Desde las 6 p. m. de los jueves, y durante todo el fin de semana, se encienden los motores de los buses, mayoritariamente obsoletos, de las chivas rumberas. No me refiero a las chivas ancestrales que hacen parte del patrimonio cultural del país, sino, por el contrario, a todos aquellos buses que han sido modificados, sobredimensionados, sin medidas de seguridad, con pasajeros beodos haciendo equilibrio en su interior. Todo un catálogo de faltas al Código Nacional de Tránsito.
Con 7.234 muertos en las calles durante el año 2021, un 10 % más que en el año 2019, y un escenario aún más preocupante para el presente año, ¿es razonable permitirnos tanta laxitud y mal ejemplo?
Los pronósticos apuntan a la escandalosa cifra de 8.000 muertes para el cierre del 2022, toda una catástrofe humanitaria. Las cifras son oficiales y provienen del observatorio seguridad vial. Son datos sin eco, no retumban en ninguna entidad pública, no conmueven a la prensa ni movilizan a la ciudadanía. La cifra equivale a la desaparición de municipios del tamaño de Cucunubá, Ráquira o Mapiripán.
Las 8.000 muertes, todas evitables, son más del doble de las que anualmente producía el conflicto armado en sus peores momentos. Tenemos un problema de salud pública que nos obliga a una reflexión colectiva y la búsqueda de soluciones urgentes. Cada ciudadano que muere deja una estela de dolor, es un drama para sus familiares y, desde luego, para el victimario también.
La mayoría de los muertos son personas jóvenes (de entre 18 y 35 años), es decir, personas en plena capacidad laboral, muchos cabeza de familia. El efecto regresivo de tan alta siniestralidad, que incluye a miles de personas gravemente lesionadas, es evidente; además, erosiona las finanzas del sistema de salud y amenaza la subsistencia del Soat.
El proceso de despersonalización en la movilidad urbana nos degrada como sociedad y crea un ambiente de riesgo generalizado.
En el 60 % de los fallecimientos está involucrada una motocicleta, y cerca del 20 % de ellos comprometen a peatones, estos últimos generalmente adultos mayores. El ciudadano debe tomar medidas de autocontrol, la temeridad no es una buena consejera, y las autoridades no pueden seguir siendo complacientes.
Es necesario trabajar para evitar la estigmatización de los ciclistas y motociclistas, nuestras calles no son el campo de batalla para demostrar supremacías o imponer condiciones. El proceso de despersonalización en la movilidad urbana nos degrada como sociedad y crea un ambiente de riesgo generalizado.
La Agencia Nacional de Seguridad Vial formuló un plan de seguridad y ha concentrado sus esfuerzos en campañas pedagógicas y en la expedición de los reglamentos de seguridad para vehículos. No obstante, cada semana las noticias reportan accidentes de tránsito con víctimas mortales. La velocidad nos está matando.
No podemos seguir ignorando el demencial comportamiento de la ciudadanía en las vías urbanas e interurbanas. Es imposible contrarrestar un fenómeno de tal gravedad cuando en el país hay 775 municipios sin autoridad istrativa, ni policía de tránsito.
Hay que corregir el rumbo. Podríamos empezar por fortalecer la presencia de la policía, 7.800 hombres (en tres turnos) para control nacional y de algunas ciudades es irracional e incomprensible. La presencia de la policía no puede estar sujeta a la celebración de convenios con las alcaldías, es de la naturaleza misma de esta institución controlar el tránsito.
Necesitamos líderes comprometidos, capaces de tomar decisiones responsables y audaces que motiven el cumplimiento de la ley. La idea de transitar con serenidad y respeto es posible, tenemos que propiciar el disfrute del espacio público y persistir en la cultura de la seguridad vial. Los gobiernos nacional y locales deberán invertir más recursos en pedagogía, fortalecimiento institucional, mantenimiento de la infraestructura, apoyo tecnológico y señalización. Por su parte, el ciudadano puede aportar civismo, paciencia y prudencia, el buen ejemplo es una responsabilidad de todos.
ANDRÉS CHÁVEZ
* Exviceministro de Transporte