Dicen que no se debe sentir lástima por nadie, pero lástima es lo que siento por todo y por todos, empezando por mí. Cuando estoy en mi versión más pesimista miro a mi al rededor y pienso que esto se va a caer en cualquier momento porque el mundo no va a alcanzar para tanto.
Salgo de mi casa y miro a la señora que tiene un puesto de dulces y cigarrillos a dos cuadras y me lleno de tristeza. Nunca le he comprado nada, ni siquiera le he hablado, pero me pregunto de todo, desde cómo se llamará. ¿De dónde sale cada mañana y a dónde llega cada noche después de jugarse la vida más que ganársela? ¿Por qué terminó en esa esquina y no en otra?
No siempre reparo en ella. Hay días en que prácticamente le paso por encima, pero en otros la tengo en la cabeza desde que cierro la puerta del apartamento. ¿Le dará para vivir ese puesto? ¿Estará por su cuenta o tendrá familia que le ayude? ¿Cómo va al baño mientras cuida su puesto a la espera de clientes? ¿De qué depende que algunas mañanas ni la note y otras me quede viéndola y sienta compasión como si fuera mi madre? Me resulta descorazonador verla indefensa sobre un andén, tan expuesta a la furia del mundo y a los exhostos de los carros.
Todo en ella me consterna, cosa que me parece extraña porque a mí el mundo me tiene bastante sin cuidado, la verdad. Pero es que esa señora somos todos porque esto no es un tema de plata o privilegios, la lástima está repartida por igual. Al frente de su puesto de trabajo hay un edificio donde no podría vivir ni juntando el dinero conseguido en tres vidas a punta de vender menudencias, y por sus inquilinos siento pena profunda también. Todo el día entran y salen de allí camionetas de lujo, y a veces me quedo mirando a sus ocupantes, pobres bastardos; tienen tanto dinero que no saben lo desgraciados que son.
A veces puedo percibir la belleza del mundo, pero lo que me invade casi siempre es la grima. Todos esos mediocres moviéndose por ahí, convencidos de que saben lo que hacen, de que son felices con la vida que llevan y que entienden el mundo, cuando la verdad es que no saben ni cuánto es dos más dos. Todos posando de fuertes y seguros, pero gritando de desesperación por dentro, muertos de miedo de quedarse solos y que nadie los quiera. Hay unos que de tanto fingir llega el día en que se derrumban y explotan, otros lo ocultan con éxito hasta el día de su muerte; pero yo no les creo, a mí no me engañan con epitafios felices.
De hecho, siempre me ha llamado más la atención la infelicidad de los felices que la de los desdichados. Veo a alguien afortunado y me cuestiono si realmente está bien o se trata de una puesta en escena. Llámenme paranoico, pero con frecuencia les descubro una falla, una brecha por donde sale la verdad gritando, solo hay que saberla encontrar. A ellos les envidio su capacidad para levantarse cada mañana confiados en ganarle a la vida, cosa que es imposible. Son vivaces, activos y descubren las oportunidades en cualquier lado; allí donde otros vemos un lote vacío, ellos ven una pila de dinero. Pero, por otro lado, lamento sus vidas porque tanto éxito y tanto esplendor no les dejan ver el constante fracaso que es respirar.
Se les da tan bien eso de cubrir las carencias con lujos que no son capaces de ver la que se nos viene. ¿Cómo es que vamos a seguir durmiendo medianamente en paz? ¿Con qué vamos a comer esta noche y cómo vamos a bañarnos con agua limpia, ya no digamos caliente, mañana por la mañana? ¿Qué tipo de milagro irrealizable es vivir? Es que es imposible que los recursos alcancen por mucho más; ni siquiera las vacunas, así nos estemos vacunando a lo que dan las jeringas. Siete mil millones de mortales más mortales que nunca estamos a punto de desaparecer, y aun así vamos despreocupados por la vida como si la fiesta apenas acabara de empezar.
ADOLFO ZABLEH DURÁN