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Así fueron las horas de terror que se vivieron durante el ataque de Hamás a Israel
En ciudades, en kibutz o al aire libre, la población civil resultó ser el blanco de los extremistas.
Una de las víctimas israelíes, en el ataque de Hamás al kibutz Be’ eri. Foto: AFP
Parecía infranqueable. Una valla construida con más de cien mil toneladas de hierro, cemento y acero y equipada con cámaras, radares y sensores subterráneos basados en la más alta tecnología. Un muro ‘inteligente’ de casi sesenta kilómetros que separa a Israel de la Franja de Gaza y que está controlado por uno de los ejércitos más poderosos del mundo. Y, sin embargo, el pasado 7 de octubre toda esa seguridad se vino abajo.
A las seis y media de la mañana de ese sábado, cuando la población israelí terminaba la festividad religiosa de Sucot –conocida como “la fiesta de la alegría del pueblo judío”– y el país entero andaba a media marcha, el grupo extremista palestino Hamás inició un ataque que ya es definido como el peor que ese país ha sufrido en los últimos cincuenta años.
El cielo israelí comenzó a llenarse de cohetes. Miles de ellos. Algunos incluso llegaron a zonas cercanas a Tel Aviv y Jerusalén. Al mismo tiempo, decenas de drones cargados de explosivos destruían con precisión las torres de control ubicadas a lo largo de la valla. El sistema remoto de vigilancia y de comunicación del ejército de Israel quedó anulado en pocos minutos. Con este recurso inactivo, y sin que el ataque pudiera ser detectado, los de Hamás empezaron su invasión por tierra, mar y aire.
Cientos de militantes entraron en parapentes motorizados. Otros tantos lo hicieron en motocicletas cruzando la valla a través de los huecos que había dejado la acción de explosivos. Con excavadoras, se encargaron de ampliar esos espacios para que después pudieran entrar vehículos de mayor tamaño. También ingresaron por mar, en embarcaciones pequeñas. En suma, más de mil quinientos de Hamás pisaron territorio israelí y en poco tiempo se tomaron cerca de treinta puntos del sur del país –ciudades, aldeas, kibutz, bases militares– armados con rifles, granadas, ametralladoras o lanzacohetes al hombro. La población civil resultó ser uno de los objetivos más claros. Niños, ancianos, hombres, mujeres que estaban en sus casas, en las calles, en un festival de música, donde fuera, terminaron viviendo largas horas de terror. El Gobierno israelí ha reportado 1.300 muertos, 3.200 heridos y más de cien secuestrados. Unas cifras que, sin embargo, hoy ya pueden ser mayores.
–Esta no es una acción de guerra, no es un campo de batalla. Es una masacre –dijo el general israelí Itai Veruv, horas después del ataque, cuando recorría las casas de Kfar Azza.
Este kibutz se convirtió en uno de los peores escenarios de la tragedia. A escasos cinco kilómetros de Gaza, fue uno de los primeros lugares tomados por los de Hamás, que irrumpieron en las casas de los residentes de la aldea. Las autoridades calculan que cien personas fueron asesinadas en este lugar. Familias enteras –niños junto a sus juguetes; bebés en sus camas– murieron a tiros. Durante horas, los casi setecientos habitantes del kibutz afrontaron el terror de sentir a los invasores cerca. En las puertas de sus casas, en sus ventanas, en sus habitaciones. Se protegieron cerrando sus puertas, escondiéndose en los refugios de seguridad. “Podíamos oírlos hablar, oírlos correr”, dijeron varios residentes en sus testimonios posteriores.
Cuando no lograban ingresar a las casas, los extremistas les prendían fuego para obligarlos a salir. Muchos prefirieron morir en el incendio que entregarse a los de Hamás. “Encontramos cadáveres calcinados. A algunos les cortaron la cabeza. Era espantoso de ver”, dijo el comandante David Ben Zion, parte del equipo que llegó a recuperar la zona. Las fuerzas armadas de Israel llegaron, sí. Pero tarde. Muchas horas tarde.
–¿Dónde estaba nuestro Estado? ¡Nos abandonó!
Así se quejaba, desde un hospital, la actriz Shaylee Atary, que vivía en ese kibutz con su esposo, el director de cine Yahav Winner, y su hija recién nacida. En medio del ataque, Shaylee y Yahav sintieron cómo intentaban entrar a su casa. Mientras su esposo bloqueaba las puertas, Shaylee tomó a la bebé en sus brazos y huyó con ella por una ventana. Lograron esconderse en un cobertizo y luego en una casa vecina donde les dieron refugio. Allí permanecieron sin moverse durante más de veintisiete horas. Ya en el centro médico, Shaylee seguía sin noticias de su marido, que se había quedado en casa mientras ellas escapaban. La esperanza era que por lo menos estuviera entre los cientos de rehenes conducidos a Gaza. Luego lo supo: Yahav fue asesinado de un tiro en la cabeza.
Cohetes lanzados desde la costa de la Franja de Gaza hacia Israel. Foto:EFE
'Vi gente muriendo por todos lados'
El horror no se detuvo en ese kibutz. En Be’eri, una comunidad agrícola de unos mil residentes, el balance fue de 110 personas asesinadas. El modo de operar se repitió: cerca de las siete de la mañana, militantes de Hamás llegaron armados y recorrieron las casas. A algunas les prendieron fuego, otras las dejaron prácticamente sin techo ni paredes de tantos agujeros de bala.
En una estas residencias, la madre de Yonatan Ziegen corrió a esconderse en el cuarto seguro tan pronto el ataque se hizo evidente. Desde allí, llamó a su hijo para decirle que los extremistas la estaban rodeando. Durante una conversación que tuvo con The New York Times, Ziegen narró cómo desde el otro lado de la línea podía escuchar los disparos de los de Hamás. La llamada de su madre fue corta. De repente se detuvo y hasta el momento de la entrevista Ziegen no sabía si ella estaba viva o muerta, o si estaba secuestrada. “Espero que donde esté, sepa lo mucho que la amo”, dijo entre lágrimas. Su voz es la suma de muchas personas en Israel que tienen el corazón en la mano, sin saber el destino de sus familiares.
A muy poca distancia de Be’eri, ese mismo sábado en la mañana, el festival de música electrónicaTribe of Nova llegaba a su fin. Cientos de jóvenes bailaban y se divertían tomándose fotos y grabándose con sus teléfonos celulares. En uno de esos videos alcanzaron a quedar registrados algunos de los cohetes que Hamás empezaba a lanzar al cielo israelí. También se percibieron, como si fueran pequeños puntos negros en el firmamento, varios de los parapentes motorizados en los que los extremistas se acercaban. Hasta ese momento, los jóvenes solo pensaban en seguir la diversión en medio de un encuentro que se anunciaba como “una jornada de unidad y amor”. Cómo iban a imaginar que minutos después vendría un baño de sangre.
La música, todavía a un alto volumen, alcanzó a esconder el sonido de las primeras sirenas. Luego llegó el estruendo de los tiros y el traqueteo de las metralletas. Hamás abrió fuego en todas las direcciones. “Los terroristas aparecieron en furgonetas, vestidos con uniformes militares –dijo al Canal 12 de Israel uno de los asistentes al festival–. Disparaban como si fuera un campo de tiro”. En un terreno abierto, los jóvenes corrían de un lado a otro desesperados por salvar sus vidas, mientras los extremistas los atacaban a quemarropa. Con sus rostros ensangrentados, algunos jóvenes alcanzaron a huir en sus vehículos, otros lograron esconderse. “Vi gente muriendo por todos lados. Yo me quedé muy callado. No lloré, no hice nada”, le dijo Gili Yoskovich a la BBC, mientras contaba cómo logró salvar su vida ocultándose durante más de siete horas debajo de un árbol, sin moverse para no ser detectado.
El reporte oficial señala que hubo 260 jóvenes asesinados y un número todavía indefinido de rehenes. Dos de las víctimas mortales tenían origen colombiano: Ivonne Rubio, de 26 años, y su pareja, Antonio Macías. Junto a sus dos hijos, vivían en el centro de Israel. Ese fin de semana, como tantos otros jóvenes, decidieron asistir al festival en el sur del país. Después de unos días de incertidumbre por su desaparición, se confirmó su muerte.
La ruta de Hamás también llegó a otras zonas, como la ciudad de Sderot, situada a poco más de un kilómetro de la Franja de Gaza. Allí los cadáveres de civiles podían verse en las calles, en los paraderos del autobús, en las esquinas. Los asaltantes llegaron en camionetas blancas disparando sin reparo. Un grupo de ellos se tomó la estación de policía y se enfrentó allí a oficiales israelíes.
Algo parecido vivió la ciudad de Ofakim, el destino más alejado al que llegaron los militantes palestinos, a veintiún kilómetros de Gaza, donde también hubo decenas de asesinatos. Era sabbat. El día sagrado de los judíos. Muchos estaban en sus casas, con sus teléfonos celulares apagados, reunidos con sus familias o camino a la sinagoga, incluso todavía sin tener noticias de que su país había sido invadido. “Fue algo terrorífico. ¿Cómo pudieron llegar hasta aquí?”, se preguntaba Mayaan Levy, una de las residentes de esta ciudad que tuvo que pasar horas escondida en el refugio seguro de su casa mientras los disparos dejaban de sonar. “Nos encerramos en el búnker. Recé junto a mis hijos –le dijo Yoni Shlomo a la agencia Efe–. Si moríamos, al menos sería en oración”.
El padre de un soldado israelí llora su muerte, sucedida durante la toma de Hamás al kibutz Be' Ari. Foto:AFP
“Hamás será aplastado”
–Mi abuela, residente en el kibutz Nir Oz, fue asesinada ayer en su casa. Un terrorista llegó, la mató, tomó su teléfono, filmó el horror y lo publicó en su muro de Facebook. Así nos enteramos.
Con esas palabras, el domingo pasado, Mor Bayder denunció la tragedia familiar que había vivido. Nir Oz fue otro de los escenarios del ataque del grupo islamista. Antes de la toma, los habitantes de este kibutz llegaban a unos cuatrocientos. Ahora son muchos menos. Varios murieron. Otros tantos fueron llevados a la fuerza a Gaza. Entre ellos está Doron Asher Katz, secuestrada junto a sus hijos de 5 y 3 años. Su esposo, Yoni Asher, contó que las últimas palabras que le dijo Doron por vía telefónica fueron: “Hay terroristas dentro de la casa". A partir de ese momento no ha tenido noticias de su paradero.
De ese mismo lugar también fue llevada como rehén Yaffa Adar, de 85 años. Su nieta Adva Adar recibió un mensaje de ella hacia las nueve de la mañana del sábado en el que le decía que “había terroristas gritando y disparando en las calles del kibutz”. Luego de eso perdieron o. Pasadas unas horas, sus familiares la reconocieron como una de las personas secuestradas, al verla en un video que recorrió todas las redes sociales: Yaffa Adar va en el asiento delantero de un carro de golf, rodeada de combatientes de Hamás que llevan armas en sus manos. Uno de ellos, incluso, parece esbozar una sonrisa.
¿Cómo lograron permanecer horas asesinando y secuestrando sin que las fuerzas israelíes respondieran? Esa pregunta se la hicieron cientos de ciudadanos que padecieron el horror. Una hora después de que comenzó la arremetida de cohetes de Hamás, a las siete y cuarenta minutos de la mañana, el Gobierno de Israel envió alarmas y le pidió a la población que se quedara en sus casas, resguardados de forma segura. Hasta ese momento no habían reconocido las características de la escalada del grupo extremista: porque era claro que quedarse en las casas no iba a ser suficiente.
El líder militar del grupo palestino, Mohammed Deif, lo había anunciado en un mensaje de audio que se conoció por redes sociales: “Hoy es un día para hacerle entender a este criminal que su tiempo ha terminado. Mátenlos donde quiera que los encuentren”. Ese era el espíritu de la operación llamada por ellos ‘Al-Aqsa’ (‘Ya basta’). De manera que un refugio en casa no iba a garantizar la protección. Los errores estratégicos y de inteligencia israelí quedaron en evidencia. Pensaron que Hamás no tenía entre sus planes hacer un ataque. Incluso habían reducido de forna notoria la presencia física de soldados en la valla, confiados en que los sistemas remotos de defensa no podrían ser desactivados.
Pasadas las ocho de la mañana del sábado, el primer ministro Benjamin Netanyahu declaró el estado de guerra y dos horas después inicio los ataques aéreos contra Gaza. Pero solo hasta el mediodía las tropas fueron enviadas al sur del país para hacerle frente a la masacre que Hamás estaba llevando a cabo. Los enfrentamientos en varios puntos continuaron hasta entrada la madrugada del domingo.
Lo que se ha visto en Gaza a partir del contraataque de Israel también ha sido un mar de sangre. Tras siete días de bombardeos incesantes, su territorio está siendo arrasado. Las morgues se han quedado sin espacio para más cadáveres, tanto que los cuerpos han tenido que ser llevados a los parqueaderos de los hospitales. Su población no cuenta con abastecimiento ni de agua potable, ni de comida ni de medicamentos. Las mezquitas, los hospitales, las escuelas, cualquier punto se cuenta como objetivo para los ataques aéreos. Hasta el viernes, se calculaban en seis mil las bombas que las fuerzas israelíes han enviado sobre su territorio. Los muertos en Gaza llegaban a 2.200 -más de 500 de ellos niños– y los heridos superan los ocho mil. A la espera de un ataque de que las tropas entren por tierra, ese balance puede ser mucho peor. “Hamás será aplastado”, advirtió Netanyahu cuando la arremetida extremista del sábado llegaba a su fin. Ese ataque terminaba, pero la guerra estaba por empezar.