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La crónica de una Venezuela malherida

Vivir en un país maltrecho le dio a Catalina Lobo el derecho de escribir Los restos de la revolución

La jueza María Lourdes Afiuni fue detenida el 10 de diciembre de 2009 y sometida a malos tratos físicos, psicológicos y sexuales por las mismas mujeres a las que había condenado y enviado a prisión años atrás.

La jueza María Lourdes Afiuni fue detenida el 10 de diciembre de 2009 y sometida a malos tratos físicos, psicológicos y sexuales por las mismas mujeres a las que había condenado y enviado a prisión años atrás. Foto: El nacional. venezuela. GDA

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El 10 de diciembre de 2009, la jueza venezolana María Lourdes Afiuni decidió otorgarle libertad condicional al empresario Eligio Cedeño, por recomendación del grupo de trabajo sobre detención arbitraria de la ONU. Cedeño llevaba tres años preso a la espera de un juicio por el supuesto delito de burlar los controles cambiarios impuestos por el gobierno de Hugo Chávez, y el mundo entero consideraba un exabrupto su larga “detención preventiva”.
Esa misma noche, en una de sus conocidas cadenas televisivas y radiales, Chávez clamó en horario triple A: “Esa jueza tiene que estar en la cárcel, con todos sus derechos. Tiene que pagar con todo el rigor de la ley lo que ha hecho y (lo mismo) cualquier otro juez que se le ocurra hacer eso…”.
Afiuni fue a prisión, donde terminó compartiendo espacio con varias de las criminales a las que ella había condenado, y sufrió abusos físicos, psicológicos y sexuales. Su caso adquirió relevancia en todo el mundo al punto de que pensadores como Noam Chomsky intercedieron por ella, sin éxito.
Este triste episodio, todo un punto de quiebre para la Rama Judicial venezolana, es uno de los que retrata con toda la maestría Catalina Lobo-Guerrero en su libro Los restos de la revolución, crónica desde las entrañas de una Venezuela herida. Se trata de un profundo y desgarrador testimonio en primera persona de una corresponsal periodística que fue a cubrir el día a día de un país inmerso en un inquietante experimento político, y terminó convertida en corresponsal de guerra en una nación irreconciliablemente dividida y en testigo de excepción del lento y progresivo desplome de una economía, unas instituciones, una confianza y una moral pública y hasta una alegría vital insuflada por la cultura y la geografía.
Catalina arribó a Caracas el 3 de marzo, y 48 horas después falleció Chávez, o más bien, las autoridades itieron ese día que “el comandante” había muerto. A partir de ahí fueron tres años y medio de cubrir noticias, la mayoría dolorosas y tristes, de entrevistar a cientos de personas, desde ministros y altos funcionarios, o de la oposición, hasta gente en guarimbas (protestas), en supermercados, en andenes y calles e inclusive en medio de tiroteos; de asistir a decenas y decenas de ruedas de prensa, y de no entrevistar a Nicolás Maduro ni a Diosdado Cabello, que nunca respondieron sus solicitudes.

El costo de una resistencia

Quizá lo más valioso del libro es justamente ese impresionante mosaico de rostros humanos, hermosamente comunes, que consigue armar la autora, y cuyas vivencias o padecimientos retratan las distintas facetas de un proceso político que fue atropellando todas las reglas del juego no solo de la democracia, sino los principios básicos de la economía, de la justicia, del Estado de derecho, en una orgía de informalidad, arbitrariedad y desgreño. La suma de esas historias termina armando un rompecabezas completo sobre cómo se derrumbó un país que presumía de ser uno de los más ricos del mundo, y una sociedad que se creía feliz. Sin adjetivos, sin calificar los hechos ni perder la imparcialidad ni el rigor, Catalina Lobo-Guerrero consigue dejar un testimonio para la historia amargo, desolador.
Así, de un lado están las caras de los que resistieron, de los que se negaron a seguir el sueño alucinado de un caudillo, Chávez, que fue deformándose hasta unos niveles de poder desmesurado en manos de un solo hombre; uno que sustituyó todo el aparato del Estado, las decisiones técnicas, la acumulación de conocimiento, las jurisprudencias, los protocolos y procesos institucionales, por los impulsos de temperamento y la ilusión mesiánica de una revolución para redimir a los pobres.
Todo ello, sin controles, contrapesos ni exigencias de responsabilidades o rendiciones de cuentas. También de los que siguen resistiendo tras la muerte de Chávez a esa segunda parte del experimento en la que un sucesor vacilante, Maduro, esconde sus falencias como estadista y resuelve sus dilemas con la opción de la brutalidad y la represión, todo sobre una moral colectiva muy precarizada y porosa ante la corrupción general.
Y no son propiamente los Henrique Capriles, los Leopoldo López, las María Corina Machado, los Antonio Ledezma, aunque todos ellos también tengan protagonismo en esta crónica, sino la gente común que dio la pelea de seguir haciendo su trabajo desde la épica de su cotidianidad.
Es poderoso, por ejemplo, el testimonio de la magistrada Blanca Rosa Mármol sobre cómo se fue quedando sola en las deliberaciones del Tribunal Supremo de Justicia (la Corte Suprema de ellos), cuando la aplanadora chavista fue cortando todas las cabezas que se mostraban independientes en sus sentencias. Mármol nunca pudo acostumbrarse a tomar las decisiones con un retrato de Chávez puesto a la fuerza sobre su pupitre. Estuvieron a punto de sacarla cuando votó a favor de Henrique Capriles, para quien el Gobierno exigía prisión preventiva, pero cometieron el error de juntar su proceso de destitución con el de otro magistrado chavista, usando los mismos alegatos, y no podían absolverlo a él y condenarla a ella. Salió porque se venció su periodo, pero ni siquiera esperaron a que su reemplazo estuviera nombrado para proscribirle la entrada al despacho. Ya todos los demás magistrados estaban coptados por el régimen; la justicia hacía rato, desde el episodio de la juez Afiuni, se había ido convirtiendo en un apéndice del Ejecutivo.
Tal vez, anterior a ese proceso de sometimiento de jueces y magistrados se dio el de los militares. El 11 de abril de 2002, la oposición organizó una marcha multitudinaria para ir hasta la sede presidencial, en Miraflores. del alto gobierno llamaron a los círculos bolivarianos (grupos de civiles que venían recibiendo entrenamiento militar y armas del Gobierno) para que acordonaran el palacio presidencial y defendieran a su caudillo. Ante el peligro inminente de una confrontación con sangre, el general Manuel Rosendo le advirtió al presidente que si no desarticulaba esos grupos irregulares, él renunciaría. Chávez lo destituyó de inmediato. Años después, el asistente de Rosendo contó ante una comisión investigadora del Congreso que había escuchado al ministro de Defensa, José Vicente Rangel, dar la orden a los círculos de atacar a la marcha, “así fuera con piedras y palos”.
Siete años después, otro general, Antonio Rivero, fue descabezado por negarse a saludar a Chávez con la frase ‘Patria, socialismo o muerte’, eslogan del Ejército cubano. En 2010, Rivero cuestionó públicamente la infiltración del Gobierno de ese país en todas las decisiones estratégicas venezolanas, pero ninguna entidad acogió sus denuncias. Años después se convirtió en el primer preso político de Maduro, luego de integrarse a un partido de oposición. Finalmente terminó en el exilio.
La obediencia del Ejército, que en la primera década fue a punta de purgas, se consolidó en el gobierno de Maduro, pero por medio de la entrega a los militares de casi todas las instancias de decisión, o sea, por medio de la compra de las voluntades de generales y coroneles, pero desde siempre en un juego de permisividad y de espionaje y contrainteligencia a la vez, en el cual se miraba hacia otro lado ante los actos de corrupción de los oficiales, pero se les abrían procesos y se les encarcelaba si dejaban de ser dóciles o se volvían incómodos.

Arrodillar a la prensa

Domar a la prensa fue el proceso más complejo y demorado, y no se ha terminado de consolidar ese sueño chavista de un periodismo acrítico y contemporizador. Los relatos de cómo se fueron clausurando medios, o asfixiándolos con demandas y medidas económicas, o no renovando licencias, o comprándolos a nombre de testaferros, ocupan una parte importante del libro, y adquieren un tono amargo y de respeto genuino hacia la figura de Teodoro Petkoff, el guerrillero original venezolano, emblema de la izquierda latinoamericana, quien desde los primeros días de Chávez advirtió que el coronel era “un chafarote” y tenía una “actitud de carrito chocón tan peligrosa que podía llegar a destruir el país”. Petkoff era el director de El Mundo, de donde lo sacaron por petición de Chávez; entonces fundó un tabloide, tal cual, que subsistió varios años como el mayor crítico del Gobierno. 
Editorial Aguilar
592 páginas
$ 63.000

Editorial Aguilar 592 páginas $ 63.000 Foto:.

El último eslabón de la institucionalidad venezolana cuya toma fue clave para conseguir la hegemonía absoluta fue PDVSA, la riquísima petrolera de donde proviene más del 80 por ciento del PIB nacional. Ahí, la cara para la crónica de Catalina Lobo-Guerrero la puso el ingeniero Julio Vicente Pérez, quien trabajó muchos años en la empresa y asistió impotente a una rápida politización en todos sus niveles, desde aquel famoso episodio de Chávez por la TV con un silbato gritando, en todo su histrionismo, los nombres de los gerentes que deberían irse de sus cargos: “Despedido”, “Off side”.
Luego del paro petrolero, entre 2002 y 2003, Pérez fue despedido junto con otros 18.000 empleados, sin ninguna justificación, pero sí señalados de ser enemigos del Gobierno, y PDVSA quedó en manos de gente sin ningún criterio técnico ni solvencia profesional. A partir de ahí, la estatal petrolera se convirtió en una caja menor de Chávez, sin auditorías, y para financiar alegremente muchos proyectos y propuestas de la megalomanía chavista. Así se patrocinaron las famosas misiones de salud, o de vivienda, pero también la campaña presidencial de Cristina Fernández en Argentina, el pago de una parte de la deuda externa de ese país, un estadio, carreteras y la sede de un sindicato en Bolivia, un canal público en el Ecuador de Rafael Correa, un hospital de VIH en Gambia, casas en Mali, una escuela en la India, un estudio para descontaminar el neoyorquino río Hudson y hasta el ofrecimiento a los habitantes de Harlem de sistemas de calefacción, algo que estos no aceptaron.

Aplaudían cada chiste

Del libro también es muy valioso el clamor de que todo este desastre no solo fue obra de Chávez, Maduro y otro puñado, sino de todos aquellos que salían aplaudiendo y vivando cada chiste y ocurrencia del caudillo o su sucesor, o asentían con la cabeza sus decisiones. En ese sentido también hay numerosos rostros de personajes cuya obsecuencia, miedo, oportunismo o silencio permitieron el crecimiento del monstruo. Y tampoco son los Diosdado, los Rangel (José Vicente), los Alí Rodríguez, que sí se mencionan en el libro, sino gente normal que dejó de hacer lo que tenía que hacer. Así, a una jueza como Afiuni o una magistrada como Mármol se les contrapone una Luisa Estela Morales, que llegó a ser la presidenta del Tribunal Supremo y ejecutaba las órdenes que venían desde palacio. Ella había sido destituida por corrupta cuando era jueza agraria en Yaracuy, pero como era cercana a la revolución y amiga personal de Chávez, la reintegraron y le perdonaron todo.
La grandeza moral e intelectual de un Teodoro Petkoff se contrasta con la pequeñez de un Eleázar Díaz Rangel, un periodista de izquierda con todo el prestigio y una reputación de años que se hizo trizas luego de que Chávez lo impuso como director títere en Últimas Noticias, el rotativo de mayor difusión del país. A pesar de todas las trabas y presiones de Rangel para no publicar temas que molestaran al gobierno, los periodistas del diario lograron difundir la última gran chiva del periodismo venezolano: las pruebas irrefutables de que los asesinatos en Caracas durante las protestas del 12 de febrero del 2014 fueron responsabilidad de agentes del Estado, y que fueron estos quienes dispararon, y no la multitud opositora a quien Maduro culpó de las muertes.
Unos generales como Rosendo y Rivero se ven engrandecidos al contrastarlos con otros como Miguel Rodríguez Torres o Hugo Carvajal, exjefes de inteligencia militar, gravemente señalados no solo de conspirar contra opositores y orquestar montajes en su contra, sino de tener vínculos muy directos con redes de narcotráfico. Hoy ambos están presos, el primero en Venezuela, y el segundo en España, a la espera de ser extraditado a Estados Unidos, donde se le acusa de narcoterrorismo.
Luego de casi cuatro años de trabajo febril, en los que la vida terminó traslapada con el desbarajuste del país, sus filas, sus hambres, su hastío, su desilusión, su terror, Catalina se devolvió a Colombia. En los últimos días en Caracas fue al Panteón Nacional, donde está enterrado Chávez y puso las manos sobre su tumba. No sintió nada distinto al frío del granito al o con la piel. “Había ido a despedirme, porque ya no quería vivir en un país que no termina de enterrar a sus muertos –escribe en el epílogo del libro–. Les temo a los fantasmas y sobre todo a los vivos que se obsesionan con revivir el pasado”.
Y se regresó con decenas y decenas de libretas y cuadernos rojos. Lo único que no podía dejar atrás. De ahí surgió este libro excepcional.
SERGIO OCAMPO MADRID
ESPECIAL PARA EL TIEMPO

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