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'Yo quiero comer comida de la calle': Leonor Espinosa
La chef reveló secretos de su pasado, las claves de su éxito y sus cintas favoritas en El cine y yo.
“La comida, como la vida, necesita un poco de sal para darle sabor”. La cita de la película griega 'Un toque de canela' le sirve a la chef Leonor Espinosa para adobar a las personas y describirlas, a partir de las especias. “Una amiga cartagenera me dijo sobre un tipo con el cual había salido: ‘No hombre, a ese man le faltaba salsa de tomate. Le faltaba pimienta”.
Las palabras de Espinosa, quien ha sido reconocida por el escalafón 50 Best como una de las mejores chefs de Latinoamérica, no solo están llenas de sabores sino que impregnan de aromas la sala de la Cinemateca de Bogotá. Durante su charla en la franja ‘El cine y yo’, reveló que su primer restaurante fue un fracaso, que por momentos fue menospreciada hasta por su propia familia y que encontró su redención después de los 35 años.
“De las cosas que más agradezco en la vida fue ese momento complicado de transición hacia la dedicación de los fogones –dijo en entrevista previa a la charla–. Fue a finales de los 90 en Barranquilla. Caí en un hoyo negro, pero siempre miraba arriba y encontraba una claridad. En toda mi locura, siempre había algo que me aterrizaba. O la misma conciencia mía de no tocar fondo. Me reafirmé en que aquello que quería hacer en la vida era ser cocinera. Me costó burlas de la familia, de amigos. Pero yo me mantuve con una fuerza vital única, casi que de otro universo”.
Leo, como la llaman sus amigos, está viviendo ahora su cuarto de hora. Su restaurante es uno de los 50 mejores del mundo, es referencia obligada en la gastronomía del continente y acaba de liderar un programa para llevar la cocina bogotana más allá de sus fronteras. “Bogotá está mojando bastante prensa –dice–, fuimos portada de una revista muy importante en Portugal. Dentro de las políticas de promoción, se está contemplando la gastronomía y con el Instituto Distrital de Turismo, trajimos unos periodistas internacionales para mostrar los jóvenes restaurantes que trabajan con producto local. Yo hice la curaduría y vinieron periodistas de Japón, Italia, Estados Unidos, Brasil, Perú, Argentina...”
Sorprende saber que usted no nació en Cartagena, sino en Cartago...
No puedo decir que soy de Cartago, Valle, aunque nací allá en 1963. Mi papá trabajaba en una multinacional de petróleos y por eso los tres primeros hijos nacimos en el norte del Valle. Pero yo digo que soy de Cartagena porque llegué a los 5 años de edad y me crié allá. Además, mi familia es totalmente caribe.
Cuando entramos al colegio con mis hermanos, nos veían como cachacos y nos cantaban: ‘Cucaracha muerta, sapo reventado, todos los cachacos huelen a meado’. El bullying era terrible. Lo primero para nosotros fue dejar el ‘hablado’ del norte del Valle. Eso hizo que nos uniéramos mucho con mis hermanos. Ocupábamos los primeros lugares en el colegio, en parte por ese 'bullying', y a raíz de eso me dieron una beca para estudiar en la Escuela de Bellas Artes.
Esas fiestas eran en la Escuela Naval de Cadetes y los llamábamos ‘botellitas de leche’ porque se vestían totalmente de blanco.
¿Entonces, era una niña juiciosa?
Los pelirrojos somos traviesos. Yo a mis papás no les dije muchas veces a dónde iba. Los matinales para ir a cine o a bailar en discotecas eran fantásticos. Uno decía que iba a estudiar y mentira. Era absurdo, pero tocaba mentir. Nosotros solo íbamos a fiestas en donde los papás supieran que a uno lo iban a llevar y a devolver. Esas fiestas eran en la Escuela Naval de Cadetes y los llamábamos ‘botellitas de leche’ porque se vestían totalmente de blanco. Si los papás supieran que esos chicos eran manilargos: entraba una mujer allá y le tiraban los perros hasta decir ya no más.
En los ochenta, luego de la Toma del Palacio de Justicia y lo de Armero, yo creo que los jóvenes empezamos a tener pocas expectativas por el futuro del país. Yo me dediqué a la fiesta: si se acaba el mundo mañana, yo ya me enfiesté. Ya viví. La experiencia para nosotros estaba en comernos el mundo. Yo vivía en una ciudad como Cartagena, puerto, donde llegaba la música y era la gran puerta para los ritmos afrocaribeños. Y yo sí me di muy duro en esa época.
Sin música no hay cocina. Me gustan los ritmos afrocaribeños, incluyendo los estadounidenses. Pero no me gusta el reguetón. Prefiero bailar champeta en una baldosa que bailar reguetón. Y no lo sé bailar ni he querido aprender. En mi casa siempre se escucha música, amo la salsa, amo el jazz en todas sus manifestaciones, por supuesto la música sabanera y me gusta la música popular colombiana. Desde 2005 hasta hace dos años viajé muchísimo por Colombia, haciendo proyectos que apuntaran al mejoramiento de las comunidades étnicas rurales. De allí mi conocimiento de la etnobotánica. Y después de esos talleres, me metía a la primera tienda que hubiera y escuchaba música popular.
¿En qué momento de la vida llegó su hija?
Mi hija, Laura, nació en 1985 en Cartagena. Desde chiquita, yo la montaba a los buses intermunicipales y le mostraba la otra Cartagena, la popular; la llevaba a las playas de Marbella, la llevaba donde vive la gente de menos recursos, los afro. Y le mostré muchas cosas de la realidad. Mientras los padres les tapan muchas cosas de la realidad a los hijos, yo se las mostraba.
Pese a su gusto por las artes, estudió Economía en la universidad. ¿Cuándo se volvió chef?
Yo me dediqué tarde al oficio de cocinar, aunque toda mi vida estuvo relacionada con la cocina. La familia de mi mamá es de Sucre, sabanera, y la vida rural de estos pueblos, de influencia chimila y zenú, gira alrededor de un fogón de leña. Mis abuelos eran hacendados, dedicados a la ganadería y en sus casas la cocina jugaba un papel muy importante.
A mediados de los 90, yo era ejecutiva de publicidad en una de las agencias más grandes. Y no trabajaba desde la creatividad, sino desde la economía (presupuestos, estrategias comerciales) hasta que decidí hacer un ‘pare’ en mi vida. A mis 35 años decidí que iba a buscar mis sueños, lo que yo quería. Mi vida no podía ser una oficina, madrugar y cumplir horarios. La misma rutina, el mismo corrientazo. Yo pensaba: esto no puede ser la vida todo el tiempo.
La chef confesó su gusto por el cine europeo y por directores como Truffaut, Fellini y Hitchcock. Foto:Edwin Romero, EL TIEMPO
Entré en una crisis y decidí cambiar todo por algo que no sabía aún qué era. La primera pregunta que me hice fue ¿cómo me puedo manifestar? ¿qué debo hacer en la vida para ser feliz? Y dije: tengo que ser artista. La cocina llegó por arte de magia. Me la encontré por circunstancias de la vida. La vida me llevó a Cartagena y caminando por el centro me encontré con alguien que me dijo: ‘Tienes que volver a la Escuela de Bellas Artes’.
A partir de ahí entendí que mi papel iba a ser de artista contemporánea en la cocina. Que pudiera dar una solución a una problemática y por eso mi cocina se basa en observar todo el tiempo. Y a fuerza de observar llegué a la investigación, para poder contar una historia distinta de Colombia, a través de su biodiversidad, de sus ingredientes sustentables. Ahora siento que soy mucho más artista y la cocina es mi forma de manifestarme.
¿Cuándo abrió su restaurante?
A finales de los 90, puse un primer restaurante porque creía que si sabía cocinar, ya podía poner un restaurante. Pero hay que saber muchas cosas más. Ese restaurante me lo bebí. Llegó en un momento muy complejo de mi vida. Había dejado todo aquello en lo que estaba y nadie creía en mí. Todos me daban la espalda. Decían: ‘Ya salió con otra locura. Ahora quién sabe qué va a hacer’. Pero esto es lo que he tomado con más seriedad en la vida.
En el 2005 creé Leo y sabía que iba a ser un restaurante de cocina colombiana, pero la mayor fuerza la tenía en la cocina del Caribe, que era la que conocía. Dije: para hablar de cocinas tradicionales hay que conocer el país. Y empecé a viajar. En el 2006, llegué al norte del Chocó, a Bahía Cupica, y me di cuenta de que no había apego frente a las tradiciones culinarias. Que a la gente, como en toda Colombia, le daba pena mostrar su patrimonio culinario. Comencé a visibilizarlo y en el 2007 me gané un reconocimiento mundial. Lo que me llevó a los reconocimientos fue la propuesta culinaria y un poco la creatividad. Es un don. No todas las personas la tienen, o unos más que otros. Pero los premios son el resultado de una coherencia de casi 20 años. Y sirven para poner a Colombia en el lugar que se merece.
¿En qué se inspira para crear sus platos?
Confundo tanto la realidad con la fantasía que a veces estoy contando un cuento y mi hija me dice: ¿Te lo soñaste o es verdad? Me sucede, no todo el tiempo, pero en repetidas ocasiones, cuando tengo esos sueños lúcidos de las 5 de la mañana, cuando llegan a mí una gran cantidad de ideas. Es como si se abriera el portal de la creatividad y recibiera mensajes. La mayoría de las cosas del menú de Leo surgen de allí. De hecho, una vez creado un plato puede pasar por ciertas modificaciones, porque llego al restaurante, llamo a los chicos con los que trabajo y les digo: ‘Cambiemos esto: yo lo soñé, debe funcionar’.
Uno supone que una chef internacional come siempre ‘gourmet’. ¿Qué desayuna o qué cena usted?
Ahorita me comí una hamburguesa antes de venir... Yo casi no desayuno, pero cuando tengo la posibilidad de comerme una arepa de maíz con un quesito fresco colombiano, me llega al alma. Yo quiero comer comida de la calle. Lo de la alta cocina no lo quiero ni ver. A mí no me pasa, se me quita el hambre. Yo me imagino un perro caliente, una hamburguesa, una mazorca desgranada y eso es lo que comemos la mayoría de cocineros, en parte porque no podemos comer a tiempo. Intento tener una buena conexión entre el alimento, mi alma y mi cuerpo. Quiero cuidarme y soy vanidosa. Procuro tomar jugo verde todos los días. Jugo de zanahoria, remolacha y naranja, que me encanta. Mi primera comida es a las 12 del día y termino de comer a las 6 de la tarde.
¿A pesar de los problemas, tiene esperanza?
Claro que sí. Yo construyo mi futuro con el presente. No soy una persona cuyo ideal de ser humano sea tener una casa, a mí que me coja la muerte donde quiera. Quiero tener la posibilidad de vivir donde quiera vivir. No que una casa me amarre. Pero tengo una esperanza muy grande y viene de mi vivencia con el oficio: Sueño con que estas comunidades étnicas sean reconocidas. Sueño con un país donde se mitigue la inseguridad alimentaria, no tendríamos por qué tenerla aunque importemos el 70 por ciento de los alimentos que consumimos.
Muchos países, que no tienen la biodiversidad que tenemos ni estas memorias que tenemos, viven construyéndolas y nosotros que la tenemos la desperdiciamos y no la tenemos en cuenta. Trato de hacerlo todos los días en mi trabajo. Quiero estar en un país que no destruya la Amazonia, donde los jóvenes sean más conscientes y no se dejen llevar por las pasiones.