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Lento y doloroso funeral de un antiguo restaurante del centro bogotano

El luto que guardan sus dolientes con los últimos despojos de la churrasquería La Normanda. 

La Normanda

La Normanda Foto: David Rondón

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Bajo la luz mortecina del amplio salón ahora desprovisto de nichos, mesas y sillas que albergaron a cientos de comensales, el rostro melancólico de Mercedes Juya Patiño alumbra como una lúgubre imagen de cera.
Las húmedas pupilas de la buena señora que prestó sus servicios de cajera por veinticuatro años en la churrasquería La Normanda (calle 22#9-22, Bogotá), reflejan la profunda tristeza que la embarga, de cuando se enteró de la noticia del cierre definitivo del restaurante.
“¿Y ahora qué voy a hacer?”, se pregunta Merceditas. "¿Para dónde voy a coger?", se cuestiona. "¿Quién con esta crisis me va a dar trabajo?", se lamenta.
Juya advertía de tiempo atrás el bajonazo de la rentabilidad del negocio que fue su segunda casa, y con los estragos económicos de la pandemia visualizó que había llegado el final, como efectivamente sucedió hace unas semanas.
Igual que su compañera Gloria Alexandra Rivera Abril, Mercedes no ha fallado un día su asistencia al local, para acompañar a su patrón Rafael Cárdenas con los últimos despojos del inventario que no se ha podido rematar, antes de entregar la edificación a sus propietarios.
Un acto de lealtad en medio del acabose, como si se tratara de un funeral de objetos que hay que despachar a cualquier precio y cuanto antes, porque los dueños del inmueble afanan, como si la calamidad también recayera en el mobiliario, las vajillas y demás enseres que se resisten a abandonar el inmueble.
La Normanda

La Normanda Foto:David Rondón


De velorio

Al recinto hoy lo cubre un aura espectral. De hecho, arriban extraviados personajes a merodear, a preguntar por una dirección, por un guiso o una sopa caliente; otros, a averiguar por algunos de los trastos que están liquidando: los refrigeradores, los secadores de manos, los juegos de cuchillos y cucharones, las tablas del churrasco, la mantelería y hasta los tacos de basura.
La música cesó porque el engranaje de sonido ya fue vendido. Solo se oye el bullicio que viene de la calle: las enloquecidas bocinas y el trepidar de motos y automóviles; la algarabía altisonante de los mercachifles en su melodramático rebusque; o las procacidades y las amenazas de algún loco alborotado. De vez en cuando se filtra el gemido agónico de un bandoneón que se escapa por los ventanales del Café Mercantil, ubicado justo al frente de La Normanda. Es que dan ganas de reunirlos a todos y entonar 'Las flores negras' del bardo chiquinquireño Julio Florez:
Oye bajo las ruinas de mis pasiones / y en el fondo de esta alma que ya no alegras / entre polvos de ensueños y de ilusiones / yacen entumecidas mis flores negras.
El restaurante se ha ido desmontando por partes. Primero la cocina: desempotraron la estufa industrial con sus respectivas alacenas y reservorios, las campanas de extracción, las parrillas, los hornos. El salón de recepciones, que fue epicentro de la alegría y el disfrute en fechas especiales, ha quedado desolado. Solo faltan por desmontar las barras del bar y de la cafetería. El olor a condimentos, especias y guisantes de medio día en tiempos prósperos de La Normanda, ha sido reemplazado por un humus acre, salitroso, el de la desnudez del desalojo. "Nada es para siempre", dijo el poeta nadaísta Jotamario Arbeláez.
La Normanda

La Normanda Foto:David Rondón


Pesares y añoranzas

Mercedes Juya Patiño rebobina gratos recuerdos. Llegó a la Normanda muchachita, de Viracachá, Boyacá, su pueblo natal. La capacitaron y le encargaron la caja. Alcanzó a trabajar con la registradora de manivela y después con la eléctrica. Pondera el buen trato de sus jefes, desde don Polidoro Saavedra, el propietario, sus hijas, Carmenza y Claudia, y del general, don Rafael Cárdenas. Le da dolor porque allí permaneció buena parte de su vida, y gracias a su trabajo logró darles estudio a sus hijas. Agrega Mercedes que va a descansar un mes y que luego saldrá a buscar trabajo, y que si alguien sabe de alguno, está disponible.
Gloria Alexandra Rivera Abril, de San Félix, Caldas, fue secretaria y cajera por veinte años en La Normanda. Como su compañera Mercedes, llegó jovencita a Bogotá a probar suerte y encontró en la churrasquería una entrañable familia y su fuente de ingresos.
La Normanda

La Normanda Foto:David Rondón

Estudió Archivo y documentación en el Sena, y esto redundó en la confiabilidad de sus patrones que le delegaron, además de la responsabilidad de las facturas, la supervisión de los meseros y de la esmerada atención al cliente, cuando los comedores permanecían al tope y la música en vivo se prolongaba hasta la una o dos de la madrugada.
Glorita, como la llaman con cariño, es una mujer fuerte, con una poderosa historia de vida. Ha tenido que luchar desde niña con el lupus eritematoso sistémico, una enfermedad genética que compromete la piel, la sangre, el corazón, los riñones, entre otras funciones del organismo.
Con temple y carisma, Gloria fabricó su propia coraza, que según ella la blinda del dolor y de las adversidades. "Dios no nos da cargas que no podamos soportar", asegura, pese a que su tratamiento le ha demandado buena parte de su salario en analgésicos, antiinflamatorios y anticoagulantes. De estos últimos le toca inyectarse dos veces al día.
El cierre de La Normada ha sido uno de los golpes fuertes en sus cuarenta años de existencia, después de la muerte de su padre, que ella añora como su maestro de formación, el que la nutrió de fortaleza y de sabiduría para enfrentar los embates de la enfermedad. Manifiesta que se trasladará a Manizales para soltar ataduras y repensar su futuro, y el viacrucis de su dura enfermedad, a la que compara con tener dentro del cuerpo dos ejércitos, uno bueno y otro malo, en permanente enfrentamiento. Y seguir trabajando, "porque aprendí de mi padre, un arriero de curtido pellejo, que la cama es la peor enemiga para el perezoso y para el enfermo". Buena suerte, Glorita.


Entre abrazos y sollozos

Sandra Bernal Páez, bogotana, trabajó veinte años como mesera de La Normanda, por allá en la década de los 90. Hoy vive de las rentas que le deja un parqueadero. Se enteró del cierre del restaurante por su hija que leyó la crónica de El Tiempo:
"No podía creerlo -dice Sandra sorprendida-. Me cayó como un baldado de agua. Tantos años y tan bien acreditado que estaba el negocio, ¡no, qué tristeza! Y ver ahora el salón vacío. ¡A dónde fueron a parar mis mesas!, que me dieron para sacar adelante mi familia. ¡No, Dios mío!, esto me ha dolido en el alma".
Sandra tiene grabado su vivo retrato de época entre comensales y músicos que amenizaban las concurridas celebraciones del día de la madre. Ella, en la flor de la vida, impecable con su chaleco y su falda negra de paño, sus zapatos de charol, su blusa blanca de cuello almidonado y corbatín vino tinto, y las generosas propinas de los clientes, y las despedidas de año para los empleados con el canasto repleto de mercado, un pollo crudo y una botella de aguardiente.
La Normanda

La Normanda Foto:David Rondón

Nostalgia de don Jairo

-Ahí, en ese puesto, se sentaba el fotógrafo Manuel H cuando venía a tomar medias nueves, solo o acompañado de su hijo-, señala don Jairo Medina, de setenta y tres años, comerciante de repuestos electrónicos, el cliente más antiguo de La Normanda por cuarenta años.
Caballero de pausada conversa y mansa mirada -como de maestro de ajedrez-, Medina recuerda cuando en esas mesas se concretaban entre tintos negocios de palabra sin necesidad de testigos, leguleyos ni chupatintas.
También rememora los personajes elegantes que desfilaban por la churrasquería, vestidos de paño, gabardina, sombrero y paraguas, y los célebres del espectáculo y la televisión como Fernando González Pacheco, Hernando 'el Culebro' Casanova, Carlos 'el Gordo' Benjumea, Alberto Piedrahíta Pacheco, Ugo Armando, el torero Pepe Cáceres, de una extensa lista.
"El cierre de La Normanda es un duelo para todos los que por años la frecuentamos -acota don Jairo-. Aquí pasamos gran parte de nuestras vidas. A las ocho de la mañana ya estaba uno degustando el primer café. Era el mejor sitio para tertuliar, para arreglar el país, como decíamos, o para comer sabroso. De mis platos favoritos, el pollo a la canasta. Da mucha tristeza su final, pero así es la vida... qué le vamos a hacer".
"La buena vida del centro se acabó hace rato -remata Álvaro Murillo Buitrago, veterano periodista del Congreso de la República-. Inolvidable esa época cuando uno venía con la familia o con los amigos a comer o a celebrar, sin los temores y las fatigas que hoy se sienten. Se recordará a La Normanda como referente de la mejor gastronomía y de la amable atención. Qué lástima".
Cuando se desmonte el aviso luminoso de la fachada, y los últimos dolientes se despidan entre sollozos y abrazos, La Normanda pasará a ser un grato y feliz registro memorioso del remoto pasado del centro de Bogotá; como la vida misma que florece, y con los años se marchita y se acaba. 
RICARDO RONDÓN
ESPECIAL PARA EL TIEMPO

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