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Habrá que acostumbrarse

El escritor Juan Gabriel Vásquez rinde tributo a la pluma y la inteligencia de Antonio Caballero.

‘Era lo que los ses llaman un ‘maître à penser’: alguien que no sólo enseña a escribir, sino a pensar’, dice Vásquez.

‘Era lo que los ses llaman un ‘maître à penser’: alguien que no sólo enseña a escribir, sino a pensar’, dice Vásquez. Foto: Milton Díaz

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De manera que así es: así es un mundo donde Antonio Caballero ya no escribe. A todos nos costará mucho acostumbrarnos, pero me temo que a algunos nos costará más que a otros; pues nosotros, los lectores y escritores y periodistas que nacimos a comienzos de los setenta, teníamos una relación particular con sus columnas y con su figura, y ahora nos quedará la tarea de averiguar en qué consistía esa relación.
Por lo pronto, creo que muchos lo leímos como eso que los ses llaman un maître à penser: alguien que no sólo enseña a escribir, sino a pensar correctamente. Pues es verdad: sólo los que no lo hacen con frecuencia creen que todas las maneras de pensar valen lo mismo.
Esto, claro, no tiene nada que ver con izquierdas ni con derechas, sino con la capacidad misteriosa para mantener la lucidez de la mirada bajo las presiones del mundo, o, en otras palabras, para quitarle al mundo los velos que lo cubren. El Caballero de la madurez –el del último cuarto de siglo, digamos– tenía esa lucidez, y muy bien calibrada.
En un ensayo que escribió tras la muerte de Sartre hizo un retrato del filósofo cuyos términos se le hubieran podido aplicar (se le aplicaron más de una vez) a él mismo.
“Sartre encarnaba precisamente eso que tanto molestaba al papa Bonifacio VIII en el siglo XIV: el intelectual como conciencia de la sociedad. Que es exactamente lo mismo que tanto irritó, por ejemplo, a Fidel Castro, cuando el caso del poeta disidente Padilla: ‘La Revolución no necesita la conciencia crítica del intelectual’”.
En la sociedad colombiana, que nunca ha sido muy buena en eso de tener conciencia, Caballero tuvo para muchos esa posición: la del aguafiestas, el pesimista ilustrado, el escéptico irredento.
En esta frase habría que fijarse, y en otras más, cuando los enemigos de Caballero –que también tenía críticos, a veces feroces, pero un crítico no es lo mismo que un enemigo– le arrojen a la cara la acusación muy colombiana de mamertismo. No: Caballero fue un intelectual de izquierda que, como los mejores intelectuales de izquierda, fue muy crítico siempre con la izquierda: con sus miopías y sus sectarismos, con sus canibalismos y sus tonterías. Por eso me parece que su opinión de Sartre era mucho más generosa de lo que Sartre –sectario y caníbal como era– merecía.
No tengo más poder que el de las verdades que digo”, escribió Sartre, y la frase le gustaba a Caballero por más petulancia que detectaba en ella. Yo, por lo pronto, creo que también de él se podían predicar esas palabras.
-Lo vi poquísimas veces en estos últimos años, pero recuerdo una de ellas con claridad. Yo había publicado Las reputaciones, una novela sobre un caricaturista político de mucho poder y destinatario de muchas amenazas; si bien armé el oficio de mi personaje con las informaciones que me donaron Vladdo o El Roto, el personaje en sí mismo siempre tuvo en mi imaginación una estrecha similitud con Caballero.
Al comienzo de la novela, mi personaje dibuja una caricatura de sí mismo: “La calvicie prematura, la barba tupida y negra que había heredado de su padre y las gruesas gafas angulares, dos pequeñas cajas de acetato negro que no alcanzaban a esconder sus ojos desconfiados, su mirada estudiadamente desvalida”. Caballero nunca me confesó que se hubiera reconocido en ese retrato, pero uno de sus comentarios, cuando leyó la novela, fue: “El problema es que estas cosas no pasan. Ningún caricaturista tiene tanto poder. Y mucho menos reciben amenazas. A nadie lo matan por un dibujo”. Y concluyó, con esa sonrisa sarcástica que sólo se le veía en los ojos: “Fíjese en Rendón: tuvo que matarse él mismo”.
En enero de 2015, después de que los fanáticos islamistas asesinaran a casi toda la redacción de Charlie Hebdo en París, me lo encontré en un acto de solidaridad que se organizó de manera espontánea frente a la embajada de Francia. “Pues parece que esas cosas sí pasan”, me dijo.

Dejó las novelas

Las novelas ya no eran lo suyo. Las había dejado de leer al final de su vida, o por lo menos eso dijo una vez, y prefería sus libros de historia o sus ensayos políticos. Escribió una sola, pero tan buena y tan pertinente que la seguimos leyendo mientras otras, de novelistas más constantes o más prolíficos, han quedado en el olvido.
No es imposible que mi generación haya aprendido a ver a Bogotá con esa novela, que no fue la primera novela sobre la Bogotá moderna pero sí la primera que leímos muchos, y cuyo título, Sin remedio, es una declaración de intenciones, una actitud que no era sólo la de un novelista. En la novela de Caballero, Bogotá es una ciudad horrible y hostil, pero sobre todo falsa.
Uno de mis pasajes favoritos sorprende a Ignacio Escobar leyendo y meditando al tiempo que lee sobre la ciudad que se desparrama ante sus ojos, y lo que lo obsesiona es la posibilidad de que Bogotá no exista, porque todo en ella viene de otra parte. Las palmeras pueden ser falsas palmas de Nueva Zelanda, los pinos pueden ser del Tirol y los eucaliptos pueden ser de Australia y los sauces pueden ser del Japón.
Los vendedores de artesanías, “porquerías de cuero y lata”, se llaman con un nombre en inglés: hippies. Los pobres sin casa que venden cigarrillos Marlboro en el semáforo se llaman con uno en francés: gamines. “Y esas motocicletas son Hondas, Yamahas, Kawasakis”, escribe Caballero. “Los que las montan son llamados los asesinos de la moto, y suelen ir armados con metralletas Uzi, una marca israelí”. Y enseguida:
“Nada de todo esto existe, sin embargo. El porte de armas de guerra está prohibido con rigor, como lo están la venta de Marlboro y la importación de Kawasakis. Nada de lo que veo es cierto. Bogotá, que ahora se llama así en lenguaje vulgar, pues en el burocrático recibe el nombre de distrito especial, no es Bogotá: es la Atenas suramericana; y ha sido muchas cosas: Santa Fe, Bacatá. Se ha ido cambiando furtivamente el nombre, como quien al dormir en un hotel de paso deja un nombre supuesto”.

Bogotá...

Su relación con la ciudad era tensa y difícil, para decirlo con cariño. Y, sin embargo, pocos bogotanos conocieron tan bien a Bogotá como Antonio Caballero. Aunque tal vez sea más preciso decir que pocos conocieron como él la Bogotá de otros tiempos, que eran los suyos: los tiempos, como nos dice en alguna parte, en que Caballero aprendía a leer y escribir.
La nostalgia de esa ciudad desaparecida, o más bien el recuerdo de esa ciudad que era lo único capaz de acercarlo a una emoción como la nostalgia, también era una de las pocas cosas capaces de que Caballero apagara el sarcasmo.
Después de un inventario de “una ciudad que se ha tragado ya media Sabana y ha corrompido el cielo cubriéndolo de una neblina amarillenta y negruzca de gasolina quemada y humaredas industriales”, después de describir “los peladeros estériles de Ciudad Bolívar”, el ojo de Caballero se fija en una mancha verde que parece “una laguna venenosa de cio o de mercurio” pero resulta ser los plásticos del basurero de Doña Juana, que se ponen “para que el viento no levante los desperdicios nauseabundos y los riegue por toda la ciudad”.
Tras este prólogo, cualquiera se sorprende al llegar a las siguientes líneas:
“Y sin embargo el espectáculo es muy bello. La ciudad inmensa, cuadriculada de plata y rosa, con el alfiletero de altas torres del centro. Allá abajo, casi a la vertical, la estación de la que arrancan los rieles del funicular y los cables del teleférico que suben vertiginosos rozando las copas de los árboles”.
En sus ensayos breves aprendimos otra forma de ver a Bogotá, y eso –ver y luego poner en palabras– es una de las cosas que hacen los novelistas. Pero es que Caballero sabía mirar: ahí están, como prueba, sus ensayos sobre pintura, cuyas frases sencillas y cuyos juicios demoledores sólo están al alcance de quien sabe mucho porque mucho ha visto, y lo ha visto bien.
Por ejemplo, el texto breve que escribió sobre Pierre Bonnard, “uno de esos pintores cuyo manejo mágico del color les permite pasarse por la faja las más elementales precauciones del dibujo, de la composición y la estructura”. Por ejemplo, aquel otro texto sobre Turner, que “no es ‘moderno’ a pesar de esas manchas que parecen de Sisley o Monet”, y donde “el agua en el aire, el fuego en el agua, la luz desintegrando la materia” son los elementos que prefiguran el impresionismo y la abstracción.
Estos textos se publicaron en España, durante un periodo de exilio al que se vio obligado Caballero, cortesía de la extrema derecha colombiana y sus amenazas de muerte; para muchos colombianos, que sólo conocen al comentarista implacable de la realidad política, estos textos podrían revelar a otro Caballero, o darle al que existe una nueva dimensión. Y recordarles, de paso, que Caballero fue un gran comentarista político porque la política no era lo único que le interesaba: o, mejor, porque no era tanto un comentarista político como un humanista que hablaba, entre muchas cosas, de política.
Pero el gran arte de Caballero, que tantas artes dominaba, seguirá siendo la columna de opinión. No hablaré de eso aquí, porque ya han hablado muchos de muchas formas, pero sí recordaré que, al contrario de lo ocurrido con sus textos sobre pintura o literatura o toros o cocina o historia de Colombia, Caballero pensaba con escepticismo y aun desapego en la posibilidad de reunir sus columnas en un libro.
Una vez se lo sugerí; me miró con los ojos pequeños, con esa expresión suya en que se mezclaban la conciencia de su lugar en nuestro paisaje intelectual con algo que sólo puedo llamar importaculismo, y me dijo: “¿Y eso para qué?”. Eso, por supuesto, cerró la conversación, pero a mí me habría gustado decirle que los lectores no leen sus columnas como él las escribía: para él eran fugaces; para muchos lectores son una historia episódica de este país cuya historia es tan difícil de contar.
Nadie sabrá nunca cómo hacía Caballero para que un género que tiene vocación de efímero, que se escribe para que se olvide al día siguiente, se convirtiera, en su caso, en una de las formas de la permanencia.
Podemos aventurar unas cuantas razones: el buen idioma, la inteligencia viva, la mala leche siempre a la orden del día y las obsesiones, aun las malsanas, siempre dispuestas a dictarle el siguiente tema. Para ver todo eso en acción buscábamos su columna cada semana. Ya han pasado varias sin ella, y uno no sabe si logrará acostumbrarse.

Un libro homenaje

La revista española Fusión Latina (Madrid) decidió hacerle un homenaje póstumo al escritor, periodista y caricaturista Antonio Caballero Holguín, quien fue uno de sus más destacados columnistas, publicando un libro, con el apoyo de la editorial Escarabajo, en el que se reúnen 30 textos que Caballero escribió entre el 2006 y el 2009 para la citada revista y para la Asociación Fusionarte, dirigida a los inmigrantes latinoamericanos en España.
El libro, titulado 'Un Caballero en España', también incluye textos de los escritores Juan Esteban Constaín, Juan Gabriel Vásquez, Piedad Bonnett y Santiago Gamboa, quienes han querido contribuir a arrojar luz sobre la figura de Caballero. El libro ya está a la venta en las librerías de Colombia.
JUAN GABRIEL VÁSQUEZ
PARA LA REVISTA FUSIÓN LATINA (ESPAÑA)

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