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En ‘Una tierra prometida’, el expresidente de EE. UU. analiza su paso por la Casa Blanca.

Libro 'Una tierra prometida'

Libro 'Una tierra prometida' Foto: cortesía Penguin Random House

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Una noche, durante la cena, Malia me preguntó qué iba a hacer respecto a los tigres.
—¿A qué te refieres, cariño?
—Ya sabes que son mi animal favorito, ¿no?
Años antes, durante nuestra visita anual a Hawái por Navidad, mi hermana Maya había llevado a Malia, que tenía entonces cuatro años, al zoológico de Honolulu. Era pequeño pero con encanto, encajado en un rincón del parque Kapiolani, cerca de Diamond Head. De niño pasé horas allí, trepando a los banianos, dando de comer a las palomas que deambulaban por el césped, aullando a los patilargos gibones aupados en lo alto de las cañas de bambú. Durante la visita, Malia se había quedado prendada de uno de los tigres, y su tía le había comprado en la tienda de recuerdos un peluche del gran felino. Tiger tenía las garras regordetas, una panza redonda y una indescifrable sonrisa de Gioconda; Malia y él se hicieron inseparables, aunque para cuando llegamos a la Casa Blanca su pelaje estaba ya algo desgastado tras haber sobrevivido a salpicaduras de comida, haber estado a punto de extraviarse varias veces en casas ajenas, haber pasado más de una vez por la lavadora y haber sufrido un breve secuestro a manos de un primo travieso.
Yo sentía debilidad por Tiger.
—Pues —prosiguió Malia— hice un trabajo sobre los tigres para la escuela, y están perdiendo su hábitat porque la gente tala los bosques. Y la situación va a peor, porque el planeta se está calentando por culpa de la contaminación. Además, la gente los mata y vende su piel, sus huesos y demás. Así que los tigres se están extinguiendo, lo cual sería terrible. Y como eres el presidente, deberías intentar salvarlos.
—Deberías hacer algo, papá —añadió Sasha.
Miré a Michelle, que se encogió de hombros:
—Eres el presidente —dijo.
***
El ambiente de nerviosismo que reinaba en el Congreso no era la única razón por la que esperaba tener la legislación sobre topes e intercambios de emisiones a punto para diciembre: ese mismo mes estaba prevista la celebración en Copenhague de una cumbre sobre cambio climático auspiciada por la ONU. Tras ocho años durante los cuales, bajo la presidencia de George W. Bush, Estados Unidos se había ausentado de las negociaciones internacionales en torno al clima, las expectativas en el extranjero estaban por las nubes. Y yo difícilmente podía instar a otros gobiernos a actuar de forma agresiva contra el cambio climático si Estados Unidos no predicaba con el ejemplo. Sabía que tener un proyecto de ley doméstico mejoraría nuestra posición negociadora con otros países y contribuiría a espolear la clase de acción colectiva necesaria para proteger el planeta. Al fin y al cabo, los gases de efecto invernadero no respetan fronteras. Una ley que reduzca las emisiones en un país quizá haga que sus ciudadanos se sientan moralmente superiores, pero si otros países no hacen lo propio la temperatura seguirá subiendo sin más. Así que, mientras Rahm y mi equipo legislativo estaban atareados en los pasillos del Congreso, mi equipo de política exterior y yo buscábamos la manera de recuperar el estatus de Estados Unidos como líder en los esfuerzos climáticos internacionales.
En otros tiempos, nuestro liderazgo en este ámbito prácticamente se había dado por descontado. En 1992, cuando el mundo se reunió en Río de Janeiro en lo que se conoció como la Cumbre de la Tierra, el presidente George H. W. Bush se sumó a representantes de otros ciento cincuenta y tres países en la firma de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, el primer acuerdo global para tratar de estabilizar la concentración de gases de efecto invernadero antes de que esta alcanzase niveles catastróficos. La istración Clinton enseguida tomó el relevo y trabajó con otros países para traducir los vagos objetivos que se anunciaron en Río en un tratado vinculante. El resultado final, el llamado Protocolo de Kioto, establecía planes detallados para la actuación internacional coordinada, incluidos objetivos específicos de reducción de los gases de efecto invernadero, un sistema global de comercio de carbono similar al de topes e intercambios, y mecanismos de financiación para ayudar a los países pobres a adoptar las energías limpias y proteger bosques que, como la Amazonía, contribuían a neutralizar las emisiones de carbono.
Los ecologistas aclamaron el Protocolo de Kioto como un punto de inflexión en la lucha contra el calentamiento global. En todo el mundo, los países participantes acudieron a sus gobiernos para ratificar el tratado. Pero en Estados Unidos, donde la ratificación de un tratado requiere el voto afirmativo de dos tercios del Senado, el Protocolo de Kioto se topó con un muro infranqueable. En 1997, los republicanos controlaban el Senado, y pocos consideraban el cambio climático un problema real. De hecho, el entonces presidente del Comité del Senado sobre Relaciones Exteriores, el archiconservador Jesse Helms, se enorgullecía de despreciar por igual a los ecologistas, la ONU y los tratados multilaterales. Poderosos demócratas, como el senador por Virginia Occidental Robert Byrd, también se oponían enseguida a cualquier medida que pudiese perjudicar a las industrias de los combustibles fósiles vitales para su estado.
(...) Hizo falta otra media hora de tira y afloja, con los otros líderes y sus ministros mirando por encima de mi hombro y el de Hillary mientras yo subrayaba a bolígrafo algunas de las frases del arrugado documento que había llevado en el bolsillo, pero cuando salí de la sala el grupo había aceptado nuestra propuesta. Volví corriendo al piso de abajo, y dediqué otros treinta minutos a conseguir que los europeos aceptasen los ligeros cambios que los líderes de los países en desarrollo habían pedido. La nueva redacción se imprimió y se distribuyó a toda prisa. Hillary y Todd hablaron con los delegados de otros países clave para que contribuyeran a ampliar el consenso. Hice una breve declaración ante la prensa en la que anuncié el acuerdo transitorio, tras la cual reunimos a nuestra comitiva y salimos pitando hacia el aeropuerto.
Llegamos con diez minutos de margen respecto a nuestra hora límite para despegar.
En el vuelo de vuelta reinaba un animado alboroto mientras los del equipo repasaban las aventuras del día para poner al tanto a quienes no habían estado presentes. Reggie, que llevaba conmigo el tiempo suficiente para que ya nada lo impresionase demasiado, exhibía una amplia sonrisa cuando asomó la cabeza en mi camarote, donde yo estaba leyendo una pila de informes.
“Jefe, tengo que decir que lo que ha hecho ha sido muy macarra”.
La verdad es que me sentía muy bien. En el mayor escenario posible, en una cuestión importante y contrarreloj, me había sacado un conejo de la chistera. Es verdad que la prensa recibió el acuerdo transitorio con división de opiniones, pero habida cuenta del caos de la conferencia y de la obstinación de los chinos, yo seguía viéndolo como una victoria, un paso intermedio que nos ayudaría a que el Senado aprobase nuestro proyecto de ley sobre cambio climático. Pero lo más importante era que habíamos logrado que China e India aceptasen —con todas las reticencias y reparos que se quieran— la idea de que todos los países, no solo los occidentales, tenían la responsabilidad de contribuir a detener el cambio climático. Siete años después, ese principio básico resultaría fundamental para alcanzar el revolucionario Acuerdo de París.
Aun así, mientras miraba por la ventana desde mi escritorio y veía cómo la oscuridad se quebraba cada pocos segundos por el destello de la luz en la punta del ala derecha del avión, me asaltaron pensamientos que me hicieron bajar rápidamente a tierra. Repasé todo lo que habíamos tenido que hacer para conseguir ese acuerdo: las incontables horas de trabajo de un equipo dotado y entregado; las negociaciones entre bastidores y el cobro de favores; las promesas de ayuda; y, al final, esa intervención en el último minuto, basada tanto en mi bravuconería improvisada como en un conjunto de argumentos racionales. Todo eso para un acuerdo transitorio que, incluso si funcionaba exactamente como estaba previsto, sería en el mejor de los casos un paso preliminar e intermedio hacia la resolución de una posible tragedia planetaria, un cubo de agua contra un incendio desatado. Me di cuenta de que, a pesar de todo el poder asociado al cargo que ocupaba, siempre habría un abismo entre lo que sabía que había que hacer para lograr un mundo mejor y lo que en un día, semana o año me veía capaz de lograr en la práctica.
Cuando aterrizamos, la tormenta prevista ya había llegado a Washington, y las nubes bajas dejaban caer una mezcla constante de nieve y lluvia gélida. En ciudades del norte como Chicago, ya habrían salido las máquinas quitanieves a retirar la nieve de las calzadas y esparcir sal, pero hasta un asomo de nieve solía paralizar la zona de Washington, claramente mal equipada, se cerraban las escuelas y se producían embotellamientos de tráfico. El mal tiempo nos impidió volar en el Marine One, y la comitiva tardó más tiempo del habitual en recorrer las calles heladas hasta llegar a la Casa Blanca.
Era ya tarde cuando entré en la residencia. Michelle estaba en la cama, leyendo. Le conté cómo había ido mi viaje y le pregunté por las niñas.
—Están muy ilusionadas con la nieve —me contestó—, aunque yo no tanto. —Me miró con una sonrisita comprensiva—. Seguro que Malia te preguntará en el desayuno si salvaste a los tigres.
Asentí mientras me aflojaba la corbata.
BARACK OBAMA
PARA EL TIEMPO
*Expresidente de los Estados Unidos/ Cortesía Penguin Random House

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