Hace 50 años el filósofo estadounidense John Rawls (1921-2002) publicó A Theory of Justice, la obra de filosofía política más importante del siglo XX. He dictado varios cursos de pre y postgrado sobre esta obra, y puedo decir que, en mi opinión, este libro contiene muchas de las ideas, los argumentos y las intuiciones que podrían ayudarle al mundo a salir de diversas encrucijadas políticas, económicas y sociales en las que actualmente se encuentra.
En esta obra Rawls renovó la reflexión filosófica sobre la política, elevándola a niveles de discusión que la pusieron mucho más allá de coyunturas y urgencias del momento, y también de los embotados y repetitivos enfrentamientos entre las corrientes filosóficas dominantes por entonces, el marxismo y el utilitarismo. La filosofía política no volvió a ser la misma. Había alternativas, y eso lo entendió el mundo académico del derecho, la economía, la ciencia política y la sociología.
Ya las primeras recepciones del libro dejaron ver su extraordinario potencial filosófico. Recibió fuertes críticas, provenientes de todas las orillas ideológicas. Robert Nozick, colega de Rawls en Harvard y representante de los libertarians de derecha, le objetó una presunta tendencia antiliberal que, en últimas, terminaba favoreciendo una concepción del Estado en la que los ricos, honestos y respetuosos de la ley, sin haberle robado nada a nadie, tendrían que aportar de su bolsillo para que los menos favorecidos de la sociedad pudieran mejorar sus condiciones de vida.
Otro colega de Harvard, Michael Walzer, criticó a Rawls por su también presunto individualismo extremo, que, según él, consideraba al individuo en abstracto y al margen de las múltiples determinaciones comunitarias compartidas que lo definen.
la igualdad, pensaba, no se construye ni se logra dándoles prioridad a las libertades individuales o a los bienes primarios
Por su parte, Ronald Dworkin, destacado estadounidense, que sucedió a H. L. A. Hart como profesor de Filosofía del Derecho en Oxford, le objetaba a Rawls ser demasiado liberal y poco igualitarista en cuanto a bienes primarios como alimentación, educación y salud. Algo similar le criticó a Rawls –y también a Dworkin– el futuro premio Nobel de economía Amartya Sen: la igualdad, pensaba, no se construye ni se logra dándoles prioridad a las libertades individuales o a los bienes primarios, hay que dársela a las capacidades de personas y pueblos para transformar su entorno.
En varias de sus obras posteriores, como Liberalismo político (1993) y Justicia como equidad. Una reformulación (2001), Rawls respondió a muchas de las críticas que su obra de 1971 había recibido a lo largo de todos esos años. En ellas también precisó y reformuló algunos de sus planteamientos y argumentos iniciales, pero siempre mantuvo lo esencial de su teoría y, sobre todo, de su método, que en algún momento describió como “constructivismo kantiano”.
En mi opinión hay dos temas que en Una teoría de la justicia no recibieron el trato que hubieran debido y podido tener: una mayor preocupación por los temas ambientales que obligue a pensar en una economía más justa, no solo en lo social, sino también en lo global y su relación con el medio ambiente y el uso de energías limpias, y un reconocimiento más explícito del papel y la importancia de las mujeres, a nivel mundial, en la construcción de sociedades más justas e igualitarias.
Creo, sin embargo, que ambos asuntos pueden ser integrados –y de hecho ya han sido integrados– en los posteriores desarrollos de pensadores que, inspirados, motivados o confrontados por Rawls, dan continuidad a sus ideas, como los alemanes Thomas Pogge y Jürgen Habermas, las norteamericanas Carol Gilligan y Martha Nussbaum, y el mismo Amartya Sen.
John Bordley Rawls nació el 21 de febrero 1921 –hace exactamente 100 años– en Baltimore. Estudió Filosofía en Princeton, donde fue alumno de Norman Malcolm. Su tesis de licenciatura fue ‘Consideraciones sobre el significado de del pecado y de la fe’, y en algún momento pensó en hacerse sacerdote. En lugar de eso, se enlistó para la guerra en 1943 y fue enviado a las fuerzas del Pacífico. Esa experiencia le hizo cambiar su visión de la religión: le pareció escandaloso que los capellanes de guerra exhortaran a las tropas diciendo que Dios dirigía sus balas para eliminar a los enemigos. Dicha decepción fue una de las experiencias que lo condujeron a centrar toda su actividad académica posterior en el tema de la justicia.
En dichas condiciones de ignorancia, y solo bajo esas condiciones, se nos pide a todos que pensemos cuáles deberían ser los principios supremos de justicia que rijan dicha sociedad
El punto de partida de Una teoría de la justicia es bien sencillo, y Rawls mismo lo describe con la imagen de un “velo de ignorancia” que hace posible la “posición original”. Imaginemos que vamos a tener que vivir en una sociedad cuyas características particulares desconocemos; de esa sociedad solo sabemos que habrá diferencias profundas entre las personas, en cuanto a credos y convicciones de fondo, y que los bienes son escasos, es decir, no son infinitos; ignoramos completamente qué posición vamos a ocupar en esa sociedad, si seremos hombres o mujeres –o alguna minoría con una orientación sexual no tradicional; no sabemos si seremos ricos o pobres, si tendremos trabajo o seremos desempleados; tampoco, si seremos afrodescendientes, población desplazada o emigrante, o minoría étnica; tampoco sabemos si en esa sociedad tendremos esta o aquella religión, o si tendremos o no alguna religión.
En dichas condiciones de ignorancia, y solo bajo esas condiciones, se nos pide a todos que pensemos cuáles deberían ser los principios supremos de justicia que rijan dicha sociedad o, mejor, los principios que definan la estructura básica de esa sociedad.
Rawls cree, de una manera que parece ingenua, pero que ciertamente no lo es, que después de darle muchas vueltas al asunto todos los que se colocan bajo el velo de ignorancia acaban proponiendo los dos principios de justicia alrededor de los cuales construye su teoría en las 587 densas páginas de la edición inglesa de su obra.
Un primer principio de igualdad en las libertades y un segundo principio de diferencia. El primer principio dice que en una sociedad justa cada persona debe tener el esquema más extenso de libertades básicas que resulte compatible con un esquema similar de libertades para otros; en otras palabras, se garantiza igualdad de libertades para todos.
El segundo principio dice que en dicha sociedad se permite que haya desigualdades sociales y económicas solo si dichas desigualdades resultan en beneficio de los menos aventajados, y que en ella los cargos y puestos estén abiertos para todos bajo condiciones de igualdad de oportunidades, es decir, que haya igualdad de oportunidades.
Rawls estaba convencido de que no toda desigualdad personal o social es por sí misma injusta. Hay personas naturalmente más talentosas que otras y hay circunstancias culturales, ambientales y educativas más favorables al desarrollo económico que otras.
Lo que sí es injusto e inaceptable en una sociedad que, además de eficiente, quiera ser justa es que la estructura básica de la sociedad sea indiferente ante las desigualdades sociales y que los más talentosos y aventajados, que han construido su riqueza en contextos sociales complejos, crean que no les corresponde aportar lo suyo para disminuir la brecha entre los menos y los más aventajados. Rawls pensaba, y así lo sostuvo siempre a lo largo de las diversas variaciones sobre las cuales comentaba, ampliaba o reformulaba sus dos principios de justicia, que el primer principio tenía prioridad sobre el segundo, es decir, que las desigualdades sociales no deberían reducirse sacrificando el esquema de libertades iguales para todos.
También pensaba, y eso constituye uno de los fundamentos teóricos más importantes de toda su obra, que lo justo puede ser alcanzado independientemente de, y debe tener prioridad sobre, lo bueno, entre otras razones teóricas, por la sencilla razón práctica de que, sobre lo bueno, tematizado en diversas religiones y cosmovisiones filosóficas, los seres humanos no se ponen de acuerdo fácilmente.
Por el contrario, para que una sociedad pueda ser considerada justa, lo justo sí puede ser acordado por personas y grupos sociales con diversos credos religiosos y opciones de vida. Para ello, lo único que se requiere es un punto de partida que pueda ser aceptado y asumido por todos, sin necesidad de renunciar a sus más profundas convicciones religiosas, metafísicas o morales. La suya fue una propuesta filosófica en contra –nada menos que– de Platón, para quien lo justo es absolutamente inseparable de lo bueno. Eso explica que su obra haya causado tanta polémica.
VICENTE DURÁN CASAS, S. J.*
* Profesor Titular de la Facultad de Filosofía - Pontificia Universidad Javeriana