
Doce años tras el rastro de un hijo marcado como 'falso positivo'
“Homicidio por arma de fuego en presunto enfrentamiento con el Ejército de Colombia”, dice el expediente.
Hoy, pasados sesenta años, para Doris Tejada y Darío Morales, los padres de Óscar Alexander, una tumba representa algo muy distinto: una ilusión. Se imaginan frente a ella visitando la del quinto de sus seis hijos y llevándole flores. Pero primero deben hallar su cuerpo.
Doris y Darío disfrutan pidiendo a sus recién conocidos que adivinen cuánto tiempo llevan casados, para al final revelar –con orgullo–, que su matrimonio está por cumplir 46 años. Los últimos 12 años se les han ido en una tortuosa labor de búsqueda.
En 2011 se toparon con una infausta noticia: el 16 de enero de 2008, un batallón del Ejército había reportado a su hijo Óscar Alexánder como delincuente dado de baja en combate en El Copey, Cesar.
Según esa versión, en 17 días que no se ó con su familia había pasado de ser vendedor de ropa a miembro de un grupo armado ilegal.
Al comienzo buscaban a su hijo, pero tuvieron que asimilar que encontrarían sus restos. Les dicen que saben dónde están, pero todavía no los exhuman.
Y tendrán, incluso después de conseguir eso, otra lucha: hallar a los responsables del crimen y exigir justicia y verdad para limpiar el nombre de Óscar. Los apremia lo primero: “Necesitamos encontrar su cuerpo para enterrarlo, para tener una tumba que visitar, para llorarlo y dejarle una florecita”, dice Darío mientras se pasa la mano por su cabellera plateada en la que el blanco está ganando terreno.
Su esposa, que pronto cumplirá 70 años, pero intenta ocultar las canas en su pelo tinturado de negro, lo complementa: “Es que tenemos ese duelo ahí, congelado en el tiempo”.
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No es grande, pero podría ser un museo dedicado a Óscar, con sus paredes de bloque y el piso de cemento tapizados con los objetos que él dejó antes de su desaparición, ahora transformados en reliquias.
Óscar tenía 26 años cuando lo asesinaron. Ahora estaría por los 38. Su madre atesora un pañal de tela de sus primeros meses, el carné del jardín –con una foto en sepia de cuando tenía 5 años, que lo muestra cachetón y regañado–, una camándula de esferas gruesas, la nariz de payaso que usaba para hacerla reír, las miniaturas de unos perros en porcelana…
Todo reposa en una caja de recuerdos inspirada en ese hijo ausente.
No son solo madres, sino también hermanas, hijas y esposas; y no son solo de ese municipio, sino también de Bogotá o, como en el caso de Doris, de Fusagasugá.
Las une la historia de un ser querido que se llevaron lejos –por lo general engañándolo con falsas promesas de trabajo–, hasta llegar a un escenario disfrazado de batalla, para dispararle a sangre fría y vestirlo de guerrillero para luego tildarlo de enemigo, inflar las cifras de efectividad de un batallón y lograr así que los soldados recibieran permisos, ascensos o capacitaciones en el extranjero.
Mafapo, como se llama el colectivo que las agrupa, está conformado por 19 mujeres. Doris es la única que no ha recibido el cuerpo de su hijo.
Varias de ellas han tenido que asumir la lucha de buscar a su familiar y limpiar su nombre por cuenta propia, pero Doris siempre ha tenido un bastón desde casa.
“Nosotros llegamos a un acuerdo. Ella se encarga de la visibilización del caso de Óscar, de las vueltas de la investigación, de las actividades con las Madres, y yo de mantener la casa y conseguir los recursos para el sustento y para esas diligencias”, apunta Darío con su metro de sastre colgado en el cuello y el sonido de su máquina plana de fondo.
Doris y Darío se conocieron en Bogotá el 31 de diciembre de 1972 y resultaron casados apenas un mes y medio después. Con los años se fueron para Fusagasugá, donde nacieron y se criaron sus hijos.
La casa que tenían allá tuvo que ser vendida para solventar los gastos del caso de Óscar. Por eso ahora viven aquí, en un corregimiento de Soacha rodeado por montañas verdes y un río que desemboca en el Salto del Tequendama.
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Fue una pesadilla. Doris se despertó con escalofríos y náuseas. Estaba sudando. Sacudió a Darío para contarle la peor parte: en medio del potrero estaba Óscar, bañado en sangre. “Tranquila, mija, eso es que vamos a saber pronto de él”, le respondió Darío.
No fue pronto. Tuvieron que pasar tres años para saber que ese sueño vaticinaba lo que le sucedió a su hijo unas horas después, a casi 900 kilómetros de su casa.
Tras el levantamiento del cuerpo –que fue encontrado junto con el de otros dos jóvenes, Octavio Bilbao y Germán Leal Pérez–, el CTI registró en el acta que se trató de un “homicidio por arma de fuego en presunto enfrentamiento con el Ejército de Colombia”.
La evidencia, supuestamente, eran las armas que reposaban al lado de cada uno de los tres cadáveres. Pero varias piezas no encajaban en la historia.
Las pruebas de balística determinaron que Óscar no tenía rastros de pólvora en sus manos. Doris y Darío sabían que su hijo no podía estar involucrado en tal caso: siempre vivió cerca de ellos, conocían a sus amigos, estuvieron juntos 27 días antes de su muerte y escucharon su voz por última vez el 31 de diciembre.
Estaba en Cúcuta, a donde había llegado unos días antes a vender ropa que había comprado con el sueldo de su último empleo en Fusagasugá.
Para ellos, no hay forma de que en ese lapso se hubiera convertido en un delincuente que combatía contra el Ejército, al que perteneció dos años mientras prestaba servicio militar.
Entre las reliquias de la casa de Doris y Darío hay varias fotos. Algunas tienen un marco en lana que ella se ha encargado de coser de punta a punta, como la de un árbol frondoso en medio de un valle. Un árbol como el que Doris asegura haber soñado hace 12 años.
La imagen fue tomada en El Copey, Cesar, a donde llegaron el 7 de noviembre de 2014 acompañados de Mafapo y otras organizaciones.
“Ahora sé que faltan poquitos días para recuperar su cuerpo y para que esto no se quede en la impunidad”, le dijo Doris a La Silla Vacía antes del fin de la peregrinación. Desde entonces han pasado más de 1.896 días. No fueron poquitos.
Apenas dos días después de que el grupo regresó a Bogotá, un juez visitó la fosa. “A finales de ese 2014 nos informaron que el caso de Óscar pasó de la Justicia Penal Militar a la justicia ordinaria. Con eso se reconoció que mi hijo no era ningún guerrillero. Ese ha sido el mayor avance en todo este tiempo. Del cuerpo, nada”, apunta Darío, que en lo transcurrido desde aquel viaje ganó varias canas y arrugas.
Y no es en vano. Lo poco que ha sucedido en los últimos cinco años siempre resulta en decepciones. Por eso, Darío afirma que viven “una tortura china”. No han tenido siquiera una audiencia en la que se sepa cómo va la investigación.
En el sitio donde se presume que están los restos de Óscar y los dos jóvenes que asesinaron con él han adelantado dos exhumaciones, una en diciembre de 2017 y otra en mayo de 2018.
Pasaron varios meses entre esos procedimientos y los resultados de compatibilidad del ADN y, al final, los cuerpos no correspondieron a ninguno de los tres. “Yo tenía la certeza, estaba segura de que esta vez sí era. Cuando me dijeron que no, me enfermé, me dio la pálida”, dice Doris.
Lleva a cuestas el dolor de varias madres. Por eso, le encuentra el lado positivo a esa historia: “Después de que recapacité, vi que por mi lucha se hizo posible que se encontraran dos cuerpos y que se los pudieron entregar a sus familias. De todas maneras había gente que los estaba buscando”.
Aunque ella suele estar en la luz y Darío en la sombra, dice que “sin ese bastón”, nada sería posible. “Hay semanas que yo tengo que ir tres o cuatro veces a Bogotá y, cuando llego, mi viejito me está esperando con la comida lista, la casa arreglada. Hay días que llego destrozada, pero él siempre está ahí para consolarme”, señala Doris.
Tiene como bandera una sonrisa: “Óscar siempre fue el alegre de la familia. Si me veía llorando, me consentía, me consolaba. Por eso a mí no me borran esa expresión”. También es imborrable el rostro de su hijo, que se tatuó en el hombro derecho con las fechas de su nacimiento y asesinato.
Darío bromea con la edad de Doris: “Es que ella es un año mayor que yo, por eso me toca obedecerla”. Su lucha desde casa, dice, va por partida doble. “Yo he tenido que intentar asimilar dos duelos. El de la muerte de mi hijo Óscar, y el de sentir que ya no tengo a mi mujer conmigo: ella le entregó su vida a esclarecer el caso de nuestro hijo”, apunta con el habla entrecortada.
Pero él también lo ha hecho, no solo siendo el soporte de su esposa, sino en esas incontables jornadas repasando el expediente de su hijo para encontrar nuevas pistas.
Cada día que pasa descubren que el tiempo no es cura para la ausencia. Este enero su duelo cumple un año más, como dice Doris, “congelado en el tiempo”.
Créditos
Escuela de Periodismo Multimedia EL TIEMPO