La caída en Caracas de Gabriel Salinas, uno de los dos sicarios que asesinaron al fiscal paraguayo Marcelo Pecci en una playa de Barú, puede marcar un punto de inflexión en la virtualmente inexistente, en las últimas dos décadas, relación de cooperación judicial entre Colombia y Venezuela.
Salinas fue capturado casi por casualidad, cuando en un concurrido centro comercial de la capital venezolana su actitud llamó la atención de una patrulla policial. El cotejo de identidad reveló que había una orden de ubicación de Interpol en su contra y en esta oportunidad las autoridades del vecino país cumplieron: lo detuvieron y en apenas horas incluso lograron obtener una confesión en video. Salinas tiene varios procesos allá y no será extraditado, porque la Constitución Bolivariana lo protege de ser entregado a la justicia de un tercer país. Pero Caracas ha asegurado que pondrá a disposición de la justicia colombiana sus declaraciones, para que se siga avanzando en la investigación por el crimen que aún sacude a Paraguay.
Lo que ha pasado desde que el chavismo llegó al poder a finales de los 90, y más aún con la asunción de Nicolás Maduro hace casi una década, es que las circulares rojas y azules de Interpol contra delincuentes que se conoce que están en Venezuela son olímpicamente ignoradas. Eso pasó con los jefes de la antigua guerrilla de las Farc y sigue pasando con los del Eln y los de las disidencias, y con no pocos narcos y jefes de bandas que han encontrado refugio seguro al otro lado de la frontera.
En esos y otros casos, Caracas simplemente nunca ha cumplido con su compromiso de perseguir y capturar a prófugos de las justicias de otras naciones.
Ahora, con la llegada del gobierno de Gustavo Petro, a Maduro le va a quedar más difícil seguir haciéndose el de las gafas con los temas de cooperación para combatir la delincuencia binacional. Y difícilmente va a poder mantener el discurso totalmente contraevidente —cínico, dirían muchos— que esgrimió esta semana el ministro del Interior y de Justicia, Remigio Ceballos, quien llegó a asegurar que el que no colaboraba para combatir el crimen transnacional era el gobierno del expresidente Iván Duque.
Con los canales diplomáticos reactivados entre Bogotá y Caracas —y con el correspondiente oxígeno político que esto representa para Maduro—, lo que se esperaría es que en la agenda del embajador Benedetti el tema de la cooperación real y efectiva en materia de seguridad y justicia sea prioritario.
El Gobierno tiene que lograr también que Maduro y sus generales aprieten a los narcos
Hasta ahora, de ese tema poco se ha hablado. No se sabe, por ejemplo, de gestiones para lograr la entrega a la justicia colombiana de la prófuga exsenadora Aída Merlano.
Y si bien con el arranque de las negociaciones de la ‘paz total’ salen, al menos por ahora, de la discusión los ‘elenos’ y las disidencias, si es fundamental lograr compromisos para que Venezuela ayude a golpear a bandas como el ‘Tren de Aragua’ y otras que delinquen acá y allá y que han pelechado en todos estos años de ruptura de relaciones.
El Gobierno tiene que lograr también que Maduro y sus generales aprieten a los narcos que sacan la coca colombiana desde pistas al otro lado de la frontera, en Estados como Apure y Táchira.
Esos narcos (y de ese negocio sacan también millonarias ganancias el Eln y las disidencias) serían los principales afectados si los narcocultivos dejan de ser predominantes en regiones como el Catatumbo.
Por lo mismo, van a ser también la principal amenaza para cualquier iniciativa que de verdad busque sacar a los campesinos de la falsa ilusión de la coca.
JHON TORRES
Editor de EL TIEMPO
En Twitter: @JhonTorresET