¿Hasta dónde van a llegar los abusos en este país?
Acaba de pasar la temporada de fiestas y paseos que la gente suele organizar con su familia a finales de año. Y les cuento que mi correo electrónico no ha vuelto a descansar desde mediados de enero. Andan buscando a alguien que les oiga sus protestas y reclamos. Las denuncias que hacen son cada vez más interminables y más graves.
Las acusaciones más repetidas son contra el maltrato, el incumplimiento y los precios de aerolíneas, restaurantes y hoteles. Todos estos ciudadanos reclaman justicia y quieren ver alguna autoridad que les proteja sus derechos.
Para que ustedes tengan una idea precisa de lo que está pasando, me he puesto en la tarea de escoger varios casos, muy representativos de todo lo que me llega.
Mis corresponsales me piden que mantenga sus verdaderos nombres en reserva para evitarles conflictos. No son gente de problemas. Son ciudadanos respetables que están molestos con justificada razón.
Pasaron un año entero, con sus esposas e hijos, planeando las vacaciones, soñando con el mar o la montaña, pero al llegar la hora se encuentran con una tremenda odisea de contratiempos. El placer tan anhelado, y para el cual estuvieron ahorrando con tanto esfuerzo, se les volvió percance y terminó en disgusto.
Este es el momento preciso, pasada ya la temporada de diciembre, para ocuparnos del caso, ahora cuando ha vuelto la normalidad aparente de la vida cotidiana y varias aerolíneas han entrado de nuevo en la competencia de abaratar los pasajes de vuelos nacionales, poniéndolos en 48.000 o 49.000 pesos.
Empecemos contándoles a ustedes varias historias relacionadas con los pasajeros de las empresas de aviación. Ese es, a propósito, el caso del señor Iguarán, nativo de La Guajira y residente en Bogotá.
El virus y la aerolínea
“A finales de diciembre –comienza narrando él– mi esposa y yo salimos positivos en las pruebas del virus. Nos vimos en la obligación de posponer nuestro viaje a Cartagena. Avianca, muy amablemente, entendió que se trataba de un motivo de fuerza mayor, por lo cual nos envió un número para que cambiáramos nuestra reserva sin penalidad alguna”.
El día 3 de enero los médicos dieron de alta a los Iguarán. Había terminado ya la enfermedad. “Entonces, el 3 de enero, intentamos cambiar la fecha de reserva por internet. Nos contestaron que era necesario comunicarnos directamente con el call center de Avianca”.
Ahí fue donde empezó el verdadero drama. Llamaron al número suministrado por la aerolínea y una grabación les informó que el tiempo de espera sería, aproximadamente, de una hora.
“No teníamos más opción que esperar –prosigue Iguarán–. Pasada la hora completa, nos atendió un asesor. Nos dijo que no había problema y que esperáramos en línea cuatro minutos más”.
Entonces se cortó la llamada.
Más llamadas y más dinero
Sabiendo que no tenían otro remedio, procedieron a llamar de nuevo y a repetir todo el proceso. Una hora más y cuatro minutos más.
Entonces les dieron un nuevo número de reserva, pero les dijeron que debían pagar un excedente. Iban a cancelar el dinero con una tarjeta, y para ello tuvieron que comunicarse con otro teléfono de Avianca.
“Sin embargo –dice Iguarán, con desconsuelo–, apenas ingresamos los datos la llamada se cortó. Entonces, aunque parezca increíble, tuvimos que repetir esa operación tres veces más. La primera vez se cortó la llamada cuando íbamos a dar el número de la tarjeta. La segunda se cortó apenas ingresamos el número. La tercera parecía exitosa: dimos todos los datos que nos pidieron y nos dijeron que en un plazo máximo de ocho horas recibiríamos su respuesta”.
La respuesta fue que su pago había sido rechazado. “No nos dijeron por qué ni nos dieron explicación alguna. Agregaron que ahora teníamos que llamar de nuevo al call center o dirigirnos a un punto de venta. Considerando que ya habíamos perdido más de cinco horas sin resultado alguno, preferimos la segunda opción”.
Allí, en las propias oficinas de Avianca, el asunto se puso peor que por teléfono.
Se acabó el paseo
Iguarán concluye su relato con tristeza. Se le nota el desaliento en el propio texto de su mensaje.
“En el punto de venta de Avianca una empleada nos dijo que necesitaba una demostración de que estábamos curados del coronavirus. Ella misma llamó a nuestra EPS y allí le dijeron que ya habíamos sido dados de alta, que podíamos salir a la calle y viajar adonde quisiéramos. Ella no aceptó lo que dijeron los médicos y resolvió exigirnos una cuarentena de por lo menos catorce días”.
Fue en ese momento cuando desapareció la paciencia de que había hecho gala el señor Iguarán, dijo que la actitud de Avianca le parecía el colmo de los abusos. Y la señorita los amenazó con llamar de inmediato a la Policía.
“Luego nos hizo salir de la oficina y, con nosotros ya en la calle, una hora después nos atendió por el correo telefónico. Nos dijo que Avianca no autorizaba nuestro viaje”.
Guarda silencio un instante, deja pasar algunos renglones de su mensaje y luego prosigue con un final terminante.
“Lo único que falta es que Avianca nos multe por daños y perjuicios”.
Ajá, ¿y el Estado?
El otro mensaje que he escogido, entre el cúmulo de los que me han llegado, es el de un señor de Manizales que se apellida Sanclemente. Si ustedes miran con cuidado los episodios que él narra, tienen mucho parecido con la historia del señor Iguarán que acabamos de ver.
“Mi esposa y yo –empieza el señor Sanclemente– teníamos todo previsto para viajar por Avianca, de Bogotá a Cartagena, el miércoles 12 de enero. Pero en nuestra familia hubo un percance grave que nos obligó a posponer el viaje.
Fui a una oficina de Avianca y pedí que me devolvieran el dinero o me dieran un bono para un próximo viaje. La respuesta fue que no había reintegro ni tampoco bono. Que debía dar la fecha exacta del nuevo viaje y, además, pagar un excedente o, de lo contrario, perdería todo el dinero que ya había pagado. Me vi obligado a hacerlo sin saber si podíamos viajar en la nueva fecha que escogimos”.
En medio de la rabia, Sanclemente le escribió una carta de protesta a la Superintendencia de Industria y Comercio, que es el organismo estatal apropiado para defender el derecho de los consumidores.
“Me contestaron con una carta de dos páginas para decirme que mi denuncia no es de competencia de esa Superintendencia, aunque en su texto ellos mismos se describen como el organismo encargado de amparar a los ciudadanos. ¿Qué tal esa?”.
El señor Sanclemente dice que él no sabe qué fue lo que le produjo más indignación, “si la actitud de la aerolínea o la respuesta de la Superintendencia. Y entonces vine a enterarme de otro hecho insólito: la propia vicepresidenta de Colombia, Marta Lucía Ramírez, duró tres días llamando al famoso call center de Avianca y nunca le contestaron”.
Cuando los funcionarios de la empresa se dieron cuenta de quién se trataba, salieron corriendo a buscarla, la llamaron por teléfono, le presentaron sus disculpas y resolvieron su petición.
A propósito de ese episodio, Sanclemente me hace este comentario:
“Pero al pobre ciudadano anónimo, que tiene los mismos derechos, nadie lo atiende, no le contestan las llamadas ni le dan excusas. Lo peor es que eso no solo está ocurriendo en Avianca, sino también en numerosas empresas. Ya no hay con quién hablar. Todo es a través de robots. Y cuando por fin contestan, tienen a la persona durante largas horas, hasta que la llamada se cuelga”.
Todo ese drama empieza cuando el llama al aparato, el bendito call center (en español debería ser centro telefónico o centro de llamadas). Son casi interminables los mensajes que me están llegando por la pésima atención de esas máquinas electrónicas.
‘No le entiendo’
“Todo empieza cuando ese aparato le pide que marque el número de su cédula –me relata el señor Sanclemente–. Pero cuando usted lo hace, entonces le dice que vuelva a marcar y termine con la tecla #. Después le sueltan otras diez opciones para saber cuál es el servicio que uno necesita y así pueda digitar la opción indicada para que le atiendan su queja. Eso cree uno...”.
Pues, no. La máquina le contesta diciendo que no entiende su solicitud y que lo va a comunicar con un asesor.
Una hora después, una señorita de carne y hueso le vuelve a pedir el número de la cédula y le dice que espere en la línea mientras lo verifica.
“Otra hora esperando. Al fin, la señorita vuelve a aparecer y le pregunta cuál es su petición. Usted, llenándose de paciencia, le cuenta detalladamente las razones por las que no puede viajar. Entonces ella le dice que lo va a comunicar con el área encargada de ese tema. Al cabo de otra media hora aparece alguien en la línea y le dice, por tercera vez, que le dé el número de su cédula y que va a verificarlo. Y entonces la llamada se cuelga”.
Sanclemente coge aire y finalmente exclama:
“Que quiten el call center. Vuelvan a poner seres humanos”.
Epílogo
Los ciudadanos están esperando que alguien proteja sus derechos. El propio Estado lo sabe. Por eso es que un organismo oficial, la Superintendencia de Transporte, ha publicado varios boletines periodísticos sobre el particular.
En agosto pasado, ellos mismos revelaron lo que ocurrió en los primeros cinco meses del 2021. En proporción con el número de pasajeros que transportó cada una, la aerolínea que más quejas recibió de sus s fue Wingo.
Los pasajeros que más protestaron fueron los que salían de Bogotá, seguidos por los de Cali y Cúcuta. La segunda empresa fue First Colombia.
Y pocos meses después, en octubre pasado, otro informe de la misma Superintendencia de Transporte informó al país que las dos empresas aéreas que más reclamos y protestas habían provocado hasta ese momento eran Avianca y Viva Air.
Hasta aquí todo va muy bien. El asunto está claro. Pero a uno lo asalta una pregunta obvia: ¿se está haciendo algo por corregir esa situación?
JUAN GOSSAIN
ESPECIAL PARA EL TIEMPO