Uno debe comer y beber como le plazca y lo haga feliz. No existen formas correctas o incorrectas cuando de gustos se trata. El paladar es tan íntimo y peculiar como las artes. Subjetivo, emocional, sensible. El gusto está relacionado con múltiples factores que vienen desde la crianza, los sabores de casa, la cultura y la historia de cada quien.
Me atrevo a afirmar que viene marcado por la genética y la herencia familiar. Conozco hogares en los que el odio por la cebolla ha pasado de generación en generación, aunque, claro, también puede haber caprichos y consentimiento porque el niño tiende a repetir lo que hacen sus padres. Hay quienes odian el perejil, el cilantro, las aceitunas, el tomate de árbol, el ajo, el queso y el sabor del vino, mientras que otros, por el contrario, los adoran. Y eso está bien: entre gustos no hay disgustos.
Debido a mi profesión y pasión por la comida, disfruto inmensamente descubrir nuevos sabores y saberes. Me encanta arriesgarme y probar diferentes preparaciones e ingredientes. La oferta de los restaurantes, los chefs, los programas de televisión y los libros de cocina es enorme, y nos ha ayudado a educar y sofisticar el paladar y a aprender y saborear de un mundo infinito de platos y combinaciones.
No por eso dejo a un lado los sabores básicos, de casa, que desde la infancia me han seducido, ni aquellos que he adquirido con el paso de los años. Pizza hawaiana, huevos de codorniz con salsa rosada, perro caliente con chili y piña, aguacate con langostinos y salsa golf, echarle salsa de tomate al arroz y muchos más, que de solo escribirlos me hacen babear. Cuando comparto estos antojos y placeres que gozo a la hora de sentarme a la mesa hay quienes desde su esnobismo culinario me tildan de ignorante y con poca credibilidad como cocinera. Ahora resulta que todos esos doctores gastronómicos vienen de mesas de alto pedigrí y no conocen la olla pitadora Imusa, el sorbete de curuba, el espagueti con hogao y las salsas rosada o de tomate. Considero que es un gran error olvidar ese ADN primario del paladar, el que transporta a la niñez, a la familia o a buenos recuerdos, y dejarse descrestar solo por las novedades del momento obviando el pasado.
Criticar y juzgar a alguien por lo que come y su forma de hacerlo es discriminatorio, en gastronomía nadie tiene la última palabra. La belleza de la alimentación es que es tan diversa, compleja y única como las papilas gustativas. Coman, beban y cocinen como más les apetece. De eso se trata, de disfrutar al máximo cada bocado y de encontrar la felicidad a través de la comida. Buen provecho.
De postre: tres restaurantes en Bogotá para ir por carne con papas a la sa: La Brasserie, Ugly American y L’Entrecote. Cada uno con su increíble estilo y sabor.
MARGARITA BERNAL
Para EL TIEMPO
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