El sueño de los muñecos

Pinocho es uno de los muñecos más queridos por varias generaciones, quizá porque de madera se convirtió en persona. Todo se debe a la dedicación de su padre, Yepeto, quien al no poder tener hijos resuelve fabricar su propio muñeco y es tal el amor que se profesan que un hada fabulosa se conmueve y lo hace real. Entonces la felicidad embriaga a la familia. Pinocho es conocido por su nariz, la cual crece cuando dice mentiras; sin embargo, la idea central de su autor, el italiano Collodi, puede mejor entenderse como un hermoso relato en el que los humanos creamos otro para que nos acompañe.

Los muñecos tienen infinidad de presentaciones y significados. Desde educar a los hijos, y aun más a las niñas, a quienes solía dárseles muñecas para enseñarles a ser mamás, hasta todo tipo de variaciones como robots o usarlos para magia negra. La palabra portuguesa ‘feitiço’ significa proteger a quien lo posee, relacionado con talismán y hechizo, de donde se deriva fetiche, que significa un objeto al que nos pegamos y con el cual sentir seguridad o invocar espíritus y deseos.

El fetichismo se extiende en la vida de los humanos hasta llegar a connotaciones sexuales. Lo cierto es que los muñecos son seres inanimados que nos acompañan haciendo las veces de animales, ‘pets’, o padres y amigos. Los peluches, en pleno capitalismo consumista, son apetecidos y sus ventas se extienden en cadenas de almacenes que solo se dedican a este producto y son recibidos con gratitud y alborozo por sus destinatarios.

La relación íntima con los muñecos es la infancia. Difícil imaginar niños y niñas sin ellos. Son los objetos más regalados para fiestas y Navidad. Papá Noel, él mismo un muñequito adorado, reparte muñecos muerto de la risa. En el arte los muñecos son los títeres. Hacer un títere es ahondar en las cualidades humanas en animales, cosas o dioses. El no poder distinguir entre un oso, un tigre o un árbol y una persona genera hilaridad y muchos pensamientos. Pero lo más importante de los títeres es que nos presentan una lógica infantil en la que los muertos son vivos, el tiempo de atrás es adelante y las paredes se traspasan, como ocurre en la magistral ‘Alicia en el país de las maravillas’.

En Bogotá, el tradicional y meritorio grupo Libélula Dorada, de César Álvarez, inició este fin de semana el festival internacional Manuelucho. Por unos días los muñequitos movidos por hilos invisibles nos mostrarán, como si nada, el mundo patas arriba.

ARMANDO SILVA

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