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'Un acto feminista': la razón por la que esta científica siempre lleva a sus hijos a sus expediciones

A lo largo de su carrera se ha enfrentado a los cuestionamientos de la comunidad científica que cuestionan su papel como madre y como científica.

Foto: The octopus, vÍa Craig Foster

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No te dicen de antemano que tendrás que elegir entre una trayectoria científica o formar una familia. Pero ese es el mensaje que escuché a todo volumen hace 17 años, en mi primer empleo tras terminar mi doctorado en biología evolutiva. Durante una junta, un académico de alto nivel anunció que las mujeres embarazadas eran una carga financiera para el departamento. Yo estaba sentada visiblemente embarazada en primera fila. Nadie dijo nada.
Tomé un permiso cuando nació mi hija. Dos años después, tuve un hijo y me preocupaba que tomar otro permiso arruinaría mi trayectoria. Así que cuando mi hijo tenía apenas 3 semanas, volé nueve horas para asistir a una conferencia con él atado a mi pecho. Antes de dar mi charla, dije en broma tonta que la audiencia debería perdonarme cualquier “confusión mental”.
Más tarde, una mujer mayor me dijo que ser autocrítica en público no le hacía ningún favor a las científicas.
Parecía una elección imposible: ser una mala científica o una mala madre.
Un estudio publicado en el 2019 arrojó que más del 40 por ciento de las científicas en Estados Unidos dejan el trabajo de tiempo completo en la ciencia después de tener su primer hijo. En el caso particular de los investigadores de campo como yo, que recopilamos datos en lugares remotos y a veces peligrosos, la maternidad puede parecer reñida con una carrera científica.
¿Cómo he abordado el problema? Mediante un acto de desafío académico: llevo a mis hijos a mis expediciones científicas.
Cuando mi hijo tenía poco menos de 2 años y mi hija aún no tenía 4, los llevé a una expedición a la base del Monte Kenia en África, para estudiar cómo los hongos ayudan a los árboles a defenderse de los elefantes y jirafas que se alimentan de ellos. Mi hijo todavía era un lactante y yo no quería dejar de trabajar. Mi marido, un poeta, vino a quedarse con ellos en el campamento base.
Con el paso del tiempo, comencé a acoger mi decisión como una especie de acto feminista. Cuando veíamos a otros científicos, normalmente asumían que mi marido encabezaba la expedición. Una vez que se establecían los hechos, los investigadores lo apoyaban e incluso estaban dispuestos a echar la mano.
Al recordar ahora esas expediciones —después de más de una docena, en áreas remotas de todo el mundo— entiendo que la presencia de mis hijos también cambió la forma en que hago ciencia, y para bien.
Empecé a probar suelos —una técnica que ahora uso para notar diferencias sutiles entre ecosistemas— sólo después de ver a mis hijos comer tierra. Los niños tienen una asombrosa habilidad para hacer amigos rápidamente; muchos de esos nuevos amigos me han llevado a oasis de hongos ocultos que de otro modo nunca habría encontrado. Y las mentes ingenuas de mis hijos me obligan a reconsiderar viejas suposiciones haciendo preguntas que son al mismo tiempo absurdas y profundas. ¿Puedes probar las nubes? ¿Sueñan los hongos?
Lo que puede parecer un inconveniente suele ser una bendición disfrazada. El año pasado, mis hijos y yo viajamos a Lesotho, en el sur de África. Mi hija contrajo gripe. En lugar de mapear la vida de los hongos subterráneos, pasamos la semana en una cabaña sin agua corriente ni electricidad.
Pero una mañana, al mejorar la salud de mi hija, nos invitaron a cruzar un pequeño paso de montaña a caballo. El pastor local me permitió recolectar tierra oscura entre las ruinas agrícolas de su aldea ancestral. Era un tipo de suelo que nunca había visto —con hongos que no habrían sido descritos si hubiéramos seguido el plan anterior. Gracias, caos; gracias niños.
Traer a mis hijos conmigo sigue desafiando las expectativas, y no sólo entre mis colegas científicos. En el 2022, mis hijos y yo emprendimos una expedición en Italia para estudiar los hongos expuestos al calor extremo y a los incendios forestales. Recorrer las montañas con niños fue difícil y aún más arduo porque un equipo de filmación de documentales nos siguió. Mientras hablábamos sobre los hongos, el camarógrafo me colocaba estratégicamente para tomas sin mis hijos, presuntamente para que las tomas parecieran más “profesionales”.
El feminismo se trata de tener el poder de elegir. Para las científicas, esto significa tener la capacidad de traer a los hijos al campo —o todo el apoyo para dejarlos en casa. La presión es aguda porque las mujeres en los equipos científicos tienen muchas menos probabilidades que los hombres de que se les atribuya la autoría. Por eso, para mí es fundamental seguir recopilando datos con mis propias manos.
Mis hijos aman y odian nuestras expediciones. Frustrada recientemente por un agotador día de trabajo de campo, mi hija adolescente me gritó: “¡Amas la ciencia más de lo que me amas a mí!”. En ese momento, ella —como gran parte del mundo científico— creía que la decisión era binaria: ciencia o familia. Pero al llevarla conmigo, afirmo implacablemente que no tomaré esa decisión. Mis hijos tampoco tomarán esa decisión: recientemente ayudaron a iniciar un grupo climático juvenil para ayudar a proteger los hongos del suelo.
Se nos enseña que la buena ciencia requiere desapego. Pero ¿y si ser madre, con todos los apegos que eso conlleva, te permite explorar narrativas científicas diferentes, pero igualmente fructíferas? El año pasado, un artículo del editor que supervisa las revistas Science argumentó que los científicos no deberían “tener miedo de reconocer su humanidad”. Deberíamos desafiar el ideal del desapego. Quizás al exponer nuestras vulnerabilidades, como los niños que criamos, podamos cambiar el sistema.

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