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El artista de la carrera 7.ª que en la vida real es papá y mamá

¿Quién, en el centro de Bogotá, no ha disfrutado del espectáculo travestido de La Princesa?

La calle bogotana ha sido la vida y la escuela de Jorge Enrique Leal desde que tiene uso de razón. Aquí, en su papel de La Princesa, en la carrera 7.ª, frente al edificio del Banco de la República y la iglesia de San Francisco.

La calle bogotana ha sido la vida y la escuela de Jorge Enrique Leal desde que tiene uso de razón. Aquí, en su papel de La Princesa, en la carrera 7.ª, frente al edificio del Banco de la República y la iglesia de San Francisco. Foto: David Rondón. Archivo particular

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EDITOR DE BOGOTÁActualizado:

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De repente, el estrépito de motores y bocinas en el despertar de un nuevo día, es opacado por el estribillo carranguero de Julia, Julia, Julia… Julia de mi amor / yo te quiero mucho, más que a mi camión, lírica rústica de la sinceridad pueblerina del maestro Jorge Velosa, que a todo volumen despacha un reproductor de sonido ubicado en el separador de la avenida 30 con Primero de Mayo, de Bogotá.
Jorge Enrique Leal, 61 años, polifacético artista callejero, tiene medido en su reloj biológico los 40 segundos que dispone para bailar la pieza carranguera, 10 para recoger las propinas, y 10 para despejar pista en el fulminante cambio de luz roja a verde. Él y Jenny Tatiana, su hija y su pareja de baile, retan todo pronóstico adverso en el fugaz minuto a minuto con que se juegan la vida por el pan diario.
El de Leal, como el de muchos artistas de la Sociedad del semáforo (título de la premiada película del realizador colombiano Rubén Mendoza sobre talentos emergentes, vendedores ambulantes y oficiantes de la mendicidad), es un trabajo de destreza, velocidad y riesgo, al descuento de episodios criminales: asaltos de rompevidrios, tiroteos por fleteos, o cualquier otro delito de vía pública en la ciudad más peligrosa e insegura de Colombia.
La Princesa
La calle ha sido la vida y la escuela de Jorge Enrique Leal desde que tiene uso de razón. La conoce al dedillo, descifra sus sombras y pálpitos, ha sido el escenario sin telón en su trasegar como artista de asfalto: mimo, estatua humana (la momia de Tutankamón), la ha bailado a sus anchas en los semáforos como folclorista de carranga y otros ritmos costumbristas, y por más de 20 años (de sus 40 como comediante a la deriva), lo ha hecho célebre por La Princesa, su espectáculo travestido en el tramo de la carrera 7.ª, que comprende el edificio del Banco de la República, el de EL TIEMPO y la iglesia de San Francisco, ombligo de la capital.
¿Quién en Bogotá, cachaco de corbatín o foráneo, transeúnte desprevenido, caballero de postín, dama emperifollada, mensajero a la carrera, colegial, universitario, comisionista de piedra preciosa, desempleado, corredor de bolsa, congresista, cosquillero, raponero, buhonero, desplazado, pelafustán, loco al garete, no han gozado con los disparates de La Princesa y su repentismo a toda prueba cuando interactúa con el público; provocadora sátira de esa Colombia de a pie, descarnada, con sus virtudes y carencias, ilusiones y frustraciones, mezquindades y apariencias, donde la risotada, el aplauso y el amor del pobre, el verdadero amor, son la recompensa?
Al cierre de la función (que dura entre media hora y 45 minutos, según el aforo), después del recaudo voluntario de las almas agradecidas, despojado de los anchos faldones de colorines, de la blusa apretada por las espumas que simulan unas tetas prominentes y agresivas, de la peluca cruzada por peinetas y rulos de papel aluminio, del pintalabios y la pestañina, y de los tacones de utilería del mercado de las pulgas, Leal vuelve a ser el mismo: el artista curtido al sol y al agua, el padre responsable de cuatro hijas que, pese a las durezas de la vida y a la precaria economía, como él afirma, “nunca se han acostado sin pasar bocado”.
Lo recuerdo de hace dos décadas, cuando salía a su trajín en el parque Santander, acompañado de Sandra y Luisa, sus hijas mayores (luego vendrían Jenny Tatiana y Estefanía), sentado en una de las bancas con sus criaturas, esperando turno de actuación, cuando la 7.ª era un desfile de faquires, botafuegos, culebreros, prestidigitadores, adivinos, malabaristas y contorsionistas.
En esa improvisada sala de espera, Leal, cualquier día, confesó que él hacía las veces de papá y mamá, cuando la madre , su compañera, decidió armar nicho aparte y el cómico destrozado, pero respetuoso, le abrió puertas al descalabrado capricho.
Padre y madre
Jorge Enrique asumió la responsabilidad por partida doble, que jamás ha sentido como una carga, pese a los primeros años del abandono, del despecho crudo que le ardía como sal y limón en la herida, él frente al espejo de sus desdichas, limpiándose el maquillaje, el rouge de los labios, la pestañina corrida por las lágrimas en sus mejillas, en esas desoladoras noches de domingo de su cuarto de inquilinato del barrio La Favorita, mientras sus niñas dormían.
“Fue muy duro, pero yo no me eché a la perdición ni me fui por la botella para ahogar las penas, porque no me gusta el licor. Simplemente le pedí a Dios que me diera salud y fuerzas para continuar con mi trabajo en la calle y conseguir el sustento de mis hijas, a quienes nunca les han faltado el alimento, el cariño y la protección de su padre. Y así ha sido todos estos años. Aún señoritas, las ayudo en lo que pueda.
Entre las dos mayores me han dado cuatro nietos. Me quedan Jenny Tatiana, próxima a cumplir dieciocho años, y Estefanía, de quince, y aquí estoy todavía, revolando en cuadro para sacarlas adelante”, manifiesta Leal como su apellido lo indica. Jenny Tatiana, que por estos días acompaña a su padre con el baile de carranga en esa tribuna emergente de los nadies que son los semáforos, dice que ella quiere estudiar enfermería, pero que no cuenta con los recursos para pagar la carrera, porque el trabajo de calle, cuando lo hacen fuera de Bogotá, solo da para sobrevivir al diario: pagar un cuarto de hotel de  50.000 pesos, y el resto para la comida.
Alguna vez le ilusionó entrar a la policía, pero se enteró de que es un trámite complicado. En septiembre cumplirá 18 años, y dice que es momento de definir su vida.
Jorge Enrique, su padre, refiere que el artista ambulante sigue desamparado por el Gobierno. En los encierros de la pandemia se vio obligado a ofrecer bolsas de basura en la calle y al frente de los supermercados, porque no recibió el bono anunciado por la alcaldía para la población más necesitada.
“Yo no creo en promesas de políticos. Desde que me pueda levantar de la cama para salir a trabajar la calle, no les faltará techo ni alimento a mis niñas. Ni en las más difíciles circunstancias, como esta pandemia, las he defraudado”.
Fernando Torres Suárez, conocido como Gilberth, oriundo de La Guajira, adiestrador de perros y artista cómico de la 7.ª, ha alternado con Jorge Enrique Leal en el mismo sitio, desde hace ya casi treinta años.
De su compañero de batallas artísticas pondera su vocación de padre, no obstante la edad y las dificultades que toca sortear a diario, empezando por la abrumadora afluencia de vendedores ambulantes que tiene invadida la arteria más reconocida de la capital, la del añorado septimazo, hoy convertida en un lamentable muladar, donde campean la indigencia y el vicio. Gilberth también tiene una gran historia que contar.
Le pregunto a Jorge Enrique cómo se ve en los próximos años, cuando por achaques de vejez o enfermedad el cuerpo no le permita trabajar la calle. Sin perder un ápice de su irreductible optimismo, responde: “Creo en Dios y confío en que algo bueno hará por este siervo cuando no pueda valerme por mí mismo. Por ahora vivo el presente. Estoy culminando una gira con mi espectáculo carranguero por ciudades como Montería, Barranquilla, Cartagena, Santa Marta, Valledupar, Manizales, Bucaramanga, Pasto, Ipiales, Popayán, Cali, Neiva, Pitalito, Garzón, Mocoa, Florencia e Ibagué. No será la gira de despedida de una celebridad, pero era algo que tenía en deuda, y se me dio, a Dios gracias”.
–¿A sus 61 años no lo agobia este trajín de calle de todos los días?
“El día que no salga no hago para la comida de mis hijas. Y eso sí me preocupa más que la vejez, que por ahora está en la cédula, mas no en mi cabeza. Me encuentro en buen estado físico y desde que me conozco disfruto de lo que hago. De niño soñé con ser la estrella de un circo famoso, pero no se me dio. En mi adolescencia fui payaso de carpa pobre, de barrio en barrio. Me bauticé cómo Alverjita, pero ese no fue un trabajo constante y las tripas gritaban de hambre. Por eso me aventuré a la calle, a rodar por todas partes, a descubrir y conocer. Soy un pateperro orgulloso del arte callejero, y así continuaré hasta que Dios me lo permita”.
–¿Y cuándo volverá a la 7.ª con su número de La Princesa?
“A principios de julio, con mucha expectativa, si Diosito lo permite, y a petición del respetable público”.
RICARDO RONDÓN CHAMORRRO
Para EL TIEMPO

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