El quinto año del acuerdo de paz parece marcar el despegue definitivo de la Jurisdicción Especial de Paz, que aún con más expectativas que resultados concretos ha logrado consenso sobre la necesidad de fortalecerla y blindarla de los ruidos políticos que marcaron sus inicios.
Con el espaldarazo de los Estados Unidos, la ONU y la Corte Penal Internacional –tres pesos pesados de la arena mundial–, la JEP enfrenta ahora el desafío de demostrar que habrá justicia frente a los miles de crímenes cometidos durante el conflicto armado con las Farc. Naciones Unidas, además, hará verificación al cumplimiento real de las sanciones alternativas, un frente clave para aumentar la legitimidad del proceso de paz y en el que aún no se avanza.
Se trata, sin duda, de una responsabilidad mayor, y todos debemos estar atentos a que la promesa de verdad, justicia y reparación a las víctimas –la contraprestación por el fin de la guerra– no quede en el aire.
Pero una cosa debemos tener clara los colombianos: el cumplimiento cabal de la tarea de la JEP es absolutamente necesario para la paz, pero no es suficiente. Mientras todos estamos con los ojos pendientes sobre la justicia alternativa, poco se mira y poco se avanza en lograr que la justicia ordinaria siquiera aparezca en esa Colombia olvidada donde antes estuvieron las Farc y donde hoy siguen imponiendo la ley del monte los que tienen las armas.
Y no se trata solamente de hacer justicia frente a los crímenes más graves, como masacres y asesinatos. Intente usted sacar adelante un proceso por estafa, por solo poner un ejemplo, en Barrancominas, Guainía, o en Llorente, el corregimiento de Tumaco, que se ahoga en coca desde hace más de 20 años.
En esos y otros 300 municipios del país se necesitan más jueces y fiscales, y muy poco es lo que se ha avanzado en la tarea de ampliar la oferta de justicia a millones de colombianos que toda la vida se han tenido que resignar o a no denunciar o a buscar al actor armado imperante en la zona para que les resuelva, a su manera, el problema. Eso, cuando no optan por tratar de arreglar las cuentas pendientes por mano propia.
La Fiscalía y el Consejo Superior de la Judicatura tienen mucho que hacer en este campo, de por sí problemático porque en muchas regiones no existen aún condiciones de seguridad (al menos, no permanentes) y, además, porque no hay muchos funcionarios de carrera dispuestos a ir a hacer patria en los rincones más apartados del territorio.
El dilema del huevo y la gallina no se aplica cuando se habla de justicia y paz. Si hay una disputa, un crimen o el surgimiento de una organización delincuencial, pero el aparato de justicia funciona, es menos probable el surgimiento de una situación de conflicto.
En la construcción de la paz se necesita que funcionen tanto la justicia que se encargará de los crímenes de la guerra como la que atiende a los colombianos de las regiones, esas que apenas se están empezando a notificar de que el Estado llegó para quedarse.
JHON TORRES
Editor de EL TIEMPO