Era como si yo no estuviese ahí, todos anotaban en sus cuadernos, me miraban como si yo estuviese en exposición a través de un cristal, me analizaban y continuaban con su recorrido. Humillante.
Una de esas noches, yo estaba sentada en mi cama, distraída, hablando con la señora de la cama del lado, y llegó corriendo mi amiga, metió algo debajo de mi colchón y me dijo: no digas nada. Luego se fue de la misma forma como llegó.
Yo miré extrañada a la señora, pero seguí hablando con ella como si nada. Entonces pasaron los del nuevo turno a hacer su recorrido nocturno habitual, cuando llegaron a mi cama:
— Paciente con trastorno bipolar. Intento de suicidio vía ingesta con fármacos. Es tranquila y obediente, se toma su dosis sin problema. Posible sospechosa en el caso de los cigarrillos.
“¡Qué!”, pensé inocentemente. Ahora que lo recuerdo me causa gracia, había toda una investigación alrededor del caso de los cigarrillos y yo estaba involucrada de alguna forma, pero era inocente de la situación.
Después de que los doctores se fueron llegó mi amiga a sacar lo que había escondido, nada más y nada menos, que la caja de cigarrillos y el encendedor. Definitivamente, yo estaba implicada en el crimen y no lo sabía.
Estuve dos veces interna en la clínica psiquiátrica, la segunda vez fue por voluntad propia, porque aprendí a pedir ayuda. Hace años terminé mi psicoanálisis semanal y hoy puedo decir que fue un gran apoyo para entender que yo no merecía todo lo que me pasó y que, aunque yo no actué en mi defensa, no quería decir que yo lo quisiera, ni que estuviera bien hecho. Sí, fui una víctima, pero aprendí a no victimizarme, perdoné y dejé todo atrás.
Sigo con mis citas psiquiátricas, pero ya son cada tres meses y tan solo es para regular mi dosis. Aprendí que las pastillas no son el enemigo y que si las tomo, puedo vivir bien, que las necesito porque tengo una enfermedad, como la tensión alta o la diabetes, no porque esté ‘loca’.
Entendí que si las pastillas ayudan a apagar ese infierno que a veces se desata en mi cabeza, las tomaré hasta el día que me muera y que no son el enemigo, son las que mantienen bajo control al enemigo que vive en mí.
Siempre, desde que tengo uso de razón, Dios ha estado en mi vida y no estoy hablando de religión, hablo de real espiritualidad. Si no fuera por él, hoy no estaría contando esta historia. La poesía me ayudó a lidiar con la enfermedad, pero Dios fue quien salvó mi vida.
Hoy estoy estable, soy una persona normal, siempre lo fui. Una persona normal con una enfermedad no tratada. Si alguien lee mi historia y padece la misma enfermedad que tengo yo, espero que le sirva de apoyo, ya sea para entender que estar bajo una medicación y un control nos ayuda a tener calidad de vida o para que busque ayuda. La solución está en la vida, en enfrentarla con refuerzos, solos no podemos, pero sí con el amor y el apoyo de nuestra familia y de los doctores.
A veces ser fuerte no implica hacerlo solos, a veces, la mayor definición de fuerza es itir que no podemos, que necesitamos de alguien más para lograrlo.
EDICIÓN REDACCIÓN BOGOTÁ
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*Se omite nombre por solicitud de quien relata la historia.