Con madrazo incluido, y entre lágrimas, ‘Otoniel’, el capo del llamado ‘clan del Golfo’ –así le dicen las autoridades, porque la gente que padece su violencia en las regiones les sigue diciendo ‘urabeños’ o ‘gaitanistas’ a los de la banda–, fue finalmente extraditado a los EE. UU.
Esa extradición no es una más de las casi 700 que han sido autorizadas por el gobierno de Duque. Decenas de actos terroristas en el noroccidente del país, incluido un ‘paro armado’ que todavía asusta a varias decenas de municipios, y también los inquietantes movimientos de fichas de ‘Otoniel’ en Bogotá, en los alrededores del búnker de la Dijín (donde estuvo detenido desde su captura en octubre), demuestran el peligro que representaba dejarlo en Colombia.
‘Otoniel’ terminó como jefe del clan casi de carambola, porque esa banda fue descabezada tres veces en 5 años. Sus cerebros fueron Vicente Castaño y ‘don Mario’, que desde antes de la desmovilización ya habían definido hacerle conejo al proceso de paz entre los ‘paras’ y el gobierno Uribe.
Castaño –el gran poder del proyecto paramilitar en Colombia, quien por años estuvo moviendo hilos en la sombra, detrás de sus hermanos Fidel y Carlos– fue asesinado en una ‘vendetta’ interna de las Auc. ‘Don Mario’, hermano del ‘Alemán’, fue capturado en el 2009 y extraditado en 2018.
Del 2009 al 2012, la banda quedó en manos del hermano de ‘Otoniel’, Juan de Dios Úsuga, muerto en una quirúrgica operación de la Fuerza Pública.
Pero ‘Otoniel’, ese gatillero que llegó a jefe, logró evitar su captura por 10 años y, además, consolidar una red de apoyos en el Urabá y Córdoba que va más allá de la simple lógica del terror y la amenaza. El clan es la única banda surgida de la desmovilización ‘para’ que pudo mantener estructuras militares y sociales similares a los de los antiguos grupos ‘paras’.
En todos estos años, a pesar de los golpes constantes, el Estado no ha podido romper el poder de la banda en el narcotráfico ni imponer su autoridad en esas zonas donde las comunidades están cooptadas por los delincuentes, a tal punto que despiden en entierros con miles de personas a los capos muertos y hoy lamentan como propia la mala hora de ‘Otoniel’.
Lo que se necesita ahora no es solo garantizar que desde una cárcel federal el capo siga hablando, tanto en la JEP como en la justicia ordinaria, a la que tiene mucho qué contarle de sus redes de corrupción en la Fuerza Pública.
A la par de la persecución sin descanso contra los ‘Siopas’ y ‘Chiquitos malos’ que hoy se disputan ser la cabeza de la hidra, es necesario quebrar el imperio ilegal que aún hoy manda en muchas regiones de Chocó, el nordeste de Antioquia y el Nudo de Paramillo. Ganarse a esas comunidades con un Estado real, más allá del aparato militar y policial, sigue siendo una asignatura pendiente en esas regiones y en las otras donde los nuevos ‘Otonieles’ de las disidencias y el Eln siguen sintiéndose a salvo.
JHON TORRES
Editor de EL TIEMPO