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Así pasó la chicha de ser un ‘veneno embrutecedor’ a bebida turística
¿Sabía que la culparon de los disturbios del Bogotazo? Esta es la historia de una sobreviviente.
La chicha se vende en diferentes presentaciones según los gustos del cliente, que también escoge la cantidad. Foto: Mauricio León
Hasta Simón Bolívar trató de aplastarla. La han perseguido, ridiculizado y prohibido. La han acusado de ser insalubre y cochina. De tener entre sus ingredientes escupitajos, sangre y hasta huesos humanos. De embrutecer a las personas y transformarlas en monstruos violentos y asesinos. De ser un lastre para el progreso, una traba para el desarrollo nacional. Pero nada ha valido. La chicha es indestructible.
Nació en las manos de los ancestros, hábiles con el maíz y conocedores de la fermentación natural. Cruzó el siglo XIX oculta bajo el manto de la clandestinidad, llegó al XX convertida en bebida favorita de las clases más populares y en el XXI se reinventó como una bebida turística, alabada y considerada por los jóvenes como ‘cool’. Se viste de colores, se llena de nuevos sabores y se toma en lugares en los que suena buen rock, predomina el arte callejero y en donde conviven universitarios de clase media alta.
Lejos están esos nuevos ‘bares de chicha’ de los oscuros y malolientes antros de antaño. Porque ser la bebida de los pobres le costó el desprecio y la persecución de los círculos sociales más altos. Tanto que chichería era sinónimo de ‘mal gusto’, de ‘amenaza’, de ‘peligro. Y si bien en muchos casos tenían razón (la insalubridad con la que se preparaba era tremenda), se le achacaron males que, igual, eran responsabilidad de la larga y arraigada tradición alcohólica colombiana.
“En Bogotá, el pueblo llano era representado en la figura de un indio maloliente, analfabeto, amenazado por la sífilis y poseído por el chichismo. Este último era considerado, desde especulaciones seudocientíficas, como una enfermedad distinta al alcoholismo, ocasionada por el abuso de la chicha”, relata el historiador y ex concejal Juan Carlos Flórez en un texto de EL TIEMPO titulado ‘la guerra contra la chicha’, del 25 de abril de 2008.
Bebedores de chicha en un local de bogotá Foto:EL TIEMPO
Mejor dicho, en esa época la pobre chicha era una especie de brebaje que convertía a quien lo bebía en una especie de simio agresivo. Añade Flórez: “El discurso que terminó siendo oficialmente dominante fue el de algunos médicos higienistas. Según ellos, la sífilis y el chichismo estaban degenerando al pueblo. Y había que combatir la primera y prohibir la chicha como culpable del segundo”.
Los años 20. El decreto que la sumió en la oscuridad
Seudociencia, religión y claro, arribismo, se unían para achacarle a este menjurje todos los males posibles y considerarla la culpable de cuanta pelea hubiera. Lo paradójico, tal como lo narra el periodista y diplomático Leopoldo Villar Borda en un texto del 30 de junio de 2002,es que “el único desorden colectivo causado por la chicha (algo así como un 9 de abril en pequeño, ocurrido el 21 de agosto de 1923) hizo blanco de la ira popular a las chicherías mismas. La razón fue el aumento del precio, en un centavo por litro, que el Gobierno autorizó a los fabricantes para compensar un alza igual en el impuesto que gravaba a la bebida”.
Pero claro, más allá de todo, estaba el fortalecimiento de un competidor que quería hacerse a un mercado muy lucrativo: el de la cerveza. Y es que para los años 20, según Villar Borda, se consumían 50 millones de litros de chicha al año. Una cifra gloriosa que sin duda el mercado de la ‘pola’ quería acaparar.
“Los argumentos contra la chicha fueron siempre de dos tipos: higiénicos y antialcohólicos. Cuando la cerveza irrumpió como su gran competidora, los segundos fueron abandonados en favor de los primeros. Y a ellos se sumó, como factor desfavorable, el carácter artesanal de la producción, que condenó a la bebida a desaparecer al iniciarse la industrialización del país. Aun así, el hábito de su consumo era tan fuerte que pasaron más de 30 años antes de que la cerveza le arrebatara el mercado”, señala el texto.
Aviso de 1948 de Cerveza Bavaria Foto:Archivo EL TIEMPO
Entre 1922 y 1923, el Concejo de Bogotá, si bien no prohibió la chicha, la mandó al patio de atrás. La condenó a ser tomada en lugares muy restringidos y lejos de las ‘zonas sociales’ de la ciudad: “No se permitirá el funcionamiento de chicherías dentro de los cuadriláteros formados: uno por las calles 1. Y 26 y las carreras 3 y 13, y otro por las calles 52 y 67 y las carreras 1 y 16. En estas áreas de prohibición se comprenden ambas aceras de las calles y carreras que las limitan.
También queda prohibido el funcionamiento de chicherías en las plazas, vías publicas de mayor tránsito y por donde pasan tranvías y ferrocarriles; a menos de cien metros de los templos, cuarteles, cáceles, hospitales, asilos y establecimientos de educación que funcionen en local propio y con carácter definitivo”, reza el acuerdo 15 de 1922.
Nota de 1923 sobre el impuesto a la chicha Foto:Archivo EL TIEMPO
Estas medidas son ratificadas en 1923, donde se amplía la limitación no solo a la chicha, sino a “todas las bebidas fermentadas y a base de maíz”. Y claro, los establecimientos recibieron fuertes medidas para vigilar su higiene así como impuestos crecientes para quienes producían la bebida.
Y quien no cumpliera, se exponía al peso de la ley, tal como lo relata un artículo de EL TIEMPO del 25 de octubre de 1923 en el que se señala que la Gobernación de Cundinamarca dictó medidas para “reprimir” a quienes se opusieran a pagar impuesto de fabricación de la bebida y “advierte que hará castigar severamente a todos los incitadores y promotores de actos rebeldes”.
El golpe más fuerte: el Bogotazo
Clandestina, perseguida, pero presente. Ni los impuestos, ni el exilio al que la enviaron logró detenerla. El ‘pueblo’ seguía tomando su bebida tradicional que, obvio, emborrachaba, pero no más que las bebidas alcohólicas ‘más finas’. Pero entonces llegó el Bogotazo, como se le conoce a la ola de disturbios, incendios, saqueos y destrucción que siguieron al asesinato el 9 de abril de 1948 del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán.
Ese día, hordas de ciudadanos, borrachos hasta el límite e indignados por la muerte de su líder, destruyeron el centro de Bogotá quemando tranvías y los edificios más emblemáticos. Las imágenes que registraba EL TIEMPO los días después de los hechos eran devastadoras. Y para las autoridades, y en general para los medios de comunicación, había dos culpables muy claros: el comunismo y, adivinen… ¡la chicha!
Primera Página de EL TIEMPO el 10 de abril de q948 Foto:Archivo EL TIEMPO
Oficialmente, los desórdenes habían sido provocados porque el pueblo, embrutecido por el licor indígena, se había dejado llevar por los mensajes de líderes de la conspiración mundial del comunismo que amenazaba las libertades de occidente (estábamos en plena posguerra y la Unión Soviética se alzaba como potencia). Así lo exponía, el 23 de abril de 1948, Enrique Santos Montejo, el famoso ‘Calibán’, en su columna ‘La danza de las horas’, una de las más influyentes de ese entonces:
“(…) En el caso de Bogotá, la miseria y la ignorancia del pueblo fueron los elementos de los que pudo servirse el comunismo (…) la chicha, el embrutecimiento alcohólico y la situación de gentes abandonadas de Dios y de los hombres suministraron la materia prima del crimen (…) el pillaje pudo ser obra de la multitud ebria e irresponsable”, señala el texto.
Facsímil de la columna La Danza de las horas' del 23 de abril de 1948. Foto:Archivo EL TIEMPO
Sin embargo, en ese entonces, era difícil dilucidar que lo que menos emborrachó a las masas iracundas fue la chicha. Todo lo contrario. Como lo relata Villar Borda en el ya citado artículo de este medio: “ lo que abundó ese día en las calles de Bogotá fue el saqueo y el consumo de fino trago importado”.
Pero ya estaba servida ante la opinión pública la macabra alianza comunismo- chicha. Y había que detenerla. ¿Cómo? Con la misma arma que se utilizaba desde los tiempos del libertador Simón Bolívar, cuando en 1820 también la prohibió: que era antihigiénica.
Así, el Gobierno de Mariano Ospina Pérez, amparado en lo ocurrido el 9 de abril, emitió el decreto 1839 de 1948 para higienizar las bebidas fermentadas. El texto, no contento con considerarla nociva para la salud, culpaba a la chicha de la exacerbación política de la época y le achacaba también el atraso social y educativo de las clases trabajadoras. Obviamente hoy se sabe que el ancestral brebaje no hacía nada diferente a lo que hace cualquier tipo de licor, fino o barato, cuando se consume en exceso.
El documento, publicado textualmente y en su totalidad por EL TIEMPO el 3 de junio de 1948 decía: “uno de los principales factores que contribuyen a mantener un estado de exacerbación política y de criminalidad es el uso de bebidas alcohólicas, especialmente de aquellas que por su pésima calidad como por los lugares donde se expenden y consumen determinan más fácilmente conflictos de toda naturaleza”.
Y más adelanta agregaba, refiriéndose a la chicha, que “bebidas de esta naturaleza son factores influyentes en el bajo nivel moral y material de vida de las clases trabajadoras”.
Con esos argumentos, se decidió que: “Desde el primero de enero de 1949, sólo podrán fabricarse, venderse y consumirse, en todo el territorio de la República, bebidas fermentadas provenientes de la caña, así como del maíz, el arroz, la cebada u otros cereales y de frutas, cuando ellas hayan sido sometidas a todos los procesos que requiere su fermentación y pasteurización adecuadas, por medio de aparatos y sistemas técnicos e higiénicos y que además sean vendidas en envase cerrado, individual, de vidrio u otra materia, todo esto reglamentado por el Gobierno Nacional”.
Primera página de El Tiempo con el decreto de la higienización de las bebidas. Foto:Archivo EL TIEMPO
Esa fue la estocada que terminó de desprestigiar y enterrar a la chicha. Ya no era aislamiento, era prohibición. “Es esta una medida heroica”, señalaba ‘Calibán’ en su columna del 4 de junio y aseguraba que “con la chicha, es decir, con el embrutecimiento y la degeneración física del pueblo, se han hecho fortunas y prestigios políticos (…) ¿Podrá esperarse algo de un pueblo enchichado, es decir, con una mínima capacidad de trabajo, con un término medio de vida que no pasa de los cuarenta años, en constante evolución de malas pasiones?”
Infortunadamente, ‘deschichar’ a la población no resultó en una sociedad más pacífica. Al contrario, “en las siguientes décadas continuó la salvaje guerra colombiana. Poco podía hacer la prohibición de la chicha para reducir la criminalidad, la violencia política o las enfermedades mentales. El consumo masivo de cerveza, aguardiente, ron o whisky, las denominadas bebidas higiénicas, no contribuyó a hacer más pacifica nuestra sociedad. El problema de fondo no estaba en la chicha ni en las condiciones antihigiénicas de su elaboración. Era en la ausencia de reformismo social, y no en el chichismo, donde se originaban buena parte de los males del pueblo”, señala Juan Carlos Florez en su texto la guerra contra la chicha.
Al año siguiente, se esperaba el cierre de 1.318 establecimientos dedicados a la producción y venta de esa bebida fermentada, según predicciones hechas por este diario. Pero lo cierto es que esa fue la estocada mortal para la chicha. O eso parecía…
La chicha y la dicha
Los jóvenes se dan cita en el centro de Bogotá para tomar chicha, ya más higienizada y de diferentes sabores Foto:Mauricio León / EL TIEMPO
Pero la chicha nunca se terminó del todo. Simplemente perdió la batalla de imagen y de mercado con la cerveza, el aguardiente y otras bebidas. Pero en el silencio de sus casas, las mujeres seguían preparándola de forma artesanal. La tradición, oculta más por el paso de los años y el a nuevas bebidas que por temor a represalias, continuaba. Y el eje de la resistencia ‘pro chicha’ era el barrio La Perseverancia, uno de los más tradicionales del centro de Bogotá.
Allí se seguía preparando y vendiendo la bebida y las familias, con su venta, se hacían a un ingreso extra. Tanto así, que en 1987 se institucionalizó cada segundo domingo de octubre el ‘Festival de la chicha, la vida y la dicha’, que incluía no solo degustación de la bebida, sino de platos tradicionales con el cuchuco, el cocido y los huesos de marrano. Y en 2004, esa reunión de amigos de barrio se convirtió, por obra y gracia del Acuerdo 121 del 24 de junio, en un “evento de interés cultural de Bogotá D.C."
¡Lo había logrado una vez más! La chicha había resucitado y había salido de la clandestinidad. Hoy, con vigilancia estricta de la Secretaría de Salud, es una de las curiosidades gastronómicas que más atraen turistas en el centro de Bogotá, más exactamente en ‘El callejón del embudo’, pequeña y pintoresca calle donde abundan los turistas y en la que, según una crónica de EL TIEMPO del 13 de octubre del 2018, se venden “613.449 litros entre viernes, sábado y domingo, lo que equivaldría a 1.858 botellas de cerveza, es decir, 61 canastas”.
“La oferta es amplia, y, aunque aún se conserva la chicha natural, ahora se puede encontrar con sabores, colores y hasta olores diferentes. El cliente es el que manda, y si prefiere podrá elegir una botella con sabor a fresa, de color rojo y con olor a frutos rojos, o si se va por la tradicional. Limón, maracuyá, mango, todos están a la orden, y las botellas de colores son el principal atractivo de las vitrinas”, relata el texto.
Así, tras dos siglos de soportar improperios y ser culpada de todos los males patrios, la chicha se da el lujo hoy, no simplemente de sobrevivir, sino de gozar de excelente salud, ser punto de encuentro de nacionales y turistas y hasta tener su propio museo. ¡Que se sigan alzando las totumas!