El cambio de sexo modificaba su porvenir, no su identidad.
Virginia Woolf, Orlando
Olga y yo nos diferenciábamos en el talento y en la disciplina. La talentosa era ella, la disciplinada era yo. Ella nació artista. Simona y Carmen nos proporcionaban plastilina de todos los colores para que jugáramos. Mientras Olga hacía un zoológico, que incluía leones, conejos, jirafas y hasta guacamayas, yo hacía culebritas que perseguían a todos sus animales. Cuando pintábamos, los cuadros de Olga eran de exposición, los míos no pasaban de la casa con montañas y el sol saliente.
Recuerdo un día que, ya a punto de graduarnos en el colegio, nos pusieron a representarnos a nosotras mismas. Teníamos que pintarnos. Yo hice la colombina que según mi auténtico saber y entender representaba a los humanos, le puse falda y, en un rectángulo reteñido, enmarqué la frente “a la Giovanni”, para señalar que lo más importante era la inteligencia. Cuando pasé a explicarlo al centro del salón de clase, los compañeros de curso pensaban que había hecho esa colombina en protesta por aquella actividad, que a todos nos parecía ridícula. Nunca aclaré que eso era todo lo que había aprendido de pintura, y dejé que se quedaran con la idea de mujer rebelde en la que ya había logrado hacer carrera, que además me gustaba.
En los deportes ocurría algo similar, pero fue en ese campo donde aprendí el poder de la disciplina. Cuando empezamos a esquiar sobre el agua, a los diez años, Olga al tercer intento ya estaba parada. En cambio, yo tuve que practicar varias semanas hasta poder apreciar la sensación de tensión armónica entre una lancha y un ser humano, el deslizar el cuerpo parado por encima de las olas, el sentir el abdomen como centro de equilibrio, el atraer la libertad que confiere el infinito aroma a salina amalgamado con el sol del mar Caribe, el sentir su inmensidad sobre la piel, el percibir muy de cerca el color rojo de los atardeceres. Una vez aprendí, me consagré tanto a ese deporte que, de mi generación, en Cartagena, fui la única que competí a nivel nacional.
Esquiar era maravilloso, hasta que una vez, de la manera más idiota, sufrí un golpecito en la cabeza que produjo un sangrado desproporcional a la herida. Desde la lancha tiraron la cuerda de agarre, no calculé bien y me cayó en la cabeza. Ese día usamos una pita vieja y casi improvisada que no sé por qué no habíamos botado. El mango de agarre tenía algo suelto que, al golpear con mi cabeza, produjo el mismo escándalo que un descalabro: la sangre alborotó a la gente, me llevaron al hospital, la doctora Castro me examinó y dijo con voz calmada: “No tiene nada grave, en cuestión de horas puede regresar a la casa, y de días, a esquiar”. Simona me prohibió volver a competir en los esquís, y no sirvió que le explicara que el golpe no tenía nada que ver con los saltos. Ella, sin procesar lo ocurrido, dijo: “Me vas a matar con ese deporte. La próxima te traen tendida en una lona y en Cartagena, que yo conozca, nadie resucita muertos”. La doctora Castro intentó intervenir para mostrarle que no era grave lo ocurrido, y que esa no era una solución racional, pero fue inútil. Giovanni, ante la prohibición, que se sentía incapaz de contrariar, buscó calmarme aludiendo a nuestra disciplina: “Te pones una nueva meta y vas por ella. Ya sabes que eso implica trabajo y sacrificio. No hay persona exitosa que trabaje poco y que no haga sacrificios. El talento sin disciplina no sirve de nada, Magdalenita”.
A pesar de nuestras diferencias, Olga es mi confidente, mi apoyo y mi alcahueta. Hemos sido más que hermanas, a tal punto que a veces me intimida hablar de lo que es más nuestro. Pienso que de las meditaciones acerca del pasado surge a veces un júbilo en el presente que no le pertenece, pero al mismo tiempo aparecen los más profundos torbellinos de angustias, al atar los cabos que algún día quedaron sueltos y que el conocimiento actual permite entrelazar.
Hasta aquel punto de nuestra historia, cuando presenciamos el horrible evento con mi padre y murió Danger, Olga y yo llevábamos no vidas paralelas, sino conjuntas; compartíamos nuestro amor por Ango, quien nos lidiaba, consentía, comprendía y alcahueteaba nuestras malacrianzas; nos unían nuestras dudas y miedos sobre el comportamiento de Simona, nos burlábamos de su obsesión por el peso —que yo ya presentía como hereditaria—, nos aterrorizaban los cambios drásticos en sus estados de ánimo, al igual que su cercanía con la brujería, el espiritismo y sus anclas en el más allá; teníamos la convicción de que el hombre ocupaba un papel preponderante en la sociedad en la que nos habíamos criado, y que era eso lo que le permitía actuar y ser juzgado por unos códigos muy distintos a aquellos que aplicaban a las mujeres; estábamos seguras de que esos códigos fueron los que le dieron licencia a Giovanni para no serle fiel a Simona, aunque sabíamos que no la dejaría porque ella era su catedral; compartíamos secretos, amigos, ropa, cuadernos, gustos, miedos, y estábamos dispuestas hasta a compartir amores si llegara el momento. Pero vivíamos seguras de que nada nos separaría, de que no había ningún hecho real o potencial que pudiera poner una distancia entre las dos, de que al cabo de los años ambas tendríamos la certeza de que nos habíamos tenido la una a la otra sin ningún tipo de secretismo. Era un amor penetrante, leal, franco, tangible y ubicuo, que a veces parecía omnipotente.
El secreto más grande que compartimos Olga y yo no es el exorcismo de mi padre, que ocurrió un mes antes de que ella cumpliera catorce años, sino lo que ocurrió aquella noche que celebramos su cumpleaños número catorce. A Olga le gustaba vestirse de hombre, y por las noches me pedía que le amarrara al cuello las corbatas que le robábamos a su papá o al mío. También se ponía sombreros, y frente al espejo decía: “Me gusta este toque varonil”, recogiéndose y soltándose el pelo. Como era nuestra costumbre, en vacaciones dormíamos en su casa o en la mía, siempre en la misma habitación. Esa noche la tía Carmen hizo una fiesta. Hubo bufet de postres, y mamá, que decía que la tía Carmen tenía arranques de tacañería, se quejaba de que no se le hubiera ocurrido ofrecer también algo de sal. Simona me llevó comida aparte, intentando evitar los kilos de más que se invocaban de antemano. Yo acababa de cumplir catorce años también. Cuando la fiesta terminó, revisamos los regalos y los pusimos en fila del que más nos gustaba al que menos. Se ganó el premio mayor un vestido de baño de dos piezas de fondo negro con pepas blancas, y en último lugar quedó una Barbie con vestido fucsia de seda que, además de parecernos anacrónica, ya teníamos. Cuando nos acostamos, Olga acomodó su brazo encima de las cobijas y me susurró:
—Te toca hacerme cosquillitas, es mi cumpleaños.
—Pero no te duermes. Después te toca a ti —dije.
—Te prometo que no —contestó, ya con los ojos cerrados.
Arranqué a tocarla con las yemas de mis dedos desde la punta de su dedo corazón, hasta el hombro. El recorrido debía ser completo, ida y vuelta. Treinta veces yo, treinta veces ella, hasta que nos quedáramos dormidas. Yo contaba los tramos en voz alta para que no se durmiera. Cuando iba en el dieciséis, me hizo una señal con el brazo derecho que no entendí, hasta que me ordenó:
—Hazme cosquillitas desde los pies hasta los hombros.
—¿Pero después tú me haces igualito a mí? —pregunté.
—Sí, mira que no estoy dormida —abrió los ojos, suspendió el cuello y la cabeza en el aire para que yo la observara mejor.
Esa noche las yemas de nuestros dedos tocaron nuestros cuerpos por completo. Usé su corbata para rozarle los pechos, para llegar a sitios que nunca habíamos imaginado. La vi moverse sensualmente, bruscamente. La sentí húmeda más allá del sudor. Su respiración agitada agitó también la mía. Ráfagas de placer atravesaron mi cuerpo, por fracciones al principio, y luego en su totalidad. La piel estaba más viva y más sensible que nunca. Cuando llegó mi turno, deambulé sobre la cama como una acróbata innata. Cambiamos de turno varias veces, dando lo que sólo el alma reclamaba. Busqué eternizar la noche, pero el tiempo no espera a nadie. Antes de que se acercara el amanecer, Olga soltó su mano de la mía y, mirando el techo blanco con vigas de madera, aún con la respiración alterada, hizo concluir la magia de repente: “Ya no más, se acabó el juego”, sentenció. Me di la vuelta en la cama, me acosté de lado para darle la espalda, y así estuve por un largo rato. Pensé “así deben dormir los papás cuando pelean”, o por lo menos así había visto en las películas.
Nunca nos volvimos a tocar, nunca hablamos del tema. Pero yo quise muchas veces repetir esa noche, sin éxito. El pánico me cohibía. La determinación con que Olga me había dicho que el juego había terminado se mantenía como un eco en mis oídos.
En nuestra familia, hablar de romanticismo entre dos personas del mismo sexo estaba sólo reservado para referirnos a Mauricio y a Eros, los mejores peluqueros de la ciudad, que por más fortuna que hicieron, nunca fueron aceptados en el club social. Recuerdo el día en que inquirí a Simona sobre el asunto. Fue cuando la acompañé a peinarse al sitio de siempre en Bocagrande, en plena Avenida San Martín, pues era fundamental en la etiqueta familiar llevar el pelo siempre lacio, así tocara soportar hasta su caída para lograrlo.
—¿Cuándo has visto a la realeza inglesa con crespos? —preguntaba Simona, y ella misma respondía—: Nunca. —Y volvía a preguntarse—: ¿Y tú crees que entre toda esa gente no hay los que tienen el pelo cucú? —y volvía a contestarse—: Claro que sí, lo que pasa es que saben que el pelo es el marco de la cara. ¿Cuándo has visto un marco
enroscado? Yo no lo conozco, todos se forman armónicamente hasta cubrir el cuadro completo.
En esto también nos diferenciábamos Olga y yo: ella salía del baño con el pelo emparamado, y con sólo pasarse la peinilla, su cabello adquiría forma sedosa, y así se secaba. A mí Simona me echaba aguacate, sábila y aceite de oliva los domingos antes de que Ango saliera, buscando que alguna de estas delicias de la naturaleza cumpliera la función de alisador de cabellos. Nunca funcionó.
—Ango, llevamos haciéndole esto a Magdalenita por años, pero la pobre heredó mi pelo delgado y enroscado —decía Simona.
Giovanni, en cambio, tenía el cabello lacio y abundante, aunque le habían salido canas muy temprano. Simona era imprescindible para Giovanni en dos cosas: primero, para que le alistara la ropa todas las noches en el solterón, y segundo, para que le tiñera el pelo. Su vanidad no soportaba los asomos anticipados de vejez que se traducían en su pelo gris. El ceremonial ocurría cada tres semanas, los sábados en la tarde en el baño de papá y mamá. Supongo que nadie en Cartagena sabe aún que la cabellera irada de Giovanni tenía un toque artificial, supervisado y materializado por Simona.
Yo no había heredado una hebra de la docilidad del pelo de Giovanni. Una noche, Ango, al observar la desesperación contenida de Simona por la rebeldía de mi pelo, advirtió:
—Niña Simo, hagámosle la toga.
—Ango, yo no tengo idea de cómo ustedes se alisan el pelo —dijo Simona en un tono despreciativo.
—No se preocupe, niña, yo me encargo —dijo Ango.
A punta de tubos reciclados de papel higiénico y pinzas negras, Ango, tomando pedazos de pelo como si acariciara milhojas, hizo un montaje en mi cabeza que parecía un pudín de profiteroles.
—Mañana te levanto más temprano, Lenita; sacamos esos tubos y verás que quedas más linda que siempre, aunque a mí me encantas con tu pelo rizado —dijo Ango.
Así fue, porque no había nada que Ango dijera que no se cumpliera. A la mañana siguiente, mi pelo amaneció liso sin necesidad de secador. Yo poco a poco fui aprendiendo a montar mis propios profiteroles para desmontar las ondas de mi pelo, hasta que Simona me dejara utilizar el secador o ir adonde Mauricio y Eros.
En la puerta de la peluquería reposaba un letrero en luces de neón rosado: “Mau and Eros”. Las mujeres buscaban hasta con quince días de anticipación una cita con ellos. Los hombres no se quedaban atrás. Alguna vez le oí decir a un cliente: “Estos maricas son de los pocos que saben cortar bien el pelo de hombre sin usar cuchilla”. También les hacían el color, en una de las salas traseras, para tratar de ocultar las obsesiones de sus clientes con la vanidad. Yo, que desde pequeña era observadora, veía cómo el que entraba canoso salía peli café, o el que entraba pelinegro salía con unas canitas en las patillas o el que entraba rubio salía aún más mono. También en la parte de atrás se hacía el manicure masculino, y sólo en la parte de adelante se encontraba la barbería, lo que daba la impresión de que si algún hombre llegaba a Mauricio y Eros era porque se iba a afeitar, y no porque entrara a una sesión de belleza igual a la de una mujer.
La razón del breve interrogatorio que le hice a Simona fue un beso entre Eros y Mauricio, una tarde de diciembre. Ese día, antes de secarle y alisarle el cabello, Eros le aclaró el color. Ella decía que, con el paso de los años, este debe tornarse cada vez más rubio, al compás de las nuevas arrugas de la cara. Mauricio entró a la peluquería y casi saltando llegó al puesto donde Eros estaba conversando con mamá, no frente a frente, sino por medio del espejo en donde se reflejaban las dos figuras. Ella sentada y él de pie. Mauricio lo abrazó por detrás, mirándose ahora los tres al espejo, y puso por delante de su cuerpo unas rosas —debían ser más de una docena, y estoy segura de que era un número impar—: “Feliz aniversario”, susurró Mauricio. Eros, que todavía tenía las dos manos en la cabeza de Simona, con una sonrisa que le dejaba ver todos los dientes blanqueados, se giró, quedando ahora de espaldas al espejo y de frente a Mauricio, lo abrazó con sus guantes sucios de un tinte color morado pero que pintaba amarillo, y le dio un beso en la boca con los ojos cerrados. Yo, desde un taburete al lado, observaba toda la escena sin perder detalle. En el carro, de vuelta a la casa, le pregunté a Simona:
—¿Por qué no conocemos más señores como Eros y Mauricio?
—¿Cómo? —replicó, tratando de que fuera yo quien llegara al punto claro de la pregunta.
—Señores que se dan besos en la boca.
—Porque sólo voy a esta peluquería —contestó, como si ese acto de amor sólo se diera en aquellos lugares donde embellecen a mujeres y hombres por igual.
—¿Y ellos son casados? —pregunté.
—No, mi amor —respondió con una sonrisa que no le dejaba ver los dientes. Me agarró con una mano, mientras que con la otra seguía manejando, intentando que yo no siguiera con el interrogatorio. Yo continué, porque mientras un niño es inocente, su curiosidad es ilimitada.
—¿Por qué no son casados?
—Porque la ley no los deja.
—¿Por qué? —insistí.
GINA PARODY