Ha-Joon Chang llega a la Green Room del Hay Festival de Hay-on-Wye acompañado de su esposa, Hee-Jeong King, traductora literaria del coreano al inglés. El corazón del festival se encuentra en la Green Room, una carpa donde los autores tienen la oportunidad de relajarse y encontrarse entre ellos antes de sus intervenciones.
Es aquí donde me reúno con ellos. Me cuentan que llevan poco más de un año viviendo en Londres, desde donde han venido conduciendo. Chang trabaja ahora en la Universidad de SOAS después de 30 años dando clase en Cambridge. Parece divertirles esta nueva etapa en la excitante capital inglesa, ya con los hijos crecidos e independientes.
Antes de nuestra reunión, he leído con fruición el nuevo libro del surcoreano, titulado Economía comestible, donde expone el pensamiento único que ha dominado la economía mundial basada en la filosofía de libre mercado. Un panorama insípido y poco saludable, como la comida británica en la década de 1980. Para ilustrarlo, Chang hace un paralelismo entre comer y conocer. Si consumir una amplia gama de ingredientes contribuye a una dieta más saludable y equilibrada, también es esencial que escuchemos una mayor variedad de perspectivas económicas.
El texto utiliza de una forma muy interesante las historias detrás de ciertos alimentos (de dónde vienen, cómo se cocinan y consumen, qué significado tienen en sus diferentes culturas) para explorar los conceptos económicos más complejos para el público lego. Por ejemplo, para Chang, el chocolate es una adicción para toda la vida, pero lo más interesante es cómo vincula esta idea con las economías del conocimiento posindustriales, y la relación enredada del capitalismo con la libertad y la falta de esta.
El profesor toca todos los debates candentes del momento, desde el costo oculto del trabajo de los cuidados hasta el lenguaje engañoso del libre mercado, mientras nos habla de ingredientes como las anchoas, los plátanos o los noodles.
Antes de su charla, Chang me concede media hora en la que aprovecho para preguntarle más acerca de su trabajo. Empiezo indagándole si tuvo que investigar mucho sobre el tema, y me confiesa que siempre le han interesado la comida y la historia, especialmente las de los países en desarrollo de América Latina y Asia. De modo que lo que comenzó como una serie de historias curiosas sobre los alimentos se entrelazó con su pasión por la economía para acabar elaborando toda una teoría crítica de la economía actual.
Me intereso también por el papel de los empresarios en la economía y, sorprendentemente, me comenta que los empresarios tienen más éxito en mercados regulados. En los primeros días del capitalismo, cuando las fábricas eran pequeñas, las figuras individuales podían cambiar las cosas drásticamente, pero desde finales del siglo XIX eso es imposible. Más que mentes brillantes (o además de ellas) se necesitan reglamentos, instituciones públicas de financiación y organismos que vinculen a las universidades con las empresas, las instituciones de investigación. Me ofrece el ejemplo de Silicon Valley, que para el imaginario popular es sinónimo del triunfo de la genialidad individual, pero nada de esto habría prosperado si el Gobierno de EE. UU. no hubiese invertido desde un primer momento millones de dólares en estas empresas para investigación militar. Una iniciativa puramente privada no podría haber llegado a los niveles de desarrollo por los que hoy conocemos a Silicon Valley.
Chang continúa explicándome que sin la intervención del Estado en ciertos sectores económicos, el desarrollo sería una misión imposible. Utiliza como ejemplo algo muy cercano a él: el impresionante crecimiento de la industria automovilística de Corea del Sur. En 1976, la empresa Hyundai Motor lanzó su modelo Pony, con apenas 10.000 unidades, frente a los 4,8 millones de General Motors y los 4,9 millones de Ford. Tres décadas después, Hyundai se había convertido en la empresa líder del sector. Esta notable historia de éxito empresarial no solo fue resultado del ingenio de unos grandes empresarios. Requirió, por supuesto, trabajo duro, pero principalmente la protección del Gobierno y de cuantiosos subsidios, o de lo contrario, esa incipiente industria hubiese desaparecido. Hizo falta también el sacrificio de los consumidores, ya que hasta 1988 en Corea se mantuvo la prohibición de importar automóviles extranjeros. El éxito se trató, en definitiva, de un gran esfuerzo colectivo como país.
Como trabajo de construcción colectivo, para Chang resulta primordial que los ciudadanos entiendan de economía para que la democracia no pierda su sentido. Las consecuencias de estar tan alineados con una única escuela económica son, a su parecer, preocupantes. El modelo económico neoclásico es muy bueno para explicar el mercado, pero es malo explicando, por ejemplo, el valor del trabajo o de la producción. El trabajo tiene un sentido de realización personal y otras dimensiones sociales que no encuentran cabida en una visión puramente neoclásica de la economía. Esta visión neoclásica asume, por ejemplo, que las relaciones sociales se basan en una competencia egoísta por los recursos, una idea peligrosa que una vez cala en el discurso colectivo se convierte en una profecía autocumplida.
Como ciudadanos, tenemos la tarea urgente de proveernos con una formación básica en economía. Aunque el autor reconoce la dificultad que puede generar para muchos adentrarse en los áridos terrenos de la literatura especializada, nos advierte que la obscuridad de la jerga usada por los economistas forma parte de la misma estructura de poder epistémico que los mantiene como las únicas voces válidas en la materia.
Por esto, Chang considera una parte fundamental de su misión como experto en economía, explicarla de forma fácil y accesible a través de los libros de divulgación.
Como ya hemos mencionado, para la economía clásica el crecimiento del mercado es crucial, mientras que el bienestar se cuenta solo a través del a los bienes materiales. Pero lo que tendríamos que estar preguntándonos, a nosotros y a los economistas, es: ¿crecimiento de qué? La contaminación que producen las fábricas no se contabiliza y la comida barata que está destruyendo la biodiversidad del planeta no se penaliza. Solo se cuentan los bienes vendidos. Tenemos que aprender a contar las cosas correctas. También es vital cuestionar cuán importante es el crecimiento. Por ejemplo –dice Chang–, en países con un nivel de crecimiento más bajo que el de ingresos, activar el crecimiento es esencial para proporcionar estándares de vida decentes para todos. Pero una vez que se dispone de estos bienes materiales, debemos crear mecanismos que redirijan el consumo de lo individual hacia un consumo colectivo. No se trata de una tarea fácil, pues supone cambiar por completo la forma tradicional de entender y medir el crecimiento económico. Hablando en términos de felicidad, por ejemplo, se trataría de dar el mismo valor económico al tiempo dedicado a la familia o el ocio que el que le damos actualmente al tiempo empleado en el trabajo. Pero no es todo negativo. Chang comenta que recientemente y como consecuencia de la crisis climática, financiera, la pandemia y el crecimiento de las desigualdades, las cosas están empezando a cambiar y se está mirando a otros modelos económicos más sostenibles y democráticos.
Aprovecho también nuestro encuentro para preguntarle sobre América Latina. Me cuenta que estuvo en Argentina este pasado mes de mayo y encontró mucha preocupación entre la ciudadanía por las consecuencias disuasorias para las empresas provocadas por la subida del impuesto de sociedades. Sin embargo, paradójicamente, el autor comenta que no siempre los países con menores impuestos consiguen atraer una mayor inversión privada, y que la mayoría de las empresas prefieren pagar impuestos corporativos más altos, como en Alemania, donde llegan al 30 por ciento, si el país ofrece otro tipo de facilidades y regulación para hacer negocios.
Empiezo preguntándole por sus pensamientos acerca de Boric y Chile, a lo que me responde que el presidente tiene muchas dificultades por delante y poco espacio para maniobrar. Continuamos con Lula en Brasil, para el que también predice muchos retos después de estos años de gobierno de Bolsonaro durante los que el país ha virado tanto a la derecha. No obstante, también recuerda que, incluso en su mandato anterior, Lula hizo que Brasil dependiera más todavía de materias primas, no impulsó el sector industrial.
Y por fin hablamos de Petro y Colombia. Aunque es pronto todavía para afirmar nada –me dice–, por lo menos Petro cuenta con la ventaja de tener la mayoría parlamentaria y que, a diferencia de Lula, no ha tenido que llegar a compromisos con la derecha. Le desea lo mejor al actual gabinete, con la esperanza de que sean capaces de entender la necesidad de transformaciones profundas que requiere la economía colombiana, más allá de la exportación de café y aguacates.
Antes de acabar mi conversación, no puedo evitar preguntarle qué le da esperanza ante un panorama tan poco halagüeño, y me responde que se la dan las nuevas generaciones, a las que ve muy conscientes de la crisis política y medioambiental que experimentamos y deseosos de implementar cambios activamente. Generaciones mucho más concienciadas con que la solución a nuestros problemas no vendrá de fuera, sino de la redefinición profunda de las formas en que vivimos y nos movemos, de la redefinición de los tiempos, los espacios y los consumos comunitarios.
En Economía comestible, Ha-Joon Chang cumple con su misión de democratizar el al discurso económico para todos los públicos, con ingenio y lucidez, desmintiendo mitos e invitando a la reflexión, para demostrarnos que familiarizarse con la economía es como aprender una receta: una vez la entendemos, podemos cambiarla y de la misma forma, cambiar también el mundo.
CRISTINA FUENTES LA ROCHE*
ESPECIAL PARA EL TIEMPO
* Directora internacional del Hay Festival
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