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Los estragos de la pandemia en una trabajadora doméstica

Ana Daza tiene 57 años. No volvió a ser llamada en los hogares donde trabajaba y cuida de su hijo.

Vive en el barrio Paraíso, de Ciudad Bolívar, en compañía de su hijo de 33 años que tiene una leve condición de discapacidad.

Vive en el barrio Paraíso, de Ciudad Bolívar, en compañía de su hijo de 33 años que tiene una leve condición de discapacidad. Foto: Héctor Fabio Zamora

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Ana Lucía Daza, con 57 años de edad, solía salir de su casa en el barrio El Paraíso, localidad de Ciudad Bolívar, hacia los distintos hogares donde ofrecía sus servicios como trabajadora doméstica para sostener a Marco Aurelio, su hijo de 33 años de edad, que tiene una leve condición de discapacidad.
Su horario laboral era de lunes a sábado. Le pagaban un sueldo de 50.000 pesos diarios. Ana cuenta que esto le alcanzaba para vivir bien con su hijo, para decirle: “vamos a tomarnos una sopa en el restaurante”.
Pero con la pandemia entró la angustia porque sus ingresos no le daban para copar los gastos y los recibos se empezaron a acumular. Incluso, también se vio afectada porque en las partes donde trabajaba entraron en recesión y esta es la hora en la que le deben sueldos de lo que pudo trabajar antes de que llegaran los confinamientos generales.
A partir de esto, entre ayudas distritales y jornadas de trabajo de su hijo en Corabastos, donde recibe un ingreso mínimo, ha logrado subsistir. Pero clama que la pandemia pase para que la vuelvan a contratar. Como Ana, según las últimas cifras reveladas por el Dane, durante el mes de abril, el 18,9 por ciento de los bogotanos se encontraba sin trabajo.

El cuidado de su hijo

Marco Aurelio tiene 33 años. A pesar de que su edad indicaría que está en etapa de adultez, su mamá lo acompaña como quien cuida de un niño o un preadolescente. En la sala de la casa reposan unos peluches y cuando tiene la oportunidad de ver televisión, dice que no le gustan las novelas, sino los muñequitos.
Su mamá cuenta que cuando nació no le veía ninguna condición de discapacidad, pero al año y medio empezó a notar que no tenía los mismos comportamientos de alguien de su edad. “Para mí fue muy duro porque cuando iba a cumplir año y medio él no me caminaba, no se sentaba”, narra. Más adelante, después de la estimulación por parte de su familia logró caminar y hablar. En medio del bullying por su condición, pero también con el apoyo de sus profesores, se graduó de bachillerato en el 2012.
Aunque él entiende y sabe expresarse, no memoriza todo y necesita de cuidados especiales. Su papá, quien trabajaba como celador en las noches, se encargaba de estar pendiente de él durante el día mientras que su mamá trabajaba en restaurantes o se dedicaba al servicio doméstico.
Esta rutina cambió hace diez años. En medio de sus turnos de vigilancia, le dio un infarto al papá. Ana sintió alivio porque era un hombre violento, con conductas de violencia intrafamiliar, pero también fue un peso porque sobre ella empezó a recaer toda la responsabilidad para la alimentación y el cuidado de Marco Aurelio.
“Cuando él falleció, a mí me tocó dejar a mi hijo solo, pero yo le enseñé que tenía que cocinar para él. Le decía: ‘hijo, pilas al cocinar. No se me vaya a quemar’ ”, narra. Cuando Ana salía a trabajar, recomendaba a Marco con las vecinas por si cualquier cosa pasaba. Además de advertirle este tipo de cuidados, también le insistía en que ya estaban solos y de ellos dependía poder salir adelante.
Según cifras de la Secretaría de la Mujer, en la localidad de Ciudad Bolívar el 32 por ciento de las mujeres se dedican a oficios del hogar y no tienen ingresos. Además, la mitad de mujeres que se dedican al cuidado en Bogotá son mayores de 50 años.
Ahora que su mamá está sin trabajo, Marco sale en compañía de tres personas del barrio a conseguir lo del diario en Corabastos, la central de abastecimiento más grande de la ciudad. “Hago lo que salga”, dice él. La mayoría de las veces le salen trabajos para descargar camiones. En la plaza lo estiman y le tienen cariño, pero el pago no es mucho.
Al final de la jornada lleva en sus bolsillos entre 20.000 o 15.000 pesos diarios, de los cuales 4.000 se van en transporte si no consigue a alguien que lo lleve sin cobrarle a Ciudad Bolívar. Esa plata se la entrega a su mamá y con eso, según dice ella, “se pagan algunos servicios”.

Anhelos 

“Yo solo le pido al de arriba que esto pase pronto”, comenta Ana al preguntarle por su futuro.
Ha pasado hojas de vida, pero no la llaman. Tiene experiencia no solo como trabajadora doméstica, sino también con labores relacionadas a restaurantes. Hace poco consiguió trabajo en una casa, donde le pagan 40.000 pesos diarios, pero solo va uno y, en ocasiones, dos días a la semana.
Por esto, espera que todo se normalice para que pasen las angustias de no tener con qué sostener los gastos de la casa. Está pendiente de la vacunación para que no sea riesgoso salir a trabajar y vuelva a ser llamada por las personas que la contrataban antes o lleguen nuevas oportunidades porque considera que ha dejado buenas referencias.
Ana también quiere seguir trabajando por unos años más para poder ahorrar. Su idea es poder construir en su casa, que queda muy cerca de la zona comercial del barrio, para adecuarla como un supermercado. Esa sería la herencia que le dejaría a su hijo para que, por medio de un familiar cercano o un tutor, pueda emprender sin tener que salir a trabajar. Esto, “cuando papito Dios se acuerde mí”, dice ella.
GABRIEL GONZÁLEZ 
gabgon@eltiempo.com

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