Durante más de un cuarto de siglo, Estados Unidos y China estuvieron fusionados en una empresa conjunta excepcionalmente monumental.
Los estadounidenses compraron cantidades impresionantes de productos fabriles de bajo precio exportados desde China. Las grandes marcas explotaron a China como el máximo medio para reducir costos, fabricando productos allí, donde los salarios eran bajos y los sindicatos estaban prohibidos.
Mientras tanto, los empleos en fábricas sacaron de la pobreza a cientos de millones de chinos. Los líderes de China utilizaron los ingresos de la racha exportadora para comprar millones de millones de dólares en bonos del Gobierno estadounidense, manteniendo bajos los costos de endeudamiento de Estados Unidos y permitiendo que continuara su bonanza de gasto.
Los dos países estaban unidos de manera tan importante que el historiador económico Niall Ferguson acuñó un término: Chimerica, para reflejar su “relación económica simbiótica”.
Hoy nadie usa palabras como simbiótica. En Washington, dos partidos políticos que no están de acuerdo en casi nada están unidos en sus retratos de China como un rival geopolítico y una amenaza a la seguridad de la clase media. En Beijing, los líderes acusan a Estados Unidos de conspirar para negar a China el lugar que le corresponde como superpotencia. A medida que cada país busca disminuir su dependencia del otro, las empresas de todo el mundo se están adaptando.
Chimerica ha caído en una guerra comercial, en la que ambas partes han extendido aranceles elevados y restricciones a exportaciones críticas —desde tecnología avanzada hasta minerales utilizados para fabricar vehículos eléctricos.
Las empresas estadounidenses están trasladando la producción de fábrica a lugares menos políticamente riesgosos. Las empresas chinas se centran en el comercio con aliados y vecinos, mientras buscan proveedores nacionales para tecnología que tienen prohibido comprar a empresas estadounidenses.
“Esencialmente, estos dos países se casaron sin conocer la religión del otro”, dijo Yasheng Huang, economista del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT).
Pero el divorcio no es práctico para las dos economías más grandes del mundo. La manufactura china ha evolucionado a industrias avanzadas, incluyendo las fundamentales para luchar contra el cambio climático. Estados Unidos sigue siendo el mercado de consumo por excelencia. Incluso cuando las tensiones geopolíticas corroen sus vínculos, estos dos países todavía dependen el uno del otro.
Apple fabrica la mayoría de sus iPhones en China, aún cuando ha estado trasladando parte de la producción a India. Una marca china, CATL, es el mayor fabricante de baterías para automóviles eléctricos del mundo, y las empresas chinas dominan la refinación de minerales críticos como el níquel utilizado en esos productos. Las empresas chinas representan más de tres cuartas partes de la cadena de suministro global de es solares.
China también es una fuente líder de ventas para las principales marcas mundiales en muchas industrias. Los fabricantes de chips como Intel, Micron y Qualcomm obtienen alrededor de dos tercios de sus ingresos de ventas y acuerdos de licencia en China.
En lugar de depender de China, las empresas que venden a Norteamérica están instalando fábricas en México y Centroamérica.
La participación de las importaciones estadounidenses de China ha caído 5 por ciento desde el 2017. Pero los bienes importados de otros países son más caros —10 por ciento más desde Vietnam y 3 por ciento más desde México, arroja una investigación de Laura Alfaro, de la Universidad de Harvard, y Davin Chor, del Dartmouth College de New Hampshire.
Además, muchos productos industriales fabricados en países como Vietnam contienen piezas y materiales producidos en China.
“Aún dependes de China, sólo que toma más pasos”, dijo Brad Setser, economista del Consejo de Relaciones Exteriores. “Hay más lugares donde las cosas podrían salir mal”.
Por: PETER S. GOODMAN
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