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El secreto para fortalecer la democracia y sus instituciones
La historia de las socialdemocracias nórdicos tiene mucho que enseñar. Análisis de Daron Acemoglu.
Ciudadanos asistiendo a votar el plebiscito constitucional en Santiago. Foto: Elvis González. EFE
Existen muchos y buenos modelos para ayudar tanto a los países en desarrollo como a los industrializados a construir mejores instituciones democráticas. Pero con los intentos fallidos de redactar una nueva Constitución, Chile está ofreciendo una lección sobre lo que se debe evitar.
Aunque es uno de los países más ricos de América Latina, Chile sigue sufriendo el legado de la brutal dictadura del general Augusto Pinochet y las desigualdades históricas. El país ha logrado algunos avances en la construcción de instituciones democráticas desde el plebiscito de 1988, que inició la transición del autoritarismo a la democracia, y la educación y los programas sociales han reducido la desigualdad de ingresos.
Pero siguen existiendo problemas importantes. Existen profundas desigualdades no solo en los ingresos, sino también en el a los servicios gubernamentales, los recursos educativos de alta calidad y las oportunidades en el mercado laboral. Además, Chile sigue teniendo la Constitución que Pinochet impuso en 1980.
Sin embargo, aunque parece natural empezar de nuevo, Chile lo ha hecho por el camino equivocado. Tras un referéndum celebrado en 2020 que mostró un apoyo abrumador a la redacción de una nueva Constitución, se confió el proceso a una convención de delegados electos. Pero solo el 43 por ciento de los votantes acudieron a las elecciones de 2021 para escoger a los de la constituyente, y muchos de los candidatos que resultaron elegidos pertenecían a círculos de extrema izquierda con fuertes compromisos ideológicos para redactar una Constitución que tomara medidas enérgicas contra las empresas y estableciera una mirada de nuevos y amplios derechos para diferentes comunidades. Cuando el documento resultante fue sometido a votación, el 62 por ciento de los chilenos lo rechazaron.
Un segundo intento repitió los mismos fallos, solo que desde la otra dirección. Una mayoría de derechas en la nueva convención, claramente envalentonada por la reacción del público a la primera versión, redactó una Constitución que también fue rechazada por la percepción de que iba demasiado lejos (esta vez en el sentido opuesto al de la primera vez).
Esta experiencia debería sonar familiar, porque Chile no es el único país donde un cuerpo activista ha impulsado medidas a las que la mayoría de los votantes se oponen. Episodios similares se están produciendo en todo el mundo –también en Estados Unidos–, y la confianza en las instituciones se está resintiendo.
Dar resultados
Si queremos construir una democracia mejor, debemos empezar por la capacidad de las instituciones democráticas para ofrecer lo que la gente quiere.
¿Se puede reconstruir el apoyo a la democracia? Mi reciente trabajo con Nicolás Ajzenman, Cevat Aksoy, Martin Fiszbein y Carlos Molina puede proporcionar algunas pistas. Por ejemplo, encontramos que las personas que tienen experiencia con las instituciones democráticas tienden a apoyarlas, pero solo si consideran que las democracias consiguen el tipo de resultados económicos, servicios públicos y otros resultados que esperan.
Lo que la gente parece querer de las democracias es revelador. El apoyo a la democracia disminuye durante las crisis económicas, las guerras u otros períodos de inestabilidad, y mejora cuando el público disfruta de los beneficios de unos buenos servicios públicos, una baja desigualdad y una corrupción limitada o inexistente. Las lecciones parecen claras. Si queremos construir una democracia mejor, debemos empezar por la capacidad de las instituciones democráticas para ofrecer lo que la gente quiere.
Con el aumento de la desigualdad en muchos países y el aumento del poder de las empresas mundiales, es razonable que las democracias ofrezcan más redistribución y protecciones más sólidas a los grupos desfavorecidos. Pero, de nuevo, la derecha y la izquierda lo harán de diferentes maneras.
En el caso de Chile, la agenda antiempresarial de línea dura de la izquierda parece poco aconsejable. Una alternativa mejor es el modelo iniciado por los partidos socialdemócratas de Escandinavia, que llegaron al poder después de la caída del mercado de valores de 1929 y la Gran Depresión, cuando había una necesidad palpable de grandes cambios institucionales y políticas para restaurar la salud de la economía y frenar la desigualdad.
La historia nórdica
Hay muchas percepciones erróneas sobre los orígenes de la socialdemocracia nórdica. Mientras que algunos comentaristas parecen creer que estos países siempre estuvieron predispuestos hacia la igualdad y la cooperación, otros los ven como modelos “socialistas democráticos”. Ninguna de las dos percepciones parece ser cierta. Tanto Suecia como Noruega eran muy desiguales a principios del siglo XX.
En 1930 en Noruega, antes de los cambios en el cobro de impuestos por parte de un gobierno socialdemócrata, el coeficiente de Gini (una medida de la desigualdad en una escala de cero a uno) era de 0,57, lo que significa que era más desigual que cualquier lugar de América Latina en la actualidad.
En ambos países también eran frecuentes los conflictos laborales. Los partidos obreros que más tarde se convirtieron en partidos socialdemócratas estaban enraizados en el marxismo. Pero cuando llegaron al poder, habían empezado a alejarse de sus compromisos anteriores con la revolución y la ideología rígida. En su lugar, hicieron campaña bajo un amplio paraguas, prometiendo una gestión macroeconómica sólida y una reforma igualitaria del mercado laboral y la educación.
Por su parte, el Partido Laborista noruego dio un giro de 180 grados y abandonó su programa marxista de línea dura tras su pobre resultado en las elecciones noruegas de 1930. Al igual que los partidos obreros danés y sueco de la época, reorientó su enfoque hacia cuestiones más prácticas, aplicando políticas que la gente deseaba. El partido también prometió una gran reforma educativa para mejorar la calidad de la enseñanza en las zonas rurales que se estaban quedando atrás. Tras volver al poder en 1935, el partido se apresuró a aplicar su ‘Ley de Escuelas Populares’ al año siguiente.
En un trabajo reciente con Tuomas Pekkarinen, Kjell Salvanes y Matti Sarvimäki, mostramos que la reforma escolar de Noruega hizo más que mejorar la calidad de la educación rural. También tuvo un profundo efecto en la política noruega, porque muchos de los que se beneficiaron de la reforma (empezando por los padres) cambiaron sus lealtades al Partido Laborista, ayudando así a crear la coalición que sostendría el ahora famoso modelo de socialdemocracia de Noruega. En pocas palabras, el partido brindó los servicios que los votantes querían, y los votantes lo recompensaron con apoyo electoral.
El caso sueco es muy similar. Después de su primera victoria electoral en 1932, el Partido Socialdemócrata Sueco cumplió su promesa de salarios más altos, paz industrial y un entorno macroeconómico estable. Luego fue recompensado en las urnas durante las siguientes décadas.
Aquí hay lecciones para aquellos que quieren fortalecer la democracia y construir nuevas instituciones para combatir la desigualdad y proteger a los desfavorecidos. El primer paso debe ser demostrar que la democracia funciona forjando una agenda reformista que logre prestar servicios a la población. Los intentos de imponer políticas extremistas (de izquierda o de derecha) a los votantes están condenados al fracaso, y es probable que reduzcan aún más la confianza en las instituciones democráticas.
(*) Profesor del Instituto de Economía del MIT. Es coautor, junto con Simon Johnson, de ‘Qué hace falta para construir instituciones democráticas, poder y progreso’ (Public Affairs, 2023).
Un año récord y otros datos claves
Alejandro Muyshondt, exasesor de seguridad de Nayib Bukele. Foto:EFE / Redes sociales
En este 2024 se celebrará el mayor ciclo electoral global de la historia: unos 4.000 millones han sido convocados o están convocados a las urnas para participar en más de 80 elecciones: sin duda un gran examen para la democracia.
En América, además de las estratégicas elecciones estadounidenses de noviembre, ya se reeligió a Nayib Bukele en El Salvador (4 de febrero), y se elegirán mandatarios en Panamá (5 de mayo) la República Dominicana (12 de mayo), México (2 de junio) y Uruguay (27 de octubre).
En América Latina, las elecciones presidenciales más importantes serían las de Venezuela, que deberían realizarse en diciembre, pero aún siguen sin fecha oficial.
Además, habrá elecciones regionales en Brasil (6 de octubre) y Chile (27 de octubre).
Aparte de que hay expectativa por los ‘cuatro jinetes’ que han sido acusados de promover el ‘apocalipsis democrático’: la polarización, el populismo, la pérdida de confianza y la desinformación, en nuestra región la gran pregunta se centra en si se mantendrá la tendencia impuesta tras la pandemia, ya que de 20 elecciones celebradas a partir de 2019 en la gran mayoría se ha votado por el cambio, y en solo tres ha primado la continuidad (Nicaragua, 2021; Paraguay, 2023, y El Salvador, 2024).
El otro gran interrogante es qué tendencia ideológica predominará: La última Encuesta Mundial de Valores vaticina que “las libertades” pesarán más que el “deseo de igualdad” con contadas excepciones.
Las señales de alarma sobre la salud de la democracia abundan. Según el más reciente Latinobarómetro, menos de la mitad de los latinoamericanos, el 48 por ciento, dice que la democracia es “preferible a cualquier otra forma de gobierno”, mientras que al 45 por ciento o “le da lo mismo” o piensa que “en algunas circunstancias un gobierno autoritario puede ser preferible a uno democrático”.
En el barómetro sobre la democracia de Open Society, que entrevistó a más de 36.000 personas en 30 países, el 86 por ciento de los encuestados afirma preferir vivir en un Estado democrático y el 62 por ciento cree que la democracia es la mejor forma de gobierno posible. Sin embargo, en la franja de 18 a 35 años este último porcentaje cae al 55 por ciento, el 42 por ciento cree que un régimen militar es una buena forma de gobernar un país y el 35 por ciento está a favor de un líder “fuerte” que prescinda de elecciones y parlamento.
Con Información de The Conversation, Latinobarómetro y Open Society.