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Natalia Espitia narra un doloroso episodio de su vida
En su libro 'Valiente como una niña' cuenta el brutal ataque que sufrió en Buenos Aires.
La noche de ese 15 de enero del 2013 me preparé para ir rumbo a un bar en Palermo Soho a celebrar el cumpleaños de Pablo, junto con mis compañeros de Aiesec. Me puse mi vestido favorito, un strapless rosado pálido de seda con minifalda de boleros. Salí de la casa de Chechu, en Recoleta, rumbo a la avenida Lleras, para tomar el bus hacia Palermo a las 9:30 de la noche.
Tomé el bus 39 y me bajé en la avenida Santa Fe; antes de llegar a Juan Justo, me di cuenta de que me había pasado de la calle concurrida por donde la gente camina hacia Soho y me sentí insegura porque divisé una calle oscura y sola. Pensé en coger un taxi, pero tomé la decisión de buscar la calle correcta e ir caminando a encontrar el bar. Había aprendido que en aquella ciudad la gente toma el bus a cualquier hora y que los sábados hay más gente en la calle. Me sentí indecisa sobre caminar o tomar un taxi. Finalmente decidí caminar. Sentí la cálida brisa del verano en Buenos Aires y pronto noté que en aquella avenida no había tanta gente, así que por instinto aceleré el paso.
A medida que iba caminando más rápido, empecé a sentir la presencia de alguien detrás de mí a unos metros. Unos pasos se sentían más cerca. No quise mirar atrás, pero empecé a sentir un corrientazo en mi espalda que me avisaba que debía huir. Seguí confiando en que nada pasaría sin correr, solo caminé rápido. Vi una pizzería a unos treinta metros, pensé que llegaría hasta allí y tomaría definitivamente un taxi.
Entonces me veo envuelta en un recuerdo, un capítulo casi oculto en mi memoria. Real y ajeno al mismo tiempo.
Me veo borrosa intentando volverme a vestir tal cual salí de mi casa. Cubriendo mis senos con aquel vestido fácil de quitar. Recuerdo un depredador sin rostro, quitándome a la fuerza el vestido y la dignidad, recuerdo su voz con un acento diferente al porteño diciéndome que me quería devorar contra el kiosco de revistas cerrado. Recuerdo un depredador masculino iluminado por las luces de los carros y la ciudad, de esos que buscan en las noches atacar sin piedad, recuerdo una mujer tratando de salvarse.
Grité con las fuerzas de mi alma. El forcejeo duró unos minutos y logré huir para convertirme en heroína de mi propia vida. Mi hembra enfurecida hizo lo que siempre tuvo presente, salvarse y protegerse de aquellos depredadores. Esos que odió desde pequeña cuando salía a comprar pan a la tienda y me querían devorar con la mirada. Corrí, sudada y rota. El depredador, vencido, se alejó riéndose de su batalla perdida, lo vi ocultarse en la ciudad. Mis piernas temblaban como gelatina, caminé rápidamente hacia la pizzería donde había tres hombres fumando, lloraba sin lágrimas y como me enseñó mi mamá. Pedí ayuda. Esa noche no llegué al cumpleaños de Pablo. Cuando llegué a la casa, me quité la ropa, me bañé. Chechu no estaba esa noche, abracé la almohada encima de mi cabeza para calmar mis lágrimas y enterrarlas en la tierra para siempre.
Aquella memoria se ocultó para no culparme más por haber puesto mi carne viva con una falda tan corta a las 9:30 de la noche. Se convirtió en un recuerdo para la colección de mis culpas. Pero hay recuerdos que quedan anclados y se van oxidando con el tiempo.
La conversación con Alejandro me expuso en mis más profundas sensibilidades. Por un lado, no quería perder mi trabajo, pero, por el otro, quería sanarme porque acaba de abrir una herida dolorosa y profunda. Le conté aquella vez que casi me violan en una calle en Buenos Aires, y él solo me dijo: “Natalia, deja de llorar y aprende a montar bicicleta”.
El libro es de Intermedio Editores. Foto:Archivo particular
Yo era una mujer aparentemente fuerte, que había pasado muchas pruebas en su vida, pero a veces parecía un Bambi ante cualquier situación cotidiana. Ok. Y eso qué carajos tiene que ver con todo lo que acabo de contar. Seguía sin entender.
“Aprende y hablamos”.
En la oficina, aparte de escribir mal, era conocida por no saber montar bicicleta. Aquella confesión mía sobre mi miedo con la bicicleta se volvió un tema de conversación en el almuerzo. Me preguntaban una y otra vez, desde “¿tuviste infancia?” hasta comentarios fuera de lugar como “¿perdiste la virginidad con la bicicleta y por eso no volviste a montar?”.
A ver, no aprendí a montar bicicleta por una simple razón. Mi papá y mamá omitieron ese paso porque me vieron muy feliz con los patines, me compraron una bicicleta de Barbie, rosada con blanco, que se quedó con las rueditas de atrás. Enseñarme tomaba tiempo y mis papás vieron que era demasiado complejo impulsarme a quitarle las rueditas. También omitieron ese paso porque crecí en un barrio no tan seguro y, dejarme en una bicicleta implicaba ponerme en peligro.
Mi única amiga de la infancia se llama Luisa, y con ella permanecíamos casi el 96 por ciento de nuestros días en la casa de alguna de las dos jugando. La calle no era lo de nosotras, era insegura y no crecimos en un conjunto residencial, entonces nuestro mundo era nuestra burbujita con barbies, televisión por cable, un Family, casetes y una miniempresa de helados caseros. Los patines los utilizábamos en la calle cada vez que podíamos, con supervisión de quince minutos, y la bicicleta se quedó oxidada en el cuarto de los chécheres.
Alejandro no quiso decir más. Solo se limitó a darme aquel consejo sin medir las consecuencias. Yo pedía a gritos una forma diferente de ver el mundo; él llegó para eso, llevarme a descubrir una pieza clave en mi vida. Alejandro abandonó la idea de indagar más sobre mi evidente inseguridad y pánico, me dijo que revisara de nuevo la carta para Mauricio Vélez y que se la volviera a entregar. No perdí mi trabajo. Me recordó que escribir no era tan difícil y que debía estar más segura de lo que hacía. Yo respiré y empecé a estabilizarme poco a poco. Lo peor había pasado, y ahora no sabía qué hacer con todas las palabras que están ya fuera de mí.
Le agradecí y esa noche decidí buscar a mi mamá. Le conté preocupada que mi puesto estaba en la cuerda floja y que no soportaba cometer un error más. Odiaba cometer errores. Es algo con lo que aún lucho. No poder ser “doña Perfecta”, nunca lo he sido y nunca lo seré, pero aquellos errores repetitivos eran uno de los tantos detonantes de mis malvados ataques de pánico.
Le conté a mamá sobre aquella conversación, y me animó con su sabiduría.
“Nata, yo tampoco aprendí a montar bicicleta. Mañana vamos a ir juntas”.
Seguí el consejo de Alejandro y el impulso de mi mamá sin cuestionar demasiado. En aquel momento, lo único que necesitaba era desbloquearme, volar, abrir mi caja oculta y limpiarla. Encontré en Facebook un grupo que enseñaba a montar bicicleta a adultos y emprendí la misión secreta que me había dado Alejandro incrédula, pero con la esperanza de lograrlo por fin a mis veintisiete años.
Mi mamá me acompañó a mi primera clase con los voluntarios de la Biciescuela, colectivo bogotano que enseña a las personas adultas a pedalear desde cero.
“Mira al frente, no mires abajo y confía”, decía nuestro instructor.
Parece simple el acto de pedalear con un aparato metálico, la gente no sabe lo que es aprender de adulto porque parece que volar en la bicicleta es un acto instintivo. ¿Y si nuestros bloqueos tienen que ver con nuestro vuelo?
Para esa mañana lo único que pensé fue: ‘Esto me puede quedar grande, pero no puedo morirme sin intentarlo’. Pensé en todas las cosas que me habían costado trabajo:aprender inglés, salvarme aquella noche en Buenos Aires, renunciar a la publicidad, sanar varias veces el corazón y graduarme y tener ese trabajo por el que tanto luché. Entonces, en honor a todos los actos heroicos de mi vida, me monté en esa bicicleta para domarla.