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Fui un migrante ilegal y crucé 'El Hueco' tres veces para llegar a EE. UU.

Historia de un colombiano que atravesó el río Bravo y el muro para entrar al país del norte.

Foto de referencia.

Foto de referencia. Foto: iStock

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Fue una combinación de emociones. La muerte de mi mamá en 2006, sin duda, fue el detonante para querer un cambio de vida, pero esto estaba acompañado del 'sueño americano' que vi frustrado cuando me negaron la visa a Estados Unidos y las dificultades económicas que tenía en la época. Todo esto generó una implosión que me llevó a tomar la difícil decisión de dejar a mi esposa y mi hijo de 6 años en Colombia.
Tenía 27 años y el empuje necesario para creer que podía llegar a Estados Unidos por ‘El Hueco’. Lo primero que hice fue tramitar una visa para viajar a México, porque en ese entonces era un requisito incluso para los turistas colombianos. Me la concedieron y ahí empezó mi travesía.
*Esta historia está narrada en primera persona con información dada por el migrante colombiano que pidió expresamente no ser nombrado. El texto fue redactado por Ana Cristina Álvarez, periodista de ELTIEMPO.COM, y publicado el 10 de mayo de 2022.
Conocí en esa época a una señora que también tenía el mismo plan que yo, pero ella llevaría también a su hijo de 14 años. Les habían negado la visa y su hija mayor vivía en Estados Unidos. Ellos dos se convirtieron en mis compañeros de viaje y de adrenalina durante los días siguientes.
Volamos desde Bogotá hasta Ciudad de México el 18 de junio de 2007. En el control migratorio fingimos que íbamos por turismo. No conocíamos a nadie allí y nos hospedamos dos noches en un hotel económico y sencillo que quedaba en el Zócalo, en la Avenida Cinco de Mayo. Lo recuerdo como si hubiese sido ayer.
Cuando llegamos a la capital mexicana no teníamos ningún o aún que nos ayudara con el plan de cruzar a Estados Unidos. Los tres estábamos por nuestra propia cuenta y tomamos otro vuelo hasta Monterrey, ciudad ubicada al noreste de México. Hasta allí un extranjero se puede mover con tranquilidad y sin levantar sospechas, pero mientras más uno se acerca a la frontera, más riesgo empieza a correr.
El panorama cambió tan pronto pisamos Monterrey, a pesar de que no es una ciudad fronteriza. Desde la salida de los taxis que estaban en el aeropuerto empezó a operar el negocio de los traficantes de migrantes. La gente se acercaba, preguntaba y trataba de establecer si necesitábamos sus servicios para cruzar la frontera.
Para ese momento nosotros ya teníamos el primer o. Una señora muy bien arreglada, que había sido ada por el yerno de la mujer con quien yo viajaba, nos recogió en un carro moderno en el aeropuerto y nos llevó a comer.
Fui iluso y me dejé llevar por mi primera percepción de la situación. Creí que el paso por la frontera iba a ser muy fácil y para esto solo tendríamos que cruzar en ese cómodo vehículo.
El viaje con esa señora fue breve. Un par de horas después llegamos a la ciudad de Reynosa, la cual colinda con el estado de Texas (Estados Unidos). Durante el camino nos detuvo el Ejército e hicieron varias preguntas. Estábamos nerviosos porque esa zona no es turística y no es normal que un colombiano esté en ese punto limítrofe de México, pero no pusieron inconvenientes y pudimos llegar sin problemas.
Yo llegué a pensar que estaba jugando con mi vida y esa sensación se incrementó con el tiempo
En Reynosa, un pueblo con aire opaco, llegamos a la casa de la mujer que nos había recogido en Monterrey. Allí nos explicó que debíamos dejar nuestro equipaje, que solo eran morrales con lo más esencial. Ella dijo que los bolsos los pasaría ella en su carro y nos los entregaría al otro lado de la frontera para que pudiéramos hacer el cruce libres de equipaje. Sentí intranquilidad, pero accedí.
La mujer nos transportó finalmente hasta una estación de gasolina de Reynosa y allí terminó la parte 'cómoda' de esta travesía. Los 'coyotes' nos acechaban. Veían en nosotros la oportunidad de hacer dinero y el ambiente se sentía más turbio.
Nervios, adrenalina y la constante pregunta de en qué me había metido era todo lo que inundaba mi mente en ese instante. La mujer nos entregó a dos tipos que no estaban muy bien presentados y ellos nos llevaron a otra casa donde solo estuvimos una noche. Fueron horas largas por las malas condiciones que teníamos para dormir. Aunque no estábamos secuestrados, no podíamos salir. Era extraño.
La ansiedad se incrementaba a medida que el reloj avanzaba. Yo llegué a pensar estando en Reynosa que estaba jugando con mi vida y esa sensación se incrementó con el tiempo. Los hombres que nos dejaron en esa casa regresaron la noche siguiente. Traían unos neumáticos medio desinflados y empezamos una caminata de varias horas bordeando el famoso y peligroso río Bravo, el cuarto más largo de América del Norte.
Salimos de esa casa. Habían pasado unas cinco horas desde entonces. Nos estábamos acercando a uno de los momentos cruciales de esta travesía: cruzar el río. Es un afluente que engaña, puede alcanzar más de 20 metros de profundidad y su distancia de lado a lado varía entre 5 a 15 metros. 
El plan para cruzar consistía en inflar aquellos neumáticos y usarlos. Sin embargo, en ese momento, los hombres notaron que uno de los neumáticos que llevábamos estaba pinchado. Eso significaba una cosa: solo podíamos usar uno.
Los dos sujetos, antes de cruzar a cada uno de nosotros, calcularon por un rato cada cuánto tiempo pasaba una lancha de control migratorio inspeccionando el río, para saber cuánto debía tardar cada cruce.
Nos quitamos la ropa que teníamos puesta y la metimos en unas bolsas negras. Las cerramos de forma cuidadosa para evitar que se mojara lo único que teníamos.
Una vez teníamos medido el tiempo, empezamos a cruzar uno por uno. La señora, su hijo y yo fuimos ubicados en el medio del neumático. A los dos lados iban los dos 'coyotes' agarrados, con el cuerpo entre el agua.
Tan pronto estuvimos en tierra del otro lado, uno de los hombres que nos guiaba nos dijo: "No se muevan, no respiren". Una lancha de autoridades estadounidenses se había detenido justo en frente de nosotros. Alumbraron con linternas el área donde estábamos. Me acuerdo que mis palpitaciones aumentaron. Sabía que estaba pálido, aunque no me podía ver. Mi cuerpo temblaba. No podía hacer ningún ruido. En ese momento solo quería ser invisible. 
Estaba mojado, temblando de frío y me tuve que quedar inmóvil en esas condiciones durante varios minutos. Parecía una eternidad. El tiempo se congela por completo. Ahí entendí porqué a muchos migrantes les dicen 'mojados'. Me había ganado ese título por lo que había hecho. Me convertí en uno más de los que cargan con esa etiqueta. 
La lancha se fue y el alma regresó al cuerpo. Pudimos ponernos de pie, vestirnos y continuar nuestro camino. Mi cuerpo en ese instante estaba lleno de picaduras y heridas. Sentía frío. Paradójicamente, no sentía nada. La adrenalina por el miedo de ser descubierto me anestesió por completo.
Me había ganado el título de 'mojado' por lo que había hecho. En ese momento me convertí en uno más de los que cargan con esa etiqueta
Continuamos el recorrido por el borde del río durante varias horas más. El sector era montañoso y tuvimos que pasar por varias fincas de particulares mientras nos llenábamos de lodo. El terreno era irregular. Nuestras laceraciones aumentaron. Después me di cuenta que el camino que habíamos tomado era uno de los más largos, pero quién iba a saberlo: era de noche y nuestros supuestos 'guías' decían que era lo más seguro para evitar a las autoridades. 
El agotamiento se incrementó. Lo único que me mantenía en firme era pensar que estaba del otro lado del río. No era de ninguna manera un momento para parar.
Tras varias horas caminando, vi la primera autopista, por donde pasaban pocos vehículos pero con alta velocidad. Más adelante encontramos otra carretera y allí uno de los 'coyotes' sacó un celular de su bota. Lo había tenido guardado. No sé cómo había hecho. Quizás, la experiencia. O no sé, no me había fijado en ese detalle. Lo activó y se comunicó con colegas que estaban en Estados Unidos para que continuaran con nosotros.
Me enteré que el primer lugar que pisaba de Estados Unidos se llamaba McAllen, una ciudad pequeña y fronteriza en el estado de Texas. Un carro conducido por un hombre y con una mujer de copiloto llegó a donde estábamos. Subieron a la mujer y a su hijo, pero a mí me dijeron que me quedara, que en un momento regresaban por mí. 
En mi interior se activó inmediatamente una alerta y presentí que era mentira, que nadie iba a regresar. Tomé una decisión de forma impulsiva. Sin pensarlo dos veces entré a la parte trasera del vehículo, casi tirándome sobre las cuatro personas que iban.
La suerte mía era la de ellos y viceversa. El conductor sabía que debía poner el vehículo en marcha en lugar de quedarse ahí quieto sobre la carretera y llamar la atención de los policías que patrullaban la zona de forma constante. Arrancamos. Pasó un buen tiempo. Yo solo miraba por el hombro hacia atrás. Pensaba que me estaban persiguiendo.
Llegamos a un restaurante donde nos encontramos con el yerno de mi compañera de viaje. En este punto, la apariencia de ilegales nos delataba a simple vista. Estábamos llenos de lodo. El familiar de la mujer cerró el trato con nuestros dos 'guías', o 'coyotes', y nos dejaron ir con él hasta un hotel de carretera donde el sujeto había alquilado dos habitaciones a su nombre.
Mantuve mi plata encaletada durante todo el viaje: en los zapatos, la correa y cualquier lugar de mi cuerpo y ropa que pudiera mantenerla a salvo. La razón: debía pagarles a las personas que nos servían en el camino cada tanto.
Las habitaciones estaban en lugares opuestos y eso me intranquilizó, pero pronto recordé que estaba ilegal, no de vacaciones, y no era conveniente hacer reclamos al respecto. Me bañé, lavé mi ropa, revisé mis heridas y, al fin, me pude acostar a dormir. Fue la mejor sensación. Suspiré. Cerré los ojos y esperé a que amaneciera.
Al día siguiente, cuando desperté, lo primero que vi a través de la ventana fue una bandera de Estados Unidos. La satisfacción de que todo hubiera terminado y de haberlo logrado invadieron mi cuerpo. 
Pero la euforia duró poco tiempo y estuvo precedida por una crisis de nervios. En el hotel pude llamar a mi esposa e hijo, con quienes no había hablado durante días. Sin embargo, mientras ella hablaba, mi mente se inundaba de preguntas. Me cuestioné por lo que estaba haciendo. Me abrumé. Ella me ayudó a calmar y supe que el único camino que tenía era continuar hasta llegar a mi destino: Orlando, Florida.
Me acuerdo que en esas horas estaba haciendo planes para ir al este de Estados Unidos. Había cantado victoria. Pero un guía me dijo que me faltaba un paso para estar dentro del país. Lo primero que pensé es que me quería robar. Era imposible que estuviera en McAllen, viendo banderas gringas, y no haber cruzado de forma oficial la frontera.
En efecto, había cruzado el río, pero no las casetas de migración que suelen estar a unos metros de la frontera después de cruzar el río o el muro, similares a unos peajes. Debía atravesar esos controles.
Un 'coyote' nos llevó a una pastelería en McAllen, cuyo dueño era quien manejaba los hilos de esta red. Le pagamos 2.500 dólares que nos pedía a cada uno para ayudarnos a cruzar el control. Había gastado mucho dinero y ni siquiera estaba seguro en el país del norte. Fue frustrante. 
Nos enviaron a otra casa familiar por varios días. De nuevo, aunque no era un secuestro explícito, no podíamos salir de la vivienda. Y de nuevo, los pensamientos aparecieron. ¿Qué estaba haciendo con mi vida? Era joven y no sabía si estaba haciendo lo correcto. Los días y las noches pasaban, y la impaciencia se incrementaba.
Al cabo de una semana apareció una mujer con sus dos hijos para llevarnos al otro lado de los controles. Fue extraño. Sabía que era una fachada.
La mujer y el joven con quienes yo había viajado se fueron primero con ella. Fue el último día en el que los vi. Estaba triste y tenía miedo. Quería hacer ese último 'viaje' con ellos. Después de cuatro horas me aron para decime que habían podido pasar el control. 
Al día siguiente era mi turno. Me vestí con un pantalón de dril, una camisa y me peiné. La señora del vehículo y sus hijos eran latinos pero tenían la ciudadanía estadounidense, por lo que podían hacer el cruce fronterizo sin problemas. Me subí a su vehículo y nos fuimos. Era algo crucial. 
La mujer me explicó en el carro que pasaríamos por un puesto de control y lo único que tenía que hacer durante 30 segundos o máximo un minuto era algo simple, pero que se me complicaba: estar en calma y no demostrar miedo. Me sudaban las manos y mi voz temblaba. Solo trataba de pasar saliva. 
Llegamos. Nos detuvimos. Un perro olfateó el vehículo para revisar si había drogas mientras un agente nos pidió bajar los vidrios para ver nuestras caras. Nos preguntó si todos éramos ciudadanos americanos. Respondimos con una escueta afirmación. Mi cuerpo sudaba. Solo apretaba los dedos de los pies. Estaba muy tenso. Si la inspección se hacía más rigurosa, tenía un plan alternativo: llevaba la identificación de otra persona parecida a mí y me había aprendido todos los datos.
Pero la suerte estuvo de nuestra parte. El policía dijo una palabra que me permitió recuperar el aire: "Siga".
Tan pronto pasamos el control, la mujer me dejó en la primera estación de gasolina que vimos. Me dijo que desde allí ya estaba por mi cuenta y debía buscar un bus que me llevara a Houston. Las indicaciones incluyeron no hablar con nadie en el camino y bajarme una parada antes de la terminal de transporte, cerca de una estación de gasolina. Otro hombre me iba a estar esperando.
Distancia entre McAllen y Houston, Texas, Estados Unidos.

Distancia entre McAllen y Houston, Texas, Estados Unidos. Foto:Google Maps

El bus llegó, lo abordé y me senté en la parte trasera sin hablar y sin mirar a nadie. Un señor me recogió en la estación de gasolina y me llevó hasta otro lugar donde podía abordar una 'van' ilegal para llegar a Orlando. El viaje costaba 1.000 dólares. Eso era una desventaja: las personas en las condiciones en las que estaba no podíamos tomar aviones y buses grandes de empresas legales.
Tuve que esperar ocho horas hasta que se reuniera el cupo en el vehículo. El viaje fue de unas 28 horas en las que solo nos permitieron hacer una parada para usar los baños y comer. Yo estaba tremendamente agotado y nervioso, pero llegué y pude reunirme con mi familiar. Ese fue el punto de inicio de una nueva historia en mi vida.
En Estados Unidos pude trabajar, conseguir dinero y llevar una vida cómoda en términos económicos. Sin embargo, a los dos años de haber llegado, empecé a tener problemas con el alcohol y a sentirme solo y vacío sin mi familia. Eso me frenó en seco. Decidí entonces regresar a Colombia.
Renuncié a la vida que llevaba en el país de los sueños. Había solicitado asilo, pero no pasé la entrevista. Recuerdo que antes de presentarme por primera vez en la Corte, no aguanté más. Vendí lo que tenía, tomé un vuelo y regresé a Colombia.
El amor volvió a ser tangible y la felicidad volvió a ser parte de mi vida. Pero había algo que no cuadraba en mi panorama. Noté que yo no era la misma persona que dos años atrás decidió irse por 'El Hueco'. Veía la vida diferente, hablaba diferente, gesticulaba diferente. Los hábitos no eran los mismos.
Esto me provocó un nuevo conflicto interno. Estaba confundido. No sabía si debía quedarme o irme de nuevo. Estaba muy frágil e indeciso. Me ganó la emoción. A los tres meses de haber regresado a mi tierra, decidí volver a Estados Unidos. Pero no podía hacerlo por la vía legal. No tenía visa y tratar de obtenerla iba a ser engorroso. Ahí decidí regresar a la frontera. 

Una segunda apuesta

Uno cree que ya sabe lo que va a suceder, pero en este viaje todo es incierto: en cuestión de segundos, la muerte puede estar más cerca de ti, respirándote cerca
El proceso inició otra vez desde cero. Tuve que tramitar de nuevo una visa mexicana, la cual conseguí gracias a la buena documentación que llevaba y a que en esa época los controles migratorios no fijaban una fecha de salida que mostrara si había regresado a mi país o no.
Viajé el 3 de febrero de 2009 a Ciudad de México y volví a hospedarme en un hotel del centro. Allí me quedé un par de noches mientras me comunicaba con Juan, el nuevo o que me ayudaría en esta travesía. Esta vez no tendría que ir a Monterrey sino directamente a Reynosa. Así que dejé mi maleta en el hotel con ropa y solo empaqué lo más necesario en un morral.
El panorama en el aeropuerto de Reynosa era igual al que había vivido un par de años atrás en la estación de gasolina a donde había llegado desde Monterrey: decenas de personas al acecho, buscando clientes en migrantes que buscaban cruzar la frontera. Ya sabía que ellos preguntaban cosas y que quienes viajaban solos eran más propensos a ser secuestrados por los carteles mexicanos. Vi a una familia y se despertó mi instinto. Me acerqué y les pedí que por favor me permitieran ir con ellos hasta las afueras del aeropuerto, donde pudiera pasar desapercibido.
Cuando estuve fuera de la terminal aérea, tomé un taxi y le pedí que me llevará a un hotel. Una vez estuve en la habitación, me lavé la cara y llamé a mi o, pero aún sentía miedo de que alguien en el lugar se dedicara a entregar migrantes a los carteles. Esa sensación de paranoia no se la recomiendo a nadie.
La persona con la que ahora debía arme telefónicamente se apodaba ‘La Yegua’. Era un hombre. Él me dijo que dejara mis pertenencias en ese hotel, saliera por la ventana de la habitación y caminara hasta una estación de buses sin hablar con nadie. Solo podía ir con lo que llevaba puesto.
Se me acercó una camioneta y quien la conducía casi que murmurando me dijo que debía subirme y acurrucarme en la parte trasera. Era mi segunda pasada, pero sentí más nervios que en la primera. Uno cree que ya sabe lo que va a suceder, pero en este viaje todo es incierto: en cuestión de segundos, la muerte puede estar más cerca de ti, respirándote cerca. 
El hombre del carro me llevó a una finca ubicada al borde del río Bravo y me hizo entrar. Allí estaban unas 30 o 40 personas de diferentes nacionalidades sentadas en el piso, esperando. Había mujeres embarazadas y niños. Todos teníamos algo en común: un 'sueño americano', ese mismo que siempre han idealizado películas, series y ahora las redes sociales.
Esta pasada no era como la anterior, donde iba con dos migrantes más; esta vez éramos muchos. Me angustié porque sabía que en los grupos grandes era donde más se corría peligro. 
¿Cómo se puede controlar el cuerpo cuando debes estar casi muerto? Estaba muerto en vida. Era como uno de mis tantos juicios finales. Si me movía, podía perder el resto de mi vida
En esa casa estuve por varias horas. Me alimentaron e hidrataron durante la espera. Al caer la noche empezaron a sacar grupos de entre 10 a 12 personas. Yo salí en el último grupo. Nos montaron en un camión que bordeó el río durante varios minutos hasta que nos hicieron descender del vehículo. Disimulé mi acento y dije que era de Costa Rica porque ya sabía que a los colombianos los ‘coyotes’ nos cobraban más.
Nos dividieron en dos grupos y los guías inflaron una balsa. Esta vez no hubo neumáticos. El primer grupo cruzó el río sin problemas, pero el segundo, en el que estaba yo, no contó con la misma suerte. Al parecer, la lancha del control fronterizo estaba a punto de pasar y nos dijeron que debíamos devolvernos hasta la casa. Fue un momento de mucha adrenalina, como cuando nos alumbraron justo después de pasar a la orilla la primera vez, pero era diferente. Veía más lejos la posibilidad de volver a ingresar a Estados Unidos.
Al instante, uno de los 'coyotes' recibió una señal. Le habían dicho que podíamos cruzar. Inflaron la balsa de nuevo y nos subimos. Pero éramos muchos. El peso hizo de las suyas y estuvimos a punto de caernos. A algunos, sin piedad, los hicieron bajar. Yo me salvé.
Logramos cruzar con éxito el río y después tuvimos que subir una montaña llena de barro para llegar hasta un restaurante donde estaba un camión esperándonos.
En este otro lado de la frontera volvimos a ser un grupo de 12 migrantes. Todos se enloquecieron al ver el vehículo y corrieron para subirse y conseguir un puesto. Recuerdo que había una mujer embarazada, pero nadie la ayudó. Algo pasaba: aunque todos íbamos con el mismo objetivo, la empatía se había perdido. En esos momentos cada uno está por su cuenta. Por eso es que se ven muchos ahogados, desaparecidos y más. Los 'coyotes' muchas veces abandonan a los migrantes y entre los grupos prima el 'sálvese quien pueda'.
Yo no pude ignorar a esa mujer. Me carcomía la cabeza pensar que le podía pasar algo. Me devolví para ayudarla a llegar hasta el camión, pero cuando alcanzamos el vehículo solo quedaba un puesto: era ella o yo. Le cedí el mío. No fui capaz de dejarla a su suerte.
Creo que los actos buenos que uno hace en la vida, se devuelven, y esa noche lo comprobé. El conductor de esa camioneta no me dejó botado y abrió el baúl del carro, en el que cabía completamente contorsionado. Me dijo que era la única opción.
Entonces, me acomodé como pude para poder seguir el viaje. Fue una de las posiciones más incómodas en las que he estado en mi vida. Eso hizo que aumentara mis desesperación e hiperventilara. No sabía para dónde iba y la adrenalina y los nervios no dieron tregua alguna. Todo me parecía una película: un hombre salió de un restaurante con cerca de 15 migrantes en una camioneta esperando pasar desapercibidos. Sonaba curioso, paradójico y hasta ridículo. Pero así fue. 
Tras pasar muy cerca de un carro de policías, que afortunadamente no nos detuvo para hacer control, llegamos a otra casa donde nos separaron como animales. “Los de ‘La Yegua’ a este lado; los de la señora tal, al otro lado”, decían los llamados guías.
Allí nos recogió Juan, el hombre con quien hice el primer o, a mí y a otras cinco personas, y nos llevó a McAllen, donde nos refugiamos en una casa que estaba custodiada por dos personas que trabajaban con él.
En esa casa sentí pánico. Cada vez que llegaba a un lugar, me gustaba detallar todo lo que había. Era instinto de supervivencia. En la cocina había un altar a la Santa Muerte. Esta es una tradición común en la cultura mexicana, en especial de la gente que se dedica a guiar migrantes en el cruce fronterizo. Pero eso no lo sabía en ese momento. Cuando vi las velas, la figura y los adornos, se me heló el cuerpo: pensaba que era algo satánico.
En este punto, en mi primer paso por 'El Hueco', yo creía que ya había logrado entrar a Estados Unidos y la zozobra había terminado, pero esta vez sabía que me faltaba lo más importante: pasar las casetas del control migratorio.
Esta vez el paso por el cruce fronterizo de La Garita iba a ser de dos en dos, pero no en carro sino en tráiler. Entre el grupo que buscaba pasar en ese momento el control de migración estaban una pareja de colombianos, a quienes capturaron en el intento. Esa noticia incrementó mi intranquilidad porque un joven de Honduras y yo éramos los siguientes en probar suerte.
Nos hicieron subir en la parte de atrás del tráiler, donde quedaba el camarote. El conductor de ese vehículo levantó un colchón y nos hizo acostar debajo. Encima colocó cobijas, cojines, ropa, y dijo: "De aquí a Houston ustedes no se van a mover". El hombre nos había dicho antes que si él tosía era porque ya estábamos llegando al control migratorio y no nos podíamos mover, solo respirar muy suave.
Control fronterizo entre México y Estados Unidos.

Control fronterizo entre México y Estados Unidos. Foto:Google Maps

Luego de varios minutos lo escuché toser. Esa era la señal. La ansiedad se puso a tope. ¿Cómo se puede controlar el cuerpo cuando debes quedarte casi muerto? Estaba muerto en vida, lo sabía. Era como uno de mis tantos juicios finales. Si me movía, o si mi compañero lo hacía, podía perder el resto de mi vida.
Eran las 5 de la mañana. Una hora preferida por quienes transportan migrantes ilegales porque, según ellos, los oficiales hacen cambio de turno a esa hora y las revisiones no eran tan exhaustivas como en otros momentos del día. Una vez llegamos a la caseta, pude escuchar todo. Un oficial de frontera se acercó y le hizo varias preguntas al conductor, pero no se inmutó en revisar nada más.
Luego de aproximadamente 15 minutos, el hombre que nos transportaba nos dijo que podíamos movernos y sentarnos. La tensión disminuyó y el aire de alivio regresó.
Horas más tarde llegamos a Houston y el conductor nos entregó a dos hombres que nos llevaron a una casa oscura. Ellos querían que entrara pero yo no entendía por qué debía hacerlo, si el viaje ya lo había pagado. Les reclamé, pero me entraron por la fuerza.
Para este segundo viaje había llevado un celular y una tarjeta SIM que servía en Estados Unidos, los cuales mantuve ocultos durante todo el viaje. Me metí al baño de esa casa y llamé a Juan, mi o, desde ese celular y le dije que yo lo único que necesitaba era cruzar la frontera. Le dije que debía irme de ese lugar. Él intercedió por mí y me soltaron.
Yo no tenía idea de dónde estaba. Me habían quitado los zapatos, algo que hacen los 'coyotes' para que no se escapen los migrantes ilegales y pongan en riesgo la operación. Por eso es que una persona en la calle sin zapatos por esos lugares llama muy fácil la atención de la policía
Un familiar me hizo el favor de comprarme un vuelo de Houston a Orlando, así que les pedí a los guías que me llevaran al aeropuerto. Pero se burlaron. Yo podía viajar dentro de Estados Unidos porque tenía documentos de ese país, como una licencia de conducir. Ellos accedieron a acercarme un poco, pero tuve que llegar caminando hasta la terminal aérea.
Estaba sucio y no llevaba nada, solo la ropa que tenía puesta. Aún así procuré no llamar mucho la atención en el aeropuerto. Me acerqué a las ventanillas y reclamé mi tiquete. Con nerviosismo crucé el control de seguridad para subir al avión. Aún podía ser atrapado, pero sentía un poco más de tranquilidad porque sabía que por lo menos mi vida ya no estaba en peligro. El avión despegó y volví a vivir. No lo podía creer porque en los momentos más duros creí que no lo iba a lograr.
Una vez estuve en Orlando intenté retomar la vida que había dejado allá unos meses atrás, en un país que no era el mío y con la ilusión de un nuevo comienzo. Inmediatamente empecé a gestionar el viaje a Estados Unidos por 'El Hueco' de mi hijo, quien tenía 9 años, y de mi esposa. No pensaba estar de nuevo lejos de ellos por mucho tiempo, y aunque ahora soy consciente que la vida de ellos estuvo en peligro, pudieron llegar a salvo al país.
Lo que no pasaba por mi cabeza en ese momento era que la travesía la iba a hacer una vez más en mi vida, pero no por el río Bravo, como lo había hecho en las dos ocasiones anteriores. Estuve tres años con mi familia en Estados Unidos, pero me cansé y decidí regresar a Colombia.

La tercera no siempre es la vencida

Tres años más tarde, en 2012, tomé la decisión de volver a Estados Unidos. Lo sé, ni yo mismo entendía qué pasaba por mi cabeza. Para este tercer viaje intenté primero comunicarme con Juan, el o que tenía de mi último viaje, pero no lo logré. Sospeché que tal vez habría sido capturado y decidí buscar otra alternativa para irme. En medio del desespero, pude poner en marcha el plan con un hombre que estaba en Hermosillo (México), una ciudad ubicada en el noroeste de ese país.
Viajamos en avión hasta la capital de México y de allí a Hermosillo. Desde este último lugar tomamos un carro hasta Agua Prieta, ciudad fronteriza que colinda con Arizona (Estados Unidos). Tardamos cuatro horas, pero se sintió como una eternidad. El conductor encargado de llevarnos tuvo varios gestos raros durante el viaje que me hicieron pensar que íbamos a ser secuestrados.
Distancia entre Hermosillo y Agua Prieta, en Sonora, México.

Distancia entre Hermosillo y Agua Prieta, en Sonora, México. Foto:Google Maps

La zozobra se incrementó al llegar a la casa de destino en Agua Prieta, pues su apariencia era muy mala y creí que el hombre nos estaba entregando a alguna red de trata de personas. El 'coyote', con quien había organizado mi viaje, me había dicho una clave que debía decir al llegar a esa vivienda. Entramos y allí estuvimos encerrados durante una semana.
Este viaje para mí era muy diferente a los dos anteriores porque no tenía muy claro qué iba a pasar. Todo se agudizó cuando nos explicaron cómo íbamos a cruzar: ya no sería por el río sino por el muro. Esta forma era completamente desconocida para mí. Tenía susto. Había escuchado historias de migrantes que murieron al hacerlo. Son estructuras de hasta 9 metros que se calientan bastante por la temperatura del lugar. Muchos hasta terminan rostizados. 
Una noche nos recogió una camioneta con un conductor de edad avanzada. Luego recogió a dos personas más, quienes llevaban ganchos y una especie de escalera hecha con cuerdas, y nos llevó hasta el muro. Antes de bajarnos del vehículo, me entregó un celular.
No pude dejar de mirar el muro tan pronto lo tuve enfrente. Era muy alto y de acero. Olía raro. No sé si era a óxido, pero era algo similar. Las personas que nos guiaban, o 'coyotes', no perdieron tiempo y pusieron esa escalera de cuerda sobre el muro. Cuando estuvo lista, nos explicaron cómo debíamos subir. Era bastante improvisado: teníamos que escalar.
Muro entre México y Estados Unidos en la ciudad de Agua Prieta, Sonora.

Muro entre México y Estados Unidos en la ciudad de Agua Prieta, Sonora. Foto:Google Maps

Uno de los guías subió primero para sostener las cuerdas desde la parte de arriba. Pasaron primero los dos hombres que viajaban junto a mí; yo fui el último.
Sus instrucciones eran claras: una vez tocáramos tierra al otro lado debíamos empezar a correr hacia donde alumbraba un faro. Allí nos iba a estar esperando otra persona. No dijeron más. Entonces, pregunté. Me dijeron que las otras indicaciones me las darían por el teléfono que me habían entregado antes.
Descender ese muro fue difícil. Teníamos que descolgarnos. La caída fue fuerte. Por fortuna, las camionetas de los oficiales migratorios estaban retiradas y eso nos daba tiempo. Pero correr era complejo. Me temblaban las rodillas. Sentía dolor y mi pecho casi que quería explotar. Las palpitaciones estaban a otro nivel. Sudaba. Miraba a lado y lado y creía que no iba a alcanzar. Solo había murmullos. 
Mientras corría, con una mano sostenía el teléfono. Al otro lado de la línea estaba uno de los guías, quien me decía que nos estaban viendo porque ellos estaban en una parte alta y tenían binoculares. Todo era confuso. En medio de la adrenalina, no pude seguir las instrucciones: corrí hacia el lado contrario. 
A lo lejos vi un grupo de cerca de 15 personas que también corría, por lo que supuse que debía seguirlos porque ellos sabían hacia donde iban. Mientras tanto, mis compañeros me seguían a mí.
De repente, la luz y el motor de un carro de la policía se encendió y se apagó. Luego vi que otro hizo lo mismo desde un lugar diferente, seguido de otro y de otro. Perdí la cuenta, pero sabía que estábamos arrinconados. Esa era su estrategia: encender y apagar luces y motores, uno por uno, de los carros que tenían. De un momento a otro, se encendieron todos. No había salida. Estábamos rodeados. Nos atraparon.
Los policías disfrutaban cuando había un colombiano entre el grupo. Era como si hubieran atrapado a un pez gordo. Se reían, se alegraban, se burlaban de nosotros. Luego nos metieron a las 'perreras', como son llamadas las camionetas de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de los Estados Unidos, y nos llevaron.
Estuve detenido dos meses y medio. Pasé por varios centros de corrección de Migración hasta que finalmente me dejaron en uno de Phoenix, Arizona. Allí estuve como cualquier persona que ha cometido un crimen: con uniforme y en celdas. Esto pasó mientras me hacían el proceso de deportación y me incluían en uno de los vuelos mensuales que trae a los deportados a Colombia.

Los sueños no siempre están lejos

Soy colombiano. Jugué tres veces con mi vida y también puse en riesgo la de mi familia. Si pudiera volver atrás, no lo hubiera hecho, porque además del peligro que representa, lo que se pierde nunca puede ser recuperado.
Tengo una sanción de 10 años, pero para mí esto es simbólico, porque sé que uno queda marcado de por vida y no podré regresar a Estados Unidos. Lo más difícil de la sanción es que me separó de mi familia. Hace más de una década que no veo a mi hijo y mi relación con su mamá se terminó. El 'sueño americano' terminó en una pesadilla. No es tan fácil como lo pintan algunos. Ahora me cuestiono si valió la pena exponerme tanto. Fue algo instintivo y corrí con suerte. Sigo vivo, pero soy una excepción entre miles que no lo han logrado.
Lo cierto es que así como la vida quita, también da segundas oportunidades. Me enfoqué en rehacer mi vida en Colombia. Hoy soy abogado, especialista en derecho penal, y estoy haciendo mi maestría en Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario. Volví a encontrar el amor y estoy feliz.
Fui a buscar un sueño a Estados Unidos, pero no me había dado cuenta que estaba aquí, en Colombia. Cuento mi historia para que las personas sepan que viajar por ‘El Hueco’ es poner la vida en riesgo, en manos de otras personas. Es enfrentar un juicio. Es un viaje que casi nunca tiene retorno. Entrar de esa forma es un delito federal. La libertad, que no tiene precio, se pone en juego. La vida misma se pone sobre una mesa de apuestas en la que muchos pierden. Esto no es tan fácil como muchos intentan vender. Es una decisión de vida, pero también de muerte.
*Reportería y redacción:
Ana Cristina Álvarez
Periodista de ELTIEMPO.COM
En redes: @CristinaAM_
Edición:
David Alejandro López Bermúdez
Periodista de Reportajes Multimedia
En redes: @lopez03david

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