Hay a quien le gustan las armas como a otros les gusta viajar, los atardeceres o los muñecos de Harry Potter. Es que son bonitas, casi un fetiche; no solo una proeza de la ingeniería, sino del diseño. El que tiene un arma desea íntimamente usarla en algún momento, así no lo reconozca, porque ¿qué gracia tiene guardarla hasta el fin de los tiempos como si fuera un adorno? Es como un celular o un computador. Adquirimos tales bienes por necesidad, pero también por gusto. Porque nos atraen, y cuando ya son nuestros los codiciamos con ojos y manos, no vemos la hora de conocer sus funciones y empezar a usarlos.
Así también cueste reconocerlo, nos encanta la violencia. No solo estamos acostumbrados a ella, sino que la glorificamos, en películas principalmente, y mientras matan a treinta en la pantalla nos comemos unas crispetas como si nada. El cine ha categorizado las películas violentas como de acción para que no suene tan feo, y son las más populares; tenemos claro que allí donde diga acción vamos a ver es disparos y explosiones hasta decir estoy lleno.
Y están al alcance de todos, los niños entran a verlas sin problema. Si miramos bien, el sexo y la violencia están íntimamente ligados: un arma es una extensión de la mano, pero también puede ser una extensión del pene, incluso a veces como su reemplazante. Eso somos. Las armas a la vista, el sexo a puerta cerrada; el licor en cualquier rincón de la casa, las drogas prohibidas. Y no digo que matemos, forniquemos, nos embriaguemos y droguemos con la naturalidad de quien se toma un vaso de agua, solo que no termino de entender por qué nuestro instinto de supervivencia y decencia se activa con unas cosas y es tan laxo con otras.
Pero en la vida real todo es diferente al cine. Los puñetazos y los balazos suenan distinto, y la gente sangra de verdad. Es lo que tienen los productos audiovisuales, videojuegos incluidos, nos confunden tanto que terminamos no distinguiendo la realidad de la ficción. Por eso me costó asimilar los videos grabados en Cali que mostraban gente disparando, al comienzo pensaba que era una película y que quienes recibían los balazos eran actores.
Los que disparaban sí parecían ser gente de bien, como suelen autodenominarse; el problema es que a veces en Colombia la gente bien es la gente mal. Las personas de bien suelen parecernos atractivas de entrada. Tienen buena pinta, apellidos y riquezas; usan ropa cara, perfumes finos y andan en carros de lujo. Luego las conoces y dices: ‘¿Esto qué es? ¿Cómo puede haber alguien así?’. Pero existen, y los demás les agradamos poco porque tienen el olfato afinado para detectar quién es bien y quién no. Lo que ignoran es que los que no nos hacemos llamar gente de bien somos tan pailas como ellos, solo que no tenemos la osadía de creernos tal cosa.
Tienen también unas casas de descanso divinas, y si te invitan te tratan de maravilla, lo malo es que después te toca socializar con ellas. ¿Yo por qué acepté?, te preguntas. ¿Cómo terminé aquí? ¿Cómo hago para irme? Ninguna comodidad compensa pasar tiempo con ellas. Y no todas están armadas ni andan disparando por ahí, pero hay que ver la forma en que entienden el mundo. Por cosas del azar les tocó vivir en este siglo, pero su forma de pensar es de tiempos que nunca volverán.
Además, creen tener a Dios a su favor, y es quizá eso lo que les permite darse licencias; disparar armas, entre otras cosas. ¿Cómo no van a hacerlo si tienen al único Dios verdadero de su lado? ¿Qué humano puede juzgarlos si el Creador aprueba y respalda sus actos? No solo tienen el dinero y la tierra, se apoderaron también de los valores morales y éticos, que tienen que adaptarse a ellos y no al revés. Y, encima, la vida es sagrada o dispensable según lo crean conveniente. Como me comentó alguien, lo que más sorprende es la facilidad con la que pasan de ser provida a ser probala.
Adolfo Zableh Durán