En la cultura de pop en la que la nostalgia es el arma mercantil más poderosa de la música, Motomami de Rosalía es una afrenta. Un reto a la familiaridad, a la planicie de lo ideal.
Y no es que Rosalía no explote esa nostalgia –hay suficiente merengue en Despechá, su más reciente sencillo, para invocar los buenos fantasmas de La Patrulla Quince o Las Chicas del Can, para poner a bailar a cincuentones y veinteañeros por igual.
Lo que pasa en este caso es que la nostalgia no es restaurativa. No pretende volver al pasado ni mucho menos hacerle justicia al refrán que reza que “todo tiempo pasado fue mejor”. Todo lo contrario: usa ese pasado para reconstruir el ahora de la música, con todos los riesgos que eso representa.
En un momento en que Runnin’Up That Hill, de Kate Bush, una canción de 1985, nos acaricia con la calidez de tiempos pasados o Master Of Puppets, de Metallica de 1986, regresa al radar de las nuevas generaciones con su integración a la serie Stranger Things, el tercer larga duración de Rosalía es un sacrilegio denso, delicado y peligroso.
Cinco años después del lanzamiento del aclamado El mal querer, Rosalía presenta un repertorio que, como los gatos, te quiere pero a raticos. La selección musical está organizada de manera que quienes vengan acompañados de los típicos sesgos de confirmación que invaden todas nuestras conversaciones, se vayan rápido.
No es un disco para radio. No es un disco de masas (de hecho, hoy en día ningún disco lo es). Pero las redes y la musicología no se hacen esperar, en especial cuando arranca 'Motomami World Tour’, la gira de apoyo del nuevo álbum.
Que es un disco tóxico, lo es. Que es un disco frívolo; también. Como todos los odios despertados por el furor de tener nuestros propios altares de opinión, Motomami levanta polveros, gesta memes, arma bonches.
Quienes aman a Rosalía no quieren oír el argumento de quienes la odian. Quienes la odian no quieren oír tampoco a quienes la aman. Así es el arte. Y es arte, porque si algo hemos aprendido es que toda forma de arte es, por naturaleza, repulsiva, y que dicho rechazo es fomentado por la incomprensión.
En su columna del 29 de julio para El País de España, por ejemplo, el musicólogo Diego Manrique cierra su crítica de la presentación de la performer española escribiendo que “en discos, especialmente en Motomami, habla de sí misma pero –con la mano en el corazón– no se la entiende demasiado por sus peculiaridades vocales y su mixtura de jergas e idiomas”.
No es un disco para radio. No es un disco de masas (de hecho, hoy en día ningún disco lo es)
A pesar de la mirada estoica del musicólogo frente a lo extraño del repertorio en vivo, también comienza su editorial diciendo: “Rosalía ha arrastrado el pop español a pleno siglo XXI”. Y quizá ha hecho lo mismo con el pop en español contemporáneo, sin importar su origen.
La incomprensión de Manrique no es exclusiva. Suele repetirse con frecuencia entre los escépticos de Motomami: es la misma excusa que se obtiene al preguntarles qué les parece el álbum: “es que no se le entiende nada de lo que canta a Rosalía” -como si hubiésemos entendido a Los Beatles cuando leíamos o cantábamos la letra de Come Together– alguien que nos explique qué significa “Joo Joo Eyeball” o “Walrus Gumboot”, por favor-, o como si alguna vez hubiéramos sabido qué quería decir Michael Jackson cuando cantaba ‘Mama Se, Mama Sa, Ma Makossa” en Wanna Be Startin’ Somethin.
“La primera vez que escuchas Motomami –dice el cantautor Uruguayo Jorge Drexler desde su casa en Madrid en una llamada por Zoom– uno se espanta. Escuché los primeros treinta segundos de Chicken Teriyaki por el sonido, pensé que era un disco para TikTok y dije: ‘qué pena’. Pero cuando entré, me di cuenta que era un disco sobre el lenguaje. El disco de los neologismos. Son ellos su principal herramienta. Y si uno se aguanta los neologismos de Góngora, ¿por qué no habría de escuchar los que hay en Motomami?”.
Lo incomprensible
Es ese temor a lo incomprensible –y la naturaleza de la Internet, salvaje Torre de Babel en la que ya no existen los éxitos monolíticos del pasado– el que pone a Motomami en un lugar especial de la mal llamada “cultura urbana” moderna, que ya no está atada exclusivamente al boom bap noventero –ese fantástico golpe con olor a petricor neoyorquino–, ni al G-funk de Compton de Dr. Dre, y que se ha expandido hacia la bachata, el merengue, el house y el indie con descaro ciberpunk, pero suficientes lazos sanguíneos para reconstruirla.
'Es que no se le entiende nada de lo que canta a Rosalía' -como si hubiésemos entendido a Los Beatles cuando leíamos o cantábamos la letra de 'Come Together'
Rosalía es central en esas fracturas estructurales desde que emprendió la herejía de juntar aquellos mundos tan aparentemente dispares en El mal querer, su segundo larga duración.
“Mucha gente la culpó de apropiación cultural cuando hizo El Mal querer -agrega Drexler-. Aún así, ya tenía un camino labrado entre la electrónica y el flamenco, una decisión de una catalana de romper el modelo previo. Mucha gente del flamenco tradicional se ha enojado. Y vuelve y rompe todo. Es la Bob Dylan de eso”.
La frivolidad de Motomami es un arma de doble filo: destruye las tradiciones del hip-hop con lenguajes impenetrables: “Si eres la pámpara/nadie te pue’ pará”, dice en Saoko, el primer sencillo del álbum. De inmediato el sentimiento de estar en la fiesta equivocada –o de no estar invitado a ella– abruma al . Pero quienes se quedan participan de una experiencia tan tribal como los neologismos que menciona Drexler. Espanta pero cobija; revela pero esconde.
“Es un disco de puta madre”, dice el músico argentino Tweety González, reconocido pionero del midi y la técnica del sampleo en Sudamérica, durante una sesión académica en el BIME (Bogotá International Music Experience) , la famosa 'Sala Soda Stereo': “Es eleva el listón de lo que puede ser la música comercial. No es tan simple. No eres un beatcito y un par de pavadas y ya. Es una producción vocal compleja, no es un invento de la empresa. No eres un tonto. Puede callarles la boca a todos los profesores de música de cualquier universidad del mundo".
Levanta la vara de lo que puede ser la música comercial. No es tan simple. No es un 'beatcito' y un par de ‘pendejaditas’ y ya. Es una producción vocal compleja, no es un invento de compañía
En medio del ruido musical de nuestros tiempos en el que se lanzan 65 mil canciones diarias vía servicios de streaming como Youtube y Spotify, Motomami es una escucha difícil, a pesar de que en la superficie parezca todo lo contrario. Saoko, La combi Versace y Chicken Teriyaki juegan un rol lúdico pero esencial en una obra íntima y psicológica, y generan una conexión emocional poderosa con la audiencia que quiera estar allí, por las razones que sean.
A través de esas canciones, Rosalía entrelaza talento, feminidad, feminismo, sexo, moda, machismo, tecnología y una avasalladora soledad. En Saoko, el beat es punk en su máxima expresión, como si alguien hubiera cogido los parlantes y los hubiera rajado a más no poder con una cuchilla de afeitar hasta dejarlos sin rastro de bajos.
La producción vocal es una colcha de retazos en algunas de estas piezas. Nuestro deseo infinito de conquistar la robótica para que no nos destruya está presente en esa producción: una voz pura y humana sometida por voluntad propia a la tecnología.
Michael Ozowuru –productor y compositor de canciones para Frank Ocean– corta y pega estos versos que conectan humanidad con inteligencia artificial. Hay rastros también de la profunda influencia de Bon Iver en el indie con su álbum 22, A million y de Kanye West en My Beautiful, Dark, Twisted Fantasy.
Por segundos está presente el jazz y por minutos, la bulería. En Delirio de grandeza se para en hombros de gigantes, hombres de otros tiempos, y su voz parece de otra época, un fantasma de los tantos que acechan el disco entre boleros y beats. James Blake devuelve los favores hechos para su disco Friends That Break Your Heart con samples y dubsteps melancólicos.
Pone a cantar bachata a The Weeknd mientras reflexiona sobre lo mal amante que es la fama. Pharrell Williams por su parte, acompaña a la cantante en Hentai, una de las más dolorosas canciones de R&B que se han hecho en la música en español en la historia.
La blasfemia continúa: entre el piano desolador de las pasiones destructivas que nos arden en lo más profundo de los secretos, conecta las perversiones de la animación japonesa con cristianismo, la producción rudimentaria pero brillante de vídeos de Spike Jonze con filmarse mientras se tiene sexo con alguien a quien pensabas que amabas, pero no: “Hazme un tape/Modo Spike/Segundo es chingarte/Lo Primero es Dios”.
Y entre todo el empoderamiento de estar en la cima de la fama, las pasarelas, la moda y el urban gringo, entre el feminismo alebrestado de Bizcochito –otro material que se propaga con memética imbatible tras comenzar a presentarla en vivo– es en los momentos en los que baja a los infiernos de las relaciones íntimas en que Motomami le rompe a uno el corazón en mil pedazos.
Rosalía, ícono e iconoclasta, está sola. Y en esas soledades múltiples, en su poética obscenidad, en reconocerse como Alfa, Bandida, Coqueta, Dinamita, Expensiva, Flux Aeon, Guapa, Hondura, Inteligencia Artificial, Jineta, Motomami, Orquídea, Patrona, Racineta, Rango, Sata, Titánica, Vendetta y “Zorra también”, van desapareciendo los códigos impenetrables y se van ubicando, como haciendo un croquis, las certeras puñaladas que va dando su voz prodigiosa en el cuerpo.
Luego de divertirse con batucadas procesadas y “mariposas sueltas por la calle” en CUUUUuuuuuute, vuelve y se sienta al piano en Como un G y adopta al gánster, figura masculina inderrocable del hip hop hasta ahora y allí, en la que podría ser su más fuerte declaración de poder, se arrepiente, se da golpes de pecho, jura en vano y acude a Dios (esa fabricación patriarcal) y al valor de la familia como aquellos lugares a los que se regresa después de la derrota romántica, lamiéndose las heridas del alma:
“Solo el amor con amor se paga/ Nada te debo y tú no me debes nada/ El querer que no se da, ¿dónde acaba/Si encuentro el tuyo, ya será deuda pagada/ Si no lo puedes tener, mejor dejarlo ir/ Qué pena cuando quieres algo pero Dios tiene otros planes pa ti/ No me enamoro de nadie, jurao, como un G/ Ni escribo canciones de amor, pero en esta me doblo por ti”.
En tiempos de heteropesimismo, es fácil llamar a Motomami un disco 'queer'. En tiempos de supuesto cambio y de progresismo exagerado, nada puede estar más equivocado.
Es el silencio de una habitación, cargada de poder, delirio, sexo, engaño y desamor. Es caerse estrepitosamente por las escaleras y aullar la muerte pequeña con el padecimiento hermoso de una música escalofriante, que según Jorge Drexler, “representa un hito artístico que entenderemos en 10 años”, pero que incluso ahora, con detractores y amantes furibundos por igual, no deja de sentirse “so so so so so So good. Good. Good. So so so good. So so so so good”.
ALEJANDRO MARÍN
PARA EL TIEMPO
En Twittwer: @themusiimp