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La comida de la infancia

He perdido la alegría de comer, que viene a ser lo mismo que haber perdido la alegría de vivir.

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ESCRITOR Y COLUMNISTAActualizado:

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Hace poco me hicieron caer en cuenta de que estaba dándole un giro negativo a todo lo que escribo, algo que parece evidente, pero en lo que no había caído. Me puse a analizar el asunto y asumo que es lo que pasa cuando aceptas que los sueños que tenías de niño quedan ya tan lejos que no los vas a alcanzar.
(También le puede interesar: Por razones contables)
Es que no hallo placer en nada, ni en el fútbol. Fifa 23 es una miseria de juego y Messi ya es campeón del mundo. Antes era entretenido ver cómo sus detractores lo atacaban por cualquier cosa, pero ahora que tiene el trofeo más importante de todos les queda muy difícil menospreciarlo. Eso, y que cada vez esté más cerca del retiro, le ha quitado gracia a ver partidos. Después de toda una vida consumiendo toneladas de fútbol a diario, hoy solo lo veo cuando juega el argentino. No sé de qué me voy a agarrar cuando no esté.
Pero lo que de verdad me tiene mal es la comida. He perdido la alegría de comer, que viene a ser lo mismo que haber perdido la alegría de vivir. El desayuno se resuelve fácil, huevos y sale, pero llega la hora del almuerzo y empieza la incertidumbre.
Cuando llegué a Bogotá sabía que estaba accediendo a un sinfín de oportunidades laborales y sociales, pero no sabía que estaba condenándome a comer mal para el resto de mi vida. La capital tiene una gran oferta de restaurantes de lujo, pero cuando no se tiene dinero para alimentarse así todos los días y comer en casa se complica porque cocinar para uno no es negocio, las posibilidades gastronómicas en esta ciudad se reducen drásticamente.
Yo hoy daría un ojo de la cara por comer el pollo al horno y el arroz con fideos que hacía mi madre.
Entonces quizá no sea yo, sino el sitio donde vivo. Salvo excepciones, la comida de clase media y callejera de Bogotá es intragable. En otras ciudades se mete uno a cualquier roto a ojos cerrados y sale bien librado, y no hablo de grandes capitales del mundo. El otro día me cogió el hambre en una calle cualquiera de Barranquilla y por $ 11.500 me comí un dedito de queso, una papa rellena, un jugo de naranja y un Milo frío y no sabría decir qué estaba más rico; llega a hacer uno esa gracia en Bogotá y, además de pagar el triple, termina en la clínica o en el baño. Hay que ver las empanadas frías y llenas de arroz que venden en las tiendas, o los perros calientes de la calle con sus salchichas tristes y sus salsas insípidas.
Cuando voy a otra ciudad, rara vez piso un restaurante de cadena porque me gusta probar la comida local, pero en Bogotá no salgo de KFC y Subway porque, a pesar de regulares, superan con creces a muchos restaurantes, en especial a esas reposterías asadas tan pretenciosas. A estas alturas ya deberíamos tener claro que todo lo que posa de francés sin serlo es tremendamente aguado. El ajiaco y el pollo asado, eso sí hay que reconocerlo: enormes platos sobre los que se sostiene la frágil gastronomía bogotana.
Quizá sea que me han empezado a hacer falta también los platos de la infancia. Es curioso, pero cuando somos adolescentes rebeldes y nos advierten que tarde o temprano vamos a extrañar la casa, no imaginamos que se refieren más a las dinámicas familiares que a la comida. Yo hoy daría un ojo de la cara por comer el pollo al horno y el arroz con fideos que hacía mi madre.
Cada vez son más frecuentes las noticias de que la gente está abandonando Bogotá. Me da la impresión de que es al revés, y que están llegando más personas porque acá hay oportunidades que en otros lugares del país no, pero aquel que puede darse el lujo de dejar la gran ciudad para llevar una vida tranquila en otro lado, lo hace sin pensarlo.
Por lo general se quejan del tráfico, la inseguridad, los precios, el estado de las calles y el clima, pero, sorprendentemente, nadie menciona la comida. Yo puedo soportar que Bogotá esté impagable y que sea una de las pocas grandes ciudades del mundo sin metro, pero me supera que Crepes & Waffles tenga fila todos los mediodías.
ADOLFO ZABLEH DURÁN

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