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La tarjeta de Navidad | Voy y Vuelvo

No sé si será impresión mía, pero se ha perdido esa tradición de regalar tarjetas de Navidad.

Luces de navidad en el Parque Nacional.

Luces de navidad en el Parque Nacional. Foto: Mauricio León

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Mi primer trabajo, hace ya muchos años, fue en una papelería. Se llamaba Nuevo Mundo y estaba ubicada en la calle 19 con carrera 10.ª, en pleno centro de Bogotá. Mi jefa se llamaba Lucila, una mujer realmente encantadora.
Era un trabajo maravilloso, no solo porque tenía a mi cargo la fotocopiadora, sino porque me permitía estar en o con el frenesí de una ciudad que para entonces no tenía troncales, ni cables ni modernas estructuras. Ciertamente no ha cambiado mucho, pero en esa calle, donde hoy existen un sinnúmero de oftalmologías, podía apreciar el caos del tráfico, los gamines amenazando transeúntes, habitantes de calle –entonces les llamábamos ‘locos’– que se acomodaban donde podían, y gente, mucha gente, siempre afanada, siempre abriéndose paso, siempre con un destino fijo. También había trabajadoras sexuales rebuscándose el día y pequeños locales en los que se ofrecía de todo.
La hora del almuerzo me deprimía, porque tenía que ir a un restaurante sobre la carrera 9.ª a pedir un ‘corrientazo’, pero me aburría estar solo. Hallaba refugio en libros y revistas que me llevaba para leer. En cierta ocasión, en una sola sentada, me devoré El coronel no tiene quien le escriba. Pero igual me daba jartera estar solo.
Una noche, en esa misma esquina, mientras esperaba la buseta de regreso a casa (las nuevas generaciones no tienen ni idea qué era eso y por lo mismo me molesta que critiquen TransMilenio) dos muchachos me robaron el reloj. Que además no era mío, se lo había tomado sin permiso a mi primo Gabriel. Tuve que contarle la verdad y por fortuna el reloj era medio chimbo. Los pillos se escabulleron entre el enjambre de buses y esmog. Fue la última vez que me robaron en Bogotá, sí: he sido afortunado, sin duda.
Pero volviendo a la papelería, recuerdo que otra de mis funciones era vender tarjetas: para cumpleaños, grados, aniversarios; para amor y amistad, y para Navidad. Estas últimas eran mis favoritas. Me encantaban los mensajes, los colores, la creatividad que les metían a los diseños, la felicidad en el rostro de la gente cuando encontraban la que buscaban. Y desde entonces, siempre me gustó que me regalaran tarjetas. Las prefería a cualquier otro obsequio. La razón era simple: de muchacho gozaba con ponerlas en el árbol de Navidad, al lado de las bolas y las guirnaldas. Llegaban tarjetas de tíos, amigos, vecinos, familiares y hasta de la tienda del barrio. Y yo también regalaba una que otra, pero sobre todo, me encantaba recibirlas, y más si la remitente era la novia que vivía en otra ciudad.
Cuando ya tuve un trabajo profesional, Navidad se convirtió en sinónimo de alegría por las tarjetas navideñas.
Cuando ya tuve un trabajo profesional, Navidad se convirtió en sinónimo de alegría por las tarjetas navideñas. Las enviaban políticos, gobernantes, universidades, centros de estudio, entidades públicas y privadas, a cual más mejor diseñada. Y sí: también me llegó la tarjeta navideña con el famoso ‘Nohra, los niños y yo…’. Yo las distribuía por todo el escritorio o junto a la ventana. Eran el mejor regalo, el detalle más preciado, con arbolitos de colores hechos en acuarela, con la figura del Niño Jesús, con la estrella de Belén, con muñecos de nieve... Y luego me las llevaba a casa y en enero seleccionaba las más bellas, las más originales y las guardaba durante un buen tiempo, hasta que mi mamá las botaba sin piedad.
No sé si será impresión mía, pero se ha perdido esa tradición de regalar tarjetas de Navidad. Ya no son el estand más visitado de los almacenes de cadena, si es que aún las exhiben. Pocos entran a una papelería o miscelánea a preguntar por este trozo de cartulina. Ya no son el ‘desvare’ para los que, cuando no teníamos para regalo, quedábamos “divinamente” con una de ellas. La tecnología también está arrasando con este tipo de detalles. Ahora recibo muchas tarjetas por correo electrónico o WhatsApp, muy originales también, pero nada que ver. Suenan más a ‘desenhuese’, a salir del paso, con la ventaja de que se puede distribuir a miles de ‘amigos’ en tiempo récord. No: la tarjeta navideña era la que uno iba y duraba horas seleccionando la ideal. Y luego intentaba poner su mejor letra para firmarla o agregarle un mensaje. Y después había que entregarla personalmente o enviarla por correo, por eso eran tan especiales, porque iban dirigidas a personas que realmente nos importaban. Y claro, había que destinar un presupuesto para ellas, ni más faltaba.
Ahora basta con bajar una aplicación, ponerle un par de adornos, escribirle un mensaje sacado de Google –poco inspirador– y distribuirla a diestra y siniestra. Sí, más ágil, menos complicado, más moderno, más cool, pero carente de sentimiento, sin la gracia de una tarjeta navideña escogida con esmero y emoción. ¡Hagan la prueba!
ERNESTO CORTÉS
EDITOR JEFE DE EL TIEMPO
@ernestocortes28

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