Ha sido difícil en estos ya más de treinta días del nuevo gobierno identificar el hilo conductor, el rumbo que quiere seguir el presidente Petro. Y no por ausencia de planteamientos del mandatario. Por el contrario, su febril actividad de estas primeras semanas ha estado plagada de intervenciones presidenciales y de abundantes declaraciones de los del gabinete.
A pesar de la prédica del Presidente a lo largo y ancho de la geografía nacional, en vez de mermar, la incertidumbre sobre el futuro parece aumentar con el paso de los días. Con seguridad el Presidente tiene una visión del viraje que busca imprimir en la dirección del país, pero es muy complicado para analistas y empresarios descifrar la forma en la cual los elementos aislados de esa visión interactúan entre sí para conformar una estrategia, con un propósito fundamental y prioridades de acción de corto y largo plazo.
La ausencia de ese propósito del Gobierno en los distintos frentes, el político, el social, el económico y el internacional, combinada con el sinnúmero de iniciativas de los ministros que podrían catalogarse de ‘disruptivas’, imposibilita al sector privado para emprender un dialogo constructivo con el Gobierno. Es cierto, eso sí, que el Presidente acude a los congresos gremiales y expone sus ideas, y que ha sido reiterativo en que los cambios requieren la búsqueda de consensos con el sector privado.
Sin embargo, sin claridad en eso que Alberto Lleras llamaba el ‘propósito nacional’ no se puede conversar, ni lograr acuerdos. Porque, como lo afirmaba Lleras, “una nación, en realidad, no puede ser un constante accidente, un quehacer sin causa ni objetos precisos, una marcha al azar”. Ahora bien, se puede aceptar que no existe hoy en día ese ‘propósito nacional’ porque no ha habido la intención colectiva de forjarlo y la polarización lo ha impedido, pero un presidente que quiere cambiar la ruta tiene la responsabilidad de mostrar el camino para que la sociedad lo conozca, lo discuta y lo comparta.
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En la parte económica y en medio de problemas tan graves como el aumento de los precios para productores y consumidores –la inflación– y la desaceleración esperada para el año que viene en la actividad productiva, la reforma tributaria ha sido la prioridad ideológica y fiscal del Gobierno. Pero solo esta semana han comenzado a conocerse los planes generales de nuevo gasto, elemento clave para la eventual aprobación de la reforma. Se sabe ya que el monto total del presupuesto para el año próximo es 11 billones de pesos mayor que el propuesto por el gobierno anterior y que, por consiguiente, el recaudo adicional se destinaría a la reducción del déficit y del endeudamiento público.
Un presidente que quiere cambiar la ruta tiene la responsabilidad de mostrar el camino para que la sociedad lo conozca, lo discuta y lo comparta.
Los propósitos de la reforma son loables; buscan un sistema tributario progresivo y la reducción de la desigualdad. Pero, como lo han expuesto públicamente quienes conocen a fondo el tema tributario, la reforma peca por golpear la generación de riqueza y el crecimiento económico, lo cual va en contravía de aumentar el empleo y el bienestar social.
Aunque se ha dicho que la idea no era afectar la tributación de las empresas, de por sí elevada en términos internacionales, la verdad es que las disposiciones contempladas en el proyecto desincentivan la inversión, como lo muestra el análisis de la Facultad de Economía de la Universidad de los Andes (Nota Macro n.º 44. Septiembre 2022) y se ha expuesto en las audiencias públicas en el Congreso.
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“La incertidumbre, los ceños fruncidos en el sector privado y la tecnocracia” a los cuales se refería Ricardo Ávila el domingo anterior, y las preocupaciones sobre las verdaderas intenciones del Gobierno, son justificadas. No se sabe para dónde vamos.
CARLOS CABALLERO ARGÁEZ