Yo soy madre cabeza de hogar, tenía cuatro hijos. Lynda Michelle era mi hija mayor. Tenía 15 años. Vivíamos en Bogotá. Michelle era una niña supremamente feliz. Y aunque algunas personas decían que era una ‘loca’, para mí simplemente era una joven ‘auténtica’. Ella confiaba en todo el mundo. Le encantaban los deportes, era atlética, era alta. En un momento se vio muy atraída por el ‘skate’ y el BMX; le encantaba frecuentar parques, íbamos en familia porque le encantaban las pistas.
El parque Tercer Milenio es un lugar superlindo, desafortunadamente en el peor lugar de Bogotá, que es la zona de tolerancia. La mañana del 30 de noviembre, Michelle salió a montar bicicleta. Recuerdo que me quitó la moña para el cabello, me besó en la boca y se fue.
Ese día llegué tarde del trabajo, a las 9:30 p. m., y mi hija no estaba. Llamé a Cárol, una amiga de ella, y no me contestó, pero como siempre estaban juntas pensé que debía estar ahí. En la mañana, Cárol me regresó la llamada y me dijo que Michelle no estaba con ella. Ahí empezó mi pesadilla.
Se iniciaron los actos urgentes: buscarla en el barrio. Empezamos con mis hijos, con mi papá. Luego se hizo masivo con todos los amigos del barrio. Nadie la había visto.
En Medicina Legal me tomaron el denuncio y me hicieron una entrevista de 45 minutos en la que di todos los detalles: tatuajes, ‘piercings’, cicatrices, la forma de sus dientes, manos, pies, cabello. Me dijeron que no había llegado un cuerpo con esa descripción.
Me acerqué a la señora que atendía; se llama Angélica Rojas, nunca la voy a olvidar. Y le dije: “Por favor, quiero saber si ha entrado algún cuerpo con esa descripción”, y ella fue muy clara y dijo: “No, no ha entrado”. Y otra señora, que trabajaba ahí, dijo: “Aquí sí entró una mujer, pero de unos 30 años; el cuerpo fue levantado por el barrio San Bernardo, pero usted está buscando a una adolescente”.
Para las víctimas, para nosotras, el fin de la esperanza es la muerte. Y yo tenía muy claro que si yo no encontraba a mi hija muerta, pues ella estaba viva y viva la iba a encontrar. Salí de Medicina Legal con muchísimas inquietudes, pero también con muchísima esperanza porque dije: aquí no está.
Luego me llamó el reciclador que estaba ayudándome y me dijo: “Pregunté en todas las ollas y su hija no está”. Pero insistió en que debía buscar en el barrio San Bernardo. Llamé a una amiga que me asesoró y me acompañó ese día. Fue una simple corazonada. Fui a las 5:00 p. m., la hora más movida, cuando entran todos los consumidores. En ese momento entré como una mamá, con mi ropa normal, con unos tres mil volantes para pegarlos en todo el Centro.
Cuando tú entras a estas ollas es como en las pesadillas: hay muchas fogatas, hay muchas personas consumiendo drogas, cada quien está en su cuento. Para hacer una búsqueda debes desconectar la razón del corazón para llegar a la verdad. En ese momento se me acerca una mujer muy drogada y, al ver el ‘flyer’, empieza a gritar: “Sí sí sí, a esta niña la mataron”. Me senté a tomar aire y mi amiga me dijo: “Cálmese, que acabamos de entrar y usted ya está así”. En ese momento se acercó un señor que dijo que no, que la que mataron era una mujer y en la foto él veía a una niña.
El barrio San Bernardo se convirtió en mi segunda casa. Una señora me dijo: “Esto es una olla, un negocio organizado” y que no podía seguir entrando como una mamá, que tenía que sentarme, analizar y ver lo que pasaba allí adentro. Y ahí desconecté mi corazón.
¿Qué soy yo en esta olla? ¿Una persona del común, una investigadora encubierta?... Si seguía así, en cualquier momento me iban a matar.
Empecé a cambiar mi aspecto físico: oscurecí mi cabello para que se viera más sucio; se fueron el esmalte, los anillos, los aretes; cambié mis zapatos por unos tenis más viejos. Mi ropa no se podía ver limpia y usaba el mismo tapabocas oscuro todos los días. La sudadera se convirtió en el uniforme de búsqueda. El 7 de diciembre me di cuenta de que yo ya formaba parte de ese lugar, que yo ya era una indigente más.
El 9 de diciembre volví a preguntar en Medicina Legal y me volvieron a tomar los datos. Fue demasiado extraño porque en ese mes no entró ningún otro cuerpo femenino, solo el cuerpo de la mujer del 2 de diciembre. El 28 de diciembre yo me senté mirando hacia el sur y decía: no puedo más, creo que nunca la voy a encontrar. Todos mis familiares ya estaban agotados. La policía estaba de Navidad, con sus familias, con sus hijos; pero yo no la tenía a ella. El 29 de diciembre me desperté y tenía una llamada de Medicina Legal. Yo había ido el 4, 9 y el 16 de diciembre. Lo recuerdo porque el 16 empezaron las novenas de aguinaldo y todos tenían mucho afán de irse. Me dicen que si me puedo presentar el 31 de diciembre para tomar unas muestras de ADN y así tener mi información en su base de datos.
Hay algo que nos identifica a las madres de feminicidios y son los sueños. Esa noche soñé que me encontraba con mi hija después de tanto buscarla. En el sueño me decía: “No me busques más porque yo ya no estoy acá”. Me abrazó y empezó a caminar, desapareciendo en el camino.
Efectivamente sí era mi hija la que estaba en Medicina Legal, solo que su rostro había recibido demasiados golpes. Tenía la moña en la mano que le había dado esa mañana. Pasamos a tomar las muestras de ADN. Como en el momento de recoger el cadáver no tenía documentos, fue ingresado como NN y asumieron que era una mujer de 30 años.
El 7 de enero me la entregaron para darle una sepultura digna. El cuerpo ya estaba en un proceso de descomposición muy avanzado, así que tuvimos que pasar el dolor derecho y enterrarla muy rápido. Fueron demasiados atropellos.
* (Desaparecida el 30 de noviembre de 2020. Encontrada el 31 de diciembre de 2020)