Si hay un Estado fallido en el mundo, es Libia. El que fue el país más desarrollado y próspero del continente africano, con más de 2 millones de inmigrantes integrados en su aparato de producción y gran riqueza petrolera, es hoy el centro mundial de la esclavitud, la tortura y la violación. Además, un foco de formación y avituallamiento del terrorismo islamista.
¿Cómo se ha llegado a esta situación? Hagamos un poco de historia.
En 1969, un desconocido militar, el coronel Gadafi, tomó el poder a la cabeza del ala izquierdista del ejército, instalándose en la ola del panarabismo, que lideró el presidente egipcio Nasser, sin protagonismo alguno del islamismo radical y que invadiría después el mundo árabe por la torpeza de Occidente.
Gadafi consiguió erradicar la pobreza, decretó la igualdad de sexos y la paridad de salario entre hombres y mujeres, penalizó el matrimonio no consentido o con menores de edad. Al mismo tiempo, unió un país que hoy vuelve a estar sumido en el tribalismo. Sin duda, Libia no se convirtió en una democracia. Se definía como un ‘Estado de masas’, inspirado en un confuso ‘Libro verde’ como guía política. Aunque, como comprobé a comienzos de los 90, en las calles de Trípoli reinaba una gran tranquilidad, sin estigmas discriminatorios para la mujer ni signos de miseria o pobreza.
En los 41 años en que gobernó, Gadafi, junto con sus conquistas sociales y económicas, ejerció un poder atrabiliario, megalómano y militarista. Pero en 2003 dio marcha atrás y aceptó, por presión de Estados Unidos, el desarme de Libia, abandonando programas y actividades sobre armas químicas, biológicas, nucleares y de misiles balísticos, lo que sin duda facilitó la invasión de la Otán unos años después. En 2010, un año antes del origen de la actual catástrofe, Libia pasó a formar parte del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. En Enero de 2008 presidió el Consejo de Seguridad.
El coronel Gadafi era recibido con todos los honores en diferentes países europeos. El jefe de Gobierno italiano Silvio Berlusconi, con quien compartió negocios petroleros, le encargó ser “el gendarme del Mediterráneo”. Al presidente francés Sarkozy simplemente le aportó 50 millones para su campaña a cambio de rehabilitarlo ante la comunidad internacional.
El 17 de marzo de 2011, al filo de las ‘primaveras árabes’, que habían hecho caer a Ben Alí en Túnez y a Mubarak en Egipto, se llevó al cabo el ‘día de la ira’, impulsado por las redes sociales. El antiguo ministro de Justicia Abdeljaid encabezó un movimiento que, ante la respuesta brutal del gobierno de Gadafi, fue tomando fuerza. La violencia, sobre todo en las zonas lejanas de la capital, se desarrollaba sin freno, hasta que el Consejo de Seguridad de la ONU autorizó el recurso a la fuerza para que la Otán creara una ‘zona de exclusión aérea’. La operación, liderada por Estados Unidos, fue mucho más allá, hasta la destrucción de buena parte del país, el final de Libia como Estado en medio del caos y las matanzas, que dejaron 30.000 civiles muertos y la nación dividida entre bandas terroristas y clanes mafiosos y una población condenada a la pobreza y el hambre en lo que fue uno de los países más desarrollados de África.
Tratando de esconderse en un tubo de desagüe, Gadafi usó por última vez su móvil para llamar a Sarkozy, presidente de Francia gracias a él, quien le respondió que no podía hacer nada. Los aviones ses fueron los primeros en bombardear Libia. El compadre Berlusconi no le cogió el teléfono. Una turba lo localizó y se dedicó a su linchamiento hasta que alguien le dio muerte con su propia pistola.
Lo que significa hoy Libia como foco de la trata de inmigrantes, incluso como centro para el comercio y la venta de esclavos en pleno siglo XXI, merecerá otra columna. Retengamos, para terminar, la reflexión de Barack Obama cinco años después de la invasión: “Mi peor error en política exterior fue no prever las consecuencias de la intervención en Libia”.
ANTONIO ALBIÑANA