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Jaime Posada Díaz: el poder de las ideas

El ensayista y crítico literario fue director de Lecturas Dominicales, de este diario.

Foto: Claudia Rubio / EL TIEMPO

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El director de la Academia Colombiana de la Lengua, Jaime Posada Díaz –fallecido esta semana en Bogotá–, encarnaba, sí, el poder de las ideas, tanto por tenerlo como porque lo ejercía a cabalidad desde la política hasta el periodismo y la vida académica o universitaria, donde el intelectual era quien siempre llevaba las riendas.
En política, verbigracia, convocó a sus electores y libró intensas batallas parlamentarias con base en ideas, en proyectos de ley y programas de gobierno que en ocasiones pudo llevar a cabo de manera directa, sea en el Ministerio de Educación o la Gobernación de Cundinamarca, en la Organización de Estados Americanos (OEA) o la Organización de Naciones Unidas (ONU), para mencionar solo algunos de los destacados cargos públicos que ocupó desde su lejana juventud.
No obstante, en sus últimos días aceptaba, con dolor, que las ideas no tienen ya el poder de antes, sobre todo en la política, cuyo deterioro llegó a cuestionar en el Senado de la República durante un sentido homenaje que hace pocos años le rindieron, el cual aprovechó para demandar el regreso a la auténtica actividad proselitista, de profunda raigambre ideológica, como la que se manifiesta en las páginas de su libro sobre la trayectoria del pensamiento liberal en Colombia desde el siglo XVIII hasta fines del siglo pasado.
Y en cuanto al fascinante mundo de las letras, no era tan crítico o escéptico. Al contrario, celebraba que se mantuviera un nivel sobresaliente en la creación literaria, con figuras destacadas que al fin se dedicaron por completo al oficio de escribir, alejándose por ello de la vida pública para consagrarse a la novela, el ensayo, la poesía, etc., que era –anotaba– la especialización propia de los tiempos que corren.
Acaso –observaba– se perdió el encanto, algo idealista, de los escritores de antaño, quienes llegaban a las más altas posiciones del Estado por sus méritos y el reconocimiento que se les hacía por su enorme contribución al desarrollo de la cultura, la cual le parecía haber sido relegada en los asuntos prioritarios, decisivos, de la vida nacional.
Pero –anotaba, con ánimo conciliador–, la actividad intelectual continúa en auge, como en sus mejores tiempos.

Académico de alto vuelo

1985 fue el año en que Jaime Posada recibió los títulos que lo acreditan como académico de primera categoría tanto en la Academia de Historia –donde asumió con su estudio sobre el expresidente Alberto Lleras Camargo– como en la Academia de la Lengua, en cuya posesión disertó sobre Baldomero Sanín Cano.
Por cierto, en la Academia Colombiana de la Lengua, de la que era director desde 1993, tuvieron en cuenta para su postulación la amplia y brillante trayectoria como ensayista y crítico literario, en especial desde la dirección de Lecturas Dominicales del periódico EL TIEMPO, y sus libros publicados, sin olvidar su reconocido prestigio intelectual como hombre de letras que ejercía el periodismo en el marco de los más caros valores culturales.
Tres años después pasó a ser allí miembro de número, honor que solo alcanza un pequeño grupo de personas, equivalente al número de letras de la lengua castellana (precisamente a lo que alude tan singular título que debería ser ‘de letras’, no ‘de número’, por razones obvias).
A él le correspondió la letra G, cuya silla dejó vacante Rafael Torres Quintero al fallecer y que ocupó, entre los fundadores de la Academia, don Santiago Pérez, una de las figuras que más lo atraía como pensador, ideólogo del partido Liberal, presidente de la república en la época del radicalismo, ensayista y educador, formador de juventudes.
Sobre Santiago Pérez giró su disertación que siguió a la de monseñor Rafael Gómez Hoyos, quien le dio la bienvenida. En consecuencia, recorrió su extraordinaria parábola vital, aquella que se cerró en forma trágica, dolorosa, rodeado por la pobreza en París, después del terrible destierro de la persecución política que Caro desató en su contra.
Y al poco tiempo de ser miembro numerario, asumió como subdirector de la corporación, cuando esta era presidida por Antonio Álvarez Restrepo, quien al morir fue reemplazado por el padre Manuel Briceño Jáuregui, a cuyo lado continuó su labor directiva, de inmediato colaborador, hasta 1993, cuando fue elegido director.
Es que uno se mantiene vivo por el oficio. Si hubiera dejado de hacerlo, de trabajar sin descanso, estaría en silla de ruedas

A modo de balance

Desde su posesión como director de la ACL, Jaime Posada presentó su plan de trabajo a través de diferentes programas que aún tienen como principal objetivo la defensa del idioma por todo lo que representa para la cultura y la vida misma de los pueblos.
Por ello, en cabal desarrollo de la labor central de tales instituciones en el mundo entero, nuestra Academia de la Lengua fomenta la lectura, pilar por excelencia de la formación educativa y cultural, con la permanente promoción del libro a partir de la obra maestra de la literatura castellana: Don Quijote de La Mancha.
Rinde, en fin, culto a la tradición, a la historia, que son nuestras raíces. Pero no se queda en el pasado. Le apuesta al futuro, a las tendencias avanzadas del pensamiento contemporáneo, como el proceso acelerado de la integración económica en plena globalización, en la que también el idioma español debe jugar un papel protagónico, lejos de ser arrasado por la influencia creciente del inglés.
Por tal motivo se han creado comisiones especializadas que antes no se mencionaban siquiera en la Academia, vinculando a destacados representantes de la literatura, la poesía, el teatro, el periodismo y la economía, además del fortalecimiento del núcleo de lingüistas, expertos en abordar los tecnicismos de moda.
E integración, como es lógico, con el resto de academias, en especial con sus similares de España y América, aunque en un plano de igualdad, de trabajo complementario y en contra de la dependencia que antes existía frente a la Real Academia Española, reflejo quizás del colonialismo que por varios siglos sucedió al descubrimiento del Nuevo Mundo.
Integración, por lo demás, alrededor de proyectos como los llamados panhispánicos, fruto de la colaboración conjunta de las academias a través de sus delegados; la elaboración de una gramática de la lengua española, con su respectivo manual, y nuevos diccionarios como el de Americanismos y el Panhispánico de dudas, hasta el Esencial y el Histórico de la lengua española.
Como si lo anterior fuera poco, otro proyecto de las academias es acerca de la ortografía de la lengua española, dando la debida importancia a un tema que tiene hondo significado histórico, cultural, desde el origen etimológico de las palabras, a pesar de lo dicho en su contra por escritores tan connotados como Gabriel García Márquez, nuestro nobel de literatura.
“En esos proyectos –observaba Jaime Posada–, la Academia Colombiana de la Lengua ha tenido gran participación”.

Obras Completas

En la última etapa de su vida, Jaime Posada se dedicó más al trabajo literario, a escribir más y más libros que fueron conformando la amplia producción bibliográfica que empezó en sus años mozos, juveniles, cuando apenas tenía dos décadas a cuestas.
Su generación fue posterior a la de Los Nuevos, apareciendo sus primeras publicaciones a mediados de los años cuarenta del siglo pasado, para combatir los regímenes totalitarios, de izquierda y de derecha, que pretendieron arrasar con la cultura occidental al desencadenar la Segunda Guerra Mundial, fenómeno que lo marcó tanto como la bomba atómica que le puso punto final con la victoria de los países aliados.
La democracia liberal fue su libro primigenio, al que le siguió La revolución democrática (publicado por la editorial Espiral, de Clemente Airó), ensayos de historia política, una línea que había mantenido hasta ahora, como lo demuestra también su citado estudio sobre Lleras Camargo.
De igual manera, los temas educativos fueron objeto de su reflexión permanente, según lo confirman sus Memorias del Ministerio de Educación y La revolución de las escuelas, que era el eco de la revolución educativa perseguida desde su adolescencia, o el libro titulado Educación, democracia y país, donde expone sus ideas–fuerza no solo sobre la formación escolar sino acerca de sus firmes convicciones como demócrata con hondo sentido patriótico.
O su volumen en torno a Juan Pablo II, que sigue las orientaciones sociales trazadas por la Iglesia católica desde la encíclica Rerum Novarum, o el que aborda la trayectoria del pensamiento liberal, o el que dedicó a escritores nacionales, con presentaciones tanto individuales como de movimientos literarios, desde Miguel Antonio Caro y Rufino José Cuervo hasta su generación.
Precisamente, el Instituto Caro y Cuervo publicó el tomo inicial de sus Obras Completas, estando pendiente su continuación, la cual incluirá sus próximos trabajos, como La odisea del pueblo colombiano y su libertad, a los que se entregaba con fervor, en los fines de semana, cuando la Universidad de América, de la que fue presidente y rector, se lo permitía.
“Mientras tenga vida, hay que escribir”, decía.

Colofón

“Es que uno se mantiene vivo por el oficio. Si hubiera dejado de hacerlo, de trabajar sin descanso, estaría en silla de ruedas”, agregaba en su estudio privado en Bogotá, rodeado por libros suyos y de sus amigos, por fotos históricas con algunas de las personalidades nacionales y mundiales más sobresalientes del siglo pasado hasta hoy, por archivos que consultaba de tiempo atrás y por docenas de diplomas que lo exaltaban en justo reconocimiento al hombre de letras, escritor, periodista, académico, líder universitario, diplomático y político, algunas de sus múltiples facetas en una vida meritoria y prolongada que esta semana llegó a su fin.
Con razón, él se sentía realizado, sin frustraciones ni nada que lamentar en el fascinante mundo intelectual al que consagró su existencia.
JORGE EMILIO SIERRA MONTOYA
Miembro correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua.
PARA EL TIEMPO

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