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Todos amábamos a Sean Connery
El mejor 007 de todos los tiempos, el papá de Indiana Jones, el policía que acorraló a Al Capone.
Connery con el tradicional kilt, durante la entrega del premio Wallace que le concedió la Fundación Escocesa Americana, en el 2001. Foto: AFP
Fue hacia finales de los años 80, en el videoclub de un barrio bogotano: la mirada enigmática de un monje barbado se robó mi atención que, hacía solo un segundo, estaba en la sección de comedias y animaciones. 'El nombre de la rosa', decía la caja del VHS que colgaba de una pared en el apartado de 'thrillers'. Ya sabía quién era. Mi papá me lo había presentado años atrás como el seductor e infalible 007.
El hombre que tenía licencia para matar. Tuve que rogar para que me alquilaran la película del monje –sobre asesinatos en una aislada abadía en pleno Medioevo que era restringida para menores de 18 años–. El franciscano William von Baskerville, su protagonista, tuvo el mismo efecto que Bond; había décadas entre los dos metrajes, años de más en aquel hombre y dos papeles diametralmente distintos, pero Sean Connery siempre me dibujaría una sonrisa en la cara.
Ese era el efecto hipnótico que producía el actor británico. Un gesto que se desdibujó el fin de semana por su muerte, a los 90 años, víctima de un infarto fulminante y sufriendo de demencia, como lo confirmó su esposa, la pintora Micheline Roquebrune, la verdadera chica Bond.
'El nombre de la rosa', con Christian Slater y Sean Connery. Foto:Getty Images
Podría decir que esa tarde, en ese videoclub, se selló la conquista que Connery había empezado en mi vida cinéfila en 'De Rusia con amor'. Fue la primera vez que lo vi en el papel que marcó a varias generaciones, con su traje perfecto, al lado de una desconocida actriz italiana llamada Daniela Bianchi –la chica Bond del filme– y haciendo gala de sus múltiples 'gadgets' y habilidades de conquista. Un galán. Un tremendo espía. El primer 007 del cine. Para mí, el mejor Bond, con las cualidades y defectos que lo caracterizaban. Y me faltaban por ver sus otras seis interpretaciones del agente del M16 creado por Ian Fleming: 'Goldfinger', 'Operación Trueno', 'Solo se vive dos veces', 'Diamantes por siempre', 'Nunca digas nunca jamás' y 'Dr. No'.
“Estableció los parámetros del legendario personaje en la pantalla: todos los demás se definieron por similitud o por oposición a él”, me dijo el crítico de cine Mauricio Reina.
En los años 80 y 90 no era fácil ver las películas como ahora, había que esperar meses, a veces años, para tenerlas en casa. Por eso, entre los títulos de James Bond, se me atravesaron el Connery de 'El nombre de la rosa', un Robin Hood enamorado –en 'Robin y Marian', al lado de la bellísima Audrey Hepburn–, 'Asesinato en el expreso de Oriente' –junto con Connery, una luminaria como Vanessa Redgrave bajo la tutela de Sidney Lumet– y 'Marnie', el clásico de suspenso de Alfred Hitchcock en el que Connery hizo de esposo-psiquiatra.
Siempre seguí de cerca las noticias de sir Thomas Sean Connery, el hombre que un día se aburrió de ser el agente 007. Le había dado mucho dinero y reconocimiento, pero así era él. Hizo lo mismo con su carrera: cuando Hollywood dejó de representar algo importante para su profesión decidió que jugaría golf en un complejo en Nassau, en las Bahamas, donde se radicó durante sus últimas décadas de vida. Hoy, allí lloran su partida: el rodaje de 'Dr. No' y la posterior noticia de que Connery vivía allí puso al archipiélago en el panorama mundial.
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'El nombre de la rosa' fue un golpe definitivo. No solo leí a Umberto Eco por cuenta del filme, sino que empecé a irar, casi que querer, a Sean Connery. Descubrí que mis amigos también sonreían con su presencia en la pantalla. El efecto Connery era arrollador e iba más allá de su figura atlética, sus 1,90 de estatura, sus cejas pobladas, su gesto adusto. No era el físico, había algo entrañable en ese hombre que fue perdiendo el pelo con los años y cuyas arrugas y canas, incluso, lo hacían más sexi e interesante.
Nació en Fountainbridge, un vecindario humilde de Edimburgo, en Escocia. Creció en un hogar católico severo, donde las mujeres no opinaban, los hombres ordenaban y los hijos maduraban cuando llevaban dinero a sus casas y podían fumar sin reparos. A Connery le pasó a los 13: repartía leche en las mañanas y diarios en las noches. Y jamás se olvidó de eso. Buena cantidad de páginas de la autobiografía que coescribió con Murray Grigor y que publicó en el 2008 están dedicadas a esos recuerdos.
Puede ser que esa rudeza y las dificultades que enfrentó durante su infancia y juventud fueran las fortalezas que Connery empleó años más tarde en la concepción de sus personajes. El teniente Jim Malone, un veterano policía convocado para integrar un grupo para acabar con Al Capone en 'Los intocables', fue sin duda uno de los roles más rudos y queridos de su carrera y que le mereció su único Óscar, además de candidaturas en los Bafta y en los Globos de Oro. Por ese mismo estilo fue el papel de Marko Ramius, el comandante de un submarino nuclear ruso que busca desertar en 'A la caza del octubre rojo', un estupendo 'thriller' de acción en el que terminó robándose la atención, como ocurrió con varios de los papeles secundarios que tuvo.
Muchos de los que estamos en los 40 años, o más, conocimos a Connery ya maduro, a ese que interpretó al papá de Indiana Jones, el ídolo aventurero del sombrero y el látigo al que le dio vida Harrison Ford. El profesor Henry Jones –otra vez, un papel secundario– era un complicado antropólogo que termina en una divertida relación con su distanciado hijo.
Sean Connery y Harrison Ford, padre e hijo en 'Indiana Jones y la última cruzada' Foto:Getty Images
Connery participó en casi un centenar de producciones. Hay que reconocer que unas fueron más notables que otras y que no era un intérprete de un registro amplísimo y arrollador –como las figuras de Jack Nicholson, Gary Oldman, Christian Bale o Daniel Day- Lewis–. Sin embargo, en ese rincón del cariño están sus actuaciones en 'La roca' –en la que se rinde un homenaje al agente 007–, 'Time Bandits', 'Highlander' o 'Buscando a Forrester', que fue la última película que vi de él, como un escritor en el ocaso, y que me emocionó hasta las lágrimas.
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Hace casi dos décadas que Connery se jubiló. Dicen que aceptó participar en el 2003 en la fantástica 'The League of Extraordinary Gentlemen' luego de que rechazara ser Gandalf en la trilogía de 'El señor de los anillos'. Después, simplemente se alejó de las pantallas, las fiestas, los festivales y las premiaciones. Jugaba y enseñaba a jugar golf. Su amigo, el extraordinario actor Michael Caine, contó en una entrevista que el verdadero motivo fue que se cansó de la industria en la que no le ofrecían papeles.
Muchos extrañamos su rostro, que seguía siendo encantador, a pesar de los años. Sonreíamos recordando sus personajes y su amor por Escocia, a la que defendió con ánimo independentista y la que llevaba en el alma, la ropa –con su tradicional 'kilt'– y en un tatuaje.
Mauricio Reina opina que su heredero natural es George Clooney. Puede ser. Por lo pronto, sonreímos viendo sus películas y brindamos con el inolvidable martini ‘mezclado, no agitado’ –como lo pedía soberbiamente James Bond–. Todos amábamos a Sean Connery.