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El caso de brutalidad policial que desató tres noches de caos

Como no sucedía al menos desde 1977, la capital del país fue escenario de violentas asonadas.

De acuerdo con la Policía Nacional, anoche fueron vandalizados 49 CAI. 45 en Bogotá, 3 en Soacha y 1 en Cali.

De acuerdo con la Policía Nacional, anoche fueron vandalizados 49 CAI. 45 en Bogotá, 3 en Soacha y 1 en Cali. Foto: Néstor Gómez/ EL TIEMPO

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La violencia desbordada de las noches del 9, 10 y 11 de septiembre del 2020, las de más miedo y zozobra que se han vivido en Bogotá en las últimas décadas, se empezó a incubar en la madrugada de ese primer día en el CAI de Villa Luz, en el noroccidente de la ciudad.
La mayoría de los colombianos reconocen el nombre de la primera víctima mortal de esas horas de furia: Javier Humberto Ordóñez Bermúdez, un hombre de 44 años que terminaría convertido en el rostro más emblemático de la brutalidad policial en el país.
Pero pocos, aparte de sus familias y amigos, se acuerdan de María del Carmen Viuvche, Angie Paola Baquero, Cristian Hernández, Andrés Felipe Rodríguez y los otros seis colombianos que murieron en las caóticas protestas –que según las autoridades fueron infiltradas por organizaciones criminales– y en la cuestionada reacción policial. Más de 500 heridos y lesionados (entre ellos 216 policías) y 72 CAI quemados o vandalizados completaron un dramático cuadro que no se veía en una ciudad capital desde el paro nacional de septiembre de 1977, que dejó decenas de muertos en todo el país.
Apenas a días de haberse levantado el confinamiento por la pandemia en Bogotá, lo que en condiciones normales no habría pasado de ser un incidente entre un ciudadano pasado de tragos y la policía terminó convirtiéndose en el detonante de las asonadas que convirtieron muchas calles de la capital y del vecino municipio de Soacha (donde murieron otras tres personas) en campos de batalla.
Lo que realmente ocurrió durante esas tres noches de septiembre es algo que aún se sigue investigando. Hay, sí, algunos puntos en claro.
Primero, que la indignación por lo que la Fiscalía y la Procuraduría tipificaron como un caso de asesinato y tortura cometido por dos de la Policía llevó a centenares de ciudadanos a protestar legítimamente en las calles. Segundo, que difícilmente los ataques sucesivos contra decenas de Centros de Reacción Inmediata (CAI) por toda la ciudad pudieron ser producto espontáneo de esa indignación ciudadana, por lo menos no en la mayoría de los casos. Mucho más probable es que poderes criminales interesados en eliminar o minimizar la presencia policial en sus barrios hayan aprovechado la oportunidad. Varias versiones señalan que se convocó a las asonadas a través de redes sociales y que algunos de los vándalos recibieron dinero por “salir a romper”.
Y un tercer punto comprobado es que de la institución reaccionaron por fuera de los protocolos y utilizaron indiscriminadamente sus armas de fuego.
Las investigaciones preliminares de la misma Policía encontraron que al menos 14 agentes dispararon en situaciones de revuelta social en las que, según todos los manuales, se debió haber evitado al máximo el uso de fuerza letal.
La Fiscalía, entre tanto, avanza en investigaciones contra varios uniformados que podrían ser procesados por algunas de las muertes de esas tres noches. Un agente que fue registrado en video con su chaqueta al revés y agrediendo a varias personas con un garrote fue capturado semanas después, acusado de haber violado a una menor durante un procedimiento policial.
Entre tanto, algunos de los vándalos responsables de las asonadas y saqueos fueron judicializados y capturados. Pero hasta ahora, la justicia no ha sido capaz de llegar hasta los que aprovecharon las protestas para atacar y disparar contra policías y civiles y generar caos. Más de tres meses después no hay rastro de los criminales que se robaron un bus en la avenida Suba y atropellaron a doña María del Carmen, la única de las 10 víctimas mortales de esos días que no recibió un balazo. Pasaron inmisericordemente sobre su cuerpo y a las cuadras incineraron el vehículo y huyeron tranquilamente. Su familia sigue esperando que alguien responda por ese absurdo asesinato.
Sin consideración o razón alguna y con brutalidad, Javier Humberto Ordóñez Bermúdez recibió golpes contundentes

Lo mataron a golpes

Una semana larga después de la muerte de Javier Ordóñez, la Fiscalía capturó a los patrulleros Juan Camilo Lloreda Cubillos y Harby Damián Rodríguez Díaz por los delitos de homicidio agravado y tortura agravada, por los que podrían recibir condena de más de 30 años de cárcel.
Mientras sus abogados trataban de tumbar el caso de la Fiscalía y lograr el traslado del proceso a la Justicia Penal Militar, la Procuraduría impuso las más duras condenas disciplinarias contra los dos uniformados –destitución e inhabilidad para ocupar cargos públicos por 20 años– y entregó la primera verdad oficial de lo que pasó en el CAI de Villa Luz en la madrugada del 9 de septiembre de este 2020.
Esto dice el fallo disciplinario: “Sin consideración o razón alguna y con brutalidad, Javier Humberto Ordóñez Bermúdez recibió golpes contundentes propinados por el uniformado Juan Camilo Lloreda Cubillos, mientras el patrullero Harby Damián Rodríguez Díaz no solo observaba lo sucedido sino que se inclinaba para sujetarlo (...). Todo ello en momentos en que se encontraba en el piso, esposado completamente reducido, y nunca recibió auxilio o atención a pesar de sus lamentos y desesperación por las dolencias que lo afectaban”.
Ordóñez, quien ya antes había tenido problemas con los patrulleros de su sector, murió por una hemorragia interna producto de la golpiza. Según Medicina Legal, literalmente le reventaron los riñones. Previamente le habían aplicado numerosas descargas de pistola eléctrica tipo taser, abusando del uso de esa arma no letal.
“Después de reducir al ciudadano, esposarlo y dejarlo en un estado de indefensión absoluta, lo golpearon con patadas y puños dentro del CAI del barrio Villa Luz hasta cuando ya no se movía ni daba alguna muestra de vida”, sentenció la Procuraduría General.
La muerte de un ciudadano a manos de dos uniformados y los hechos posteriores en Bogotá encendieron la pelea política entre el Gobierno y la alcaldesa Claudia López, y también reavivaron la discusión sobre una reforma de la Policía que, según el Ejecutivo, se viene implementando desde hace tiempo a través de decisiones internas.
López ha dicho que faltan “reformas serias que prevengan y sancionen eficazmente el abuso policial”. Por su lado, el Gobierno Nacional considera que los “casos aislados” no pueden poner en duda la legitimidad de más de 200.000 policías. “Somos claros como Gobierno: la Fuerza Pública de nuestro país ha sido una Fuerza Pública heroica, trabajadora, con esmero, que ha procurado siempre excelencia, pero que también ha tenido momentos donde algunos de sus no guardan el honor del uniforme”, dijo el presidente Iván Duque.
¿Problema estructural o solo manzanas podridas? Juan Carlos Ruiz, experto investigador en asuntos de policía y seguridad ciudadana y exdirector de la Maestría de Estudios Políticos e Internacionales de la Universidad del Rosario, señala que reformar por reformar, como lo plantean algunos sectores políticos, no arregla nada.
“Una de las propuestas más insistentes es la de acabar con el Esmad. Pero precisamente lo que se vio el 9 de septiembre es que no todos los policías están entrenados para enfrentar situaciones de amenaza directa y de tensión social, y que pueden reaccionar usando violencia desproporcionada. Por eso se necesitan cuerpos como el Esmad”, asegura.
Ruiz resalta que los protocolos policiales colombianos son estrictos y señalan claramente una ruta a seguir frente a cada posible situación del servicio, pero advierte que hay una gran distancia entre la teoría y lo que pasa en el terreno.
En ese sentido, señala que ni en el CAI donde golpearon hasta morir a Ordóñez (donde según los videos había más uniformados) ni durante la polémica reacción policial ante los desmanes se advirtió la presencia de superiores que llegaran a imponer orden y el respeto a la ley y a los protocolos.
“En esos días quedaron en evidencia falencias de mando y grandes distancias entre el nivel de la oficialidad y el nivel ejecutivo de la Policía, pues no se vio control directo sobre lo que estaba pasando en el terreno –dice el académico del Rosario– (...). Los protocolos existen, pero subsisten muchos problemas de formación y de control jerárquico”. Problemas cuya solución es todavía más apremiante en un país en el que la opinión pública es cada vez más crítica y menos permisiva frente a los casos de brutalidad policial.

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REDACCIÓN ELTIEMPO.COM

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