En la historia del conflicto armado en Colombia hay momentos de inflexión que explican por qué a pesar de todos los retos que el país sigue enfrentando en materia de seguridad la situación no es, ni de lejos, comparable con la que se vivía hace poco más de dos décadas, cuando tanto las Farc como los grupos paramilitares campeaban en regiones enteras del territorio.
En estos 20 años, en el país se desintegraron los dos ejércitos irregulares más peligrosos y sanguinarios de todo el hemisferio. Se dirá que nos quedaron las bandas criminales como el ‘clan del Golfo’ y las disidencias de las Farc, que siguen matando y traficando coca y oro ilegal a manos llenas. Pero capos como ‘Mordisco’, ‘Chiquito Malo’, ‘Iván Márquez’ y su ‘Segunda Marquetalia’ o el mismo ‘Otoniel’ no lograron concentrar el poder criminal y la capacidad de muerte que sí tuvieron, además por décadas, delincuentes como el ‘Mono Jojoy’ y –en el otro bando ideológico, pero en el mismo en cuanto a métodos criminales y formas de financiación– Carlos y Fidel Castaño.
A los señores de la guerra de las Auc les salió mal la negociación que iniciaron con el primer gobierno de Álvaro Uribe, y casi un cuarto de siglo después aún no son claras las razones por las que en su momento de mayor poderío militar y de ascendiente político accedieron a negociar el desmonte de sus fuerzas. En el caso de las Farc, las razones por las que después de 30 años de estarles, literalmente, mamando gallo a las negociaciones finalmente cumplieron son más claras: el enorme desgaste militar que sufrieron a lo largo de los dos gobiernos de Uribe y el primero de Juan Manuel Santos las forzaron a sentarse en la mesa y a firmar la paz en 2016.
Todo este carretazo histórico vale para señalar la importancia de las Fuerzas de Tarea –la Omega, que llevó a cabo la recuperación del Caguán tras el fracaso de las negociaciones con el gobierno Pastrana, la más conocida– y de los Comandos Conjuntos de Operaciones en los grandes golpes que llevaron al fin de las Farc como marca criminal. Por décadas, los celos entre fuerzas, incluida la Policía, llevaron al fracaso reiterado de operaciones contra los grandes delincuentes en el país. Las operaciones conjuntas de todas las fuerzas, incluida su inteligencia, bajo el mando de un solo oficial explican por qué una guerrilla que se había acostumbrado a ver a sus jefes morir de viejos y tomando whisky en sus santuarios terminó “correteada”, al decir de una comunicación interceptada al ‘Mono Jojoy’ (muerto en un bombardeo de la FAC en el que fue clave la inteligencia de la Policía, la operación Sodoma, en septiembre del 2010) a finales de la primera década del siglo.
El gobierno del presidente Petro y el comando de las Fuerzas Militares han oficializado el fin de esos esfuerzos conjuntos y un cambio de estrategia que justifican ante la nueva realidad del conflicto en el país.
Con un liderazgo tanto civil como militar que no ha sido precisamente el más destacado en materia de seguridad nacional, suenan válidas las voces que advierten de la necesidad de evaluar en profundidad las implicaciones de este paso. Mucho más cuando los efectos de la ‘paz total’ y de decisiones como la de proscribir los bombardeos y permitir la expansión de las narcosiembras han llevado a un escenario de renovado poderío de todos los actores criminales –Eln, disidencias y bandas– que, de no atajarse, nos podría devolver en la historia.
JHON TORRES
Editor de EL TIEMPO
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