Últimamente se ha vuelto común ver grafitis en todas partes: desde la fachada de un pequeño restaurante o conjunto residencial, pasando por puentes, paraderos, hasta la misma plazoleta del Concejo Distrital. Pero, ¿qué de todo esto puede considerarse una forma legítima de expresión artística, y qué es simplemente una agresión a la propiedad pública y privada, sin ningún valor estético o simbólico? ¿Dónde termina el arte y comienza el derecho –mal entendido– de ensuciar la ciudad?
No se trata de desconocer la libertad de expresión, ni de negar el potencial estético y político del grafiti como una forma auténtica de comunicación urbana. Tampoco de promover su censura o de imponer estándares a una forma de protesta y manifestación artística que tiene en sí misma una estética disruptiva cargada de mensajes políticos y sociales.
Se trata de diferenciar entre el arte callejero con intenciones y formas claras, y el vandalismo que solo degrada el entorno sin ningún mensaje ni propósito más allá de marcar territorio, provocar molestia y ensuciar el espacio público.
En una conversación reciente que tuve con el artista plástico y gran maestro de pintura, Alberto Granja, me hacía una reflexión interesante: todo grafiti involucra una exigencia estética con una alta sensibilidad urbana, que va más allá del mero acto de rayar una pared sin sentido alguno por impulso o rebeldía.
Granja planteaba, además, una idea poderosa: a Bogotá le hacen falta escuelas de grafiti. Espacios que canalicen el talento, el interés y la energía creativa de jóvenes que hoy ya se expresan en los muros, pero que podrían hacerlo con mayor profundidad, técnica y sentido artístico. No es descabellado pensarlo, sobre todo si consideramos cómo el grafiti, de forma espontánea, se ha convertido en parte de la identidad cultural de la ciudad.
Bogotá tiene una riqueza cultural y artística que bien podría aprovecharse para crear identidad y sentido de pertenencia
¿Por qué no pensar, por ejemplo, en aprovechar las columnas de la primera línea del metro como una gran galería de arte urbano, donde el grafiti sea protagonista?
Y es que Bogotá tiene una riqueza cultural y artística que bien podría aprovecharse para crear identidad y sentido de pertenencia. El grafiti puede ser un camino para reconectar con la ciudad, sus personajes, formas y expresiones más urbanas y sociales.
Otras ciudades han hecho del grafiti un ícono en sí mismo que las identifica y han explotado su potencial. Londres, con el desconocido Banksy; São Paulo, con los murales gigantes de Eduardo Kobra; y Berlín, con la cara este del antiguo muro convertida en galería histórica y símbolo de libertad. Bogotá también tiene sus propios referentes con Toxicómano Callejero, Lesivo, DJ Lu o colectivos como Vértigo Graffiti, y un sinnúmero de artistas que buscan posicionar su propia narrativa visual y artística.
Todos ellos podrían hacer parte de un gran circuito grafitero alrededor de la línea del metro. Así, la ciudad podría abrir un nuevo capítulo en su historia visual y convertir el sistema de transporte en un museo a cielo abierto y en un buen ejemplo de cómo resignificar el espacio público.
ÓMAR ORÓSTEGUI
Director Govlab
Universidad de La Sabana
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