Como en el famoso cuento de Andersen, las revelaciones sobre oscuros negocios, cohechos, blanqueo de dinero, etc., han despojado al rey (“emérito”) Juan Carlos I del imaginario manto de impunidad y opacidad que lo ha cubierto durante décadas. Hoy, frente a lo que se sabe de sus andanzas y enriquecimiento ilegal, en medio de la actual crisis y la que se anuncia, la reacción de la sociedad española está siendo de una indignación cada vez mayor. La institución monárquica se tambalea.
En 1936, el dictador militar Francisco Franco acabó con la II República que, pacíficamente, había levantado un régimen laico y progresista cuatro años antes, tras unas elecciones municipales que aconsejaron exiliarse al rey Alfonso XIII, un desastroso mandatario indolente, morfinómano y putañero.
Cuando presintió que la dictadura llegaría a su fin, después de más de 40 años, porque ya no le quedaba mucho tiempo vital, Franco echó mano del entonces príncipe Juan Carlos (nieto de Alfonso XIII) que sus próximos habían formado, para sucederlo “a título de rey” y con el mandato de conservar intactas las instituciones del franquismo con el paraguas del ejército.
Pero, pasados pocos años de la muerte del dictador, Juan Carlos, asociado al presidente del Gobierno Adolfo Suárez y en diálogo con socialistas, centristas e incluso comunistas, apadrinó la transición a un régimen democrático y constitucional. El joven rey se forjó una imagen de abierto, campechano y demócrata. Su momento cumbre llegó en febrero de 1981, cuando una tupida trama civil ultraderechista y un sector de las fuerzas armadas dieron un intento de golpe de Estado para volver a la dinámica franquista en la política española. Los tanques ocuparon las principales arterias de Valencia, mientras un destacamento de la militarizada Guardia Civil entró a tiros en el Parlamento, secuestrando con armas largas a los diputados en pleno. Después de unas largas horas angustiosas, el rey apareció en televisión con uniforme de capitán general, condenando el golpe y dando órdenes a los militares para que volvieran a sus cuarteles.
Pronto, el rey Juan Carlos, con su afición a la ‘dolce vita’ y sus amistades peligrosas con altos empresarios de dudosa trayectoria, fue dilapidando su reputación de rey constitucional y honesto. Empezó a hablarse de ‘donaciones’ de países árabes, empezando por una de 100 millones de dólares desde Kuwait a través del empresario Colón de Carvajal (que terminó en la cárcel por sus delitos). Se rumoreaba su voracidad económica paralela a la disipación de su vida privada. Todo acabó cuando sufrió un accidente en una cacería de elefantes en Botsuana, con su amante Corinna Larsen, en abril de 2012, un momento en que España sufría la peor crisis económica en 40 años. El rey pidió excusas públicas, hasta abdicar meses después en su hijo, conservando el título de ‘rey emérito’. Las filtraciones sobre dinero negro, cuentas secretas en paraísos fiscales, ‘donaciones’ de las monarquías árabes por motivos inexplicados, transferencias por decenas de millones de euros a su examante Corinna Larsen no han cesado en los últimos meses. El propio presidente Pedro Sánchez ha calificado las informaciones sobre Juan Carlos de “inquietantes y perturbadoras”.
Si hasta 2014, cuando era rey, su persona era inviolable, hoy puede ser juzgado y condenado como cualquier ciudadano. Su hijo, el rey Felipe VI, ha tratado de distanciarse de él suprimiéndole sus ingresos oficiales y pidiendo que renuncie a su título de ‘rey emérito’, a lo que Juan Carlos se ha negado. Mientras se investiga su patrimonio oculto, su caso ya está en la Fiscalía anticorrupción del Tribunal Supremo por blanqueo de capitales y delito contra la hacienda pública. Con el rey Juan Carlos condenado, y mucho más si la sociedad española asiste a su ingreso en prisión, en un momento tan crítico como el actual, la institución de la monarquía entraría en un despeñadero por el que podría rodar en los próximos meses su actual titular, Felipe VI.
ANTONIO ALBIÑANA