No hay inseguridad grande ni pequeña. Hay inseguridad. En Bogotá y en Medellín, pero también en Nueva York y París. Los homicidios han aumentado en las ciudades del mundo, en las importantes y en las que no lo son tanto.
La pobreza no explica la inseguridad. La pobreza no es sinónimo de robo. Pero la pobreza sí es un potencial generador de violencia e inseguridad si no se le ataca con medidas de choque y efectivas. Lo saben los grupos criminales que controlan el negocio de celulares y bicicletas robadas; el tráfico y la venta de drogas, y el lucrativo negocio de las autopartes. Ellos captan a personas incautas o desesperadas, por lo general jóvenes que no advierten esperanza en sus vidas. Saben que son presa fácil para delinquir y violentar la ciudad a cambio de unos pesos y consignas políticas que ni ellos mismos entienden.
Los medios nos hemos dedicado a registrar sin compasión la jauría de motos con parrilleros asaltando a inermes familias, restaurantes, a ciudadanos desprevenidos en la calle. Y eso llena de indignación y rabia, una rabia que se contiene hasta que algún día estalla y nos vamos a las vías de hecho.
Bosa es una de las localidades más grandes y densas de Bogotá. Y una de sus esquinas más convulsionadas desde hace varios meses es la carrera 89 con avenida Tintal, donde queda el portal de TransMilenio y donde han tenido lugar las refriegas entre policías y manifestantes. El Supercade sigue sin funcionar porque lo destruyeron. Los adoquines, con los se pretende construir andenes, quedaron pulverizados porque fueron alistados como proyectiles contra la policía; los semáforos que se habían repuesto para evitar accidentes, terminaron otra vez en el piso tras el vandalismo.
Patricia, una mujer que vive en los alrededores, es testigo a diario de lo que sucede en esa esquina. Me cuenta que un miércoles apuñalaron a un señor por robarle la bicicleta. Murió después en el hospital de Kennedy. Me cuenta que el otro día debió ayudar a una mujer que cargaba a dos hijos pequeños a cruzar la calle. Venía angustiada porque un hombre la seguía para robarla. Me cuenta de cómo dos sujetos disfrazados de vigilante asaltaron un SITP en esa misma esquina. Según Patricia, los puentes vehiculares, no solo en Bosa, sino el de la 68 con 26, se han convertido en escondite de ladrones. Y asegura que toda esta situación se ha deteriorado después de las protestas y las tomas que comenzaron el 28 de marzo. “Para ellos no hay hora –me dice–. Atracan en la madrugada, en la noche o a las 3 de la tarde”.
Y son las mujeres las principales víctimas. Porque son las que van (o iban) al Supercade a pagar servicios, cuando había Supercade; son ellas las que arriesgan sus vidas cuando deben cruzar la peligrosa avenida, porque los manifestantes acabaron con los semáforos; son ellas las que van a dejar y recoger hijos o nietos a colegios y jardines, y ahora están a merced de los atracadores que las persiguen cuadras enteras; son ellas las que desde las 4 o 5 de la madrugada atiborran los buses de servicio público donde se camuflan asaltantes.
Presencia militar para que ayude a cuidar a los comerciantes, sin duda; pensar de nuevo en horarios y zonas para restringir parrilleros, sin duda, algo hay que hacer para frenar esto que crece como un tsunami; más policía, más inteligencia, sin duda. Todo se necesita. Pero a quien más se debe atender es a personas como Patricia, que solo tiene sus ojos y su propia vida para contar lo que pasa a diario en la ciudad. Como ella, miles de mujeres están a merced del hampa o a merced de los violentos que acaban con su barrio arropados en consignas políticas. Pese a todo, ella no pierde la fe: “Todos los días le pido a Dios por mi Bogotá”, dice. Ojalá que Él también la escuche.
ERNESTO CORTÉS
EDITOR JEFE DE EL TIEMPO