Una foto lo dice todo.
La tomaron horas después del motín en La Modelo, de Bogotá, que dejó 23 muertos hace apenas unas semanas, y retrata la terrible realidad que se vive en casi todas las 132 cárceles de Colombia.
Una pesadilla que podría ser peor a causa del fantasma –muy real– del coronavirus, que se nos apareció para poner en jaque el manejo y la seguridad del sistema penitenciario en el país.
En un angosto corredor que sirve de enfermería improvisada, con rastros de sangre humana aún en el piso, casi dos decenas de presos esperan atención médica. Algunos lucen tapabocas sucios, y la mayoría se aferra a las cobijas de lana que, de no haberlo hecho, habrían perdido en medio del caos. Y en primer plano, en un piso alguna vez blanco, se ven botellas de agua llenas de un líquido amarillo: son las que usan los presos para aliviar la vejiga en las noches, para evitar peligrosos paseos a baterías de baños usualmente inservibles.
Esa fotografía, que acompaña la versión web de esta columna, muestra el terreno abonado que podría tener la pandemia en nuestras cárceles si el Gobierno, como ya empezó a hacerlo, no toma medidas de choque.
Las proyecciones parten de nuestra realidad: penales que en promedio tienen más de 50 años de construcción, con problemas de suministro de agua y en los que hay 38.952 personas más de las que deberían estar allí. Y ni hablar del precario servicio de salud a cargo del Estado.
Ya hay más de 30 casos de internos o guardias con covid-19, y tres muertos. Y en apenas horas empezaremos a ver cómo unos 4.000 reclusos, los menos peligrosos y de mayor edad, empiezan a salir a detención domiciliaria.
Al respecto, dos preguntas rondan a los colombianos: ¿serán suficientes los pasos dados para conjurar el riesgo? Y ¿cómo va a garantizar el Estado que los excarcelados no generen un nuevo problema, la inseguridad, por un eventual regreso al delito?
¿Respuestas? Ninguna perfecta. Los que se irían a la casa equivalen a la décima parte de la población en hacinamiento. Son, sin embargo, el grueso de quienes podrían ser más vulnerables.
Y en cuanto al control, parece poco posible que, al menos sin apoyo de la Policía, el Inpec pueda realizar visitas a los 4.000, cuando en condiciones normales pasa una semana o más para que alguno de los más de 30.000 actuales beneficiarios de casa por cárcel le vea la cara a un guardián.
Todos los peros no pueden desviarnos, sin embargo, de lo importante: hay que hacer algo. El Gobierno lo está haciendo, con los medios a su alcance y seguro con ajustes en las semanas que vienen.
La crítica situación humanitaria de las cárceles obliga al país a dar un salto de fe y correr los riesgos.
JHON TORRES
EDITOR DE MESA CENTRAL
EL TIEMPO