Cuando el director de este diario, Andrés Mompotes, me llamó hace casi cuatro años para invitarme a escribir una columna quincenal los jueves, supe que ese momento sería el punto de partida de un viaje transformador. Desde entonces he afinado aún más mi mirada: intento que no se me escape lo que pasa en mi país y en el mundo, pero tampoco lo que se revela ante mí en la calle cuando salgo a caminar, lo que percibo alrededor cuando viajo, o las conversaciones que escucho en los cafés que frecuento.
He aprendido a encontrar historias de resiliencia y esperanza en los lugares más insospechados, y he buscado transmitir el significado y la belleza que encuentro en lo cotidiano. Desde el primer texto, una columna que hablaba sobre un par de zapatos ordenados en una esquina, como la imagen de la ausencia que dejan las personas que mueren, me propuse un objetivo claro: contar historias que nos acerquen y nos reconcilien con el mundo. La clave está siempre en observar con atención y escuchar con empatía.
Y como siempre habrá historias nuevas por contar, preguntas por plantear y emociones por explorar.
Me he nutrido también de mis propias vivencias, de lo que he aprendido en el transcurso de los años. Las películas y los libros han sido fuente constante de inspiración, no tanto para reseñarlos, sino para explorar a través de ellos los temas que conforman la esencia de lo humano: el amor, la pérdida, la alegría, la contradicción, la esperanza.
Hoy escribo mi columna número cien. Cada texto publicado ha sido una oportunidad para abrir espacios para el aprendizaje, la inspiración, la reflexión y el diálogo. Imagino a mis lectores como compañeros de conversación, como personas curiosas que se toman unos minutos para leer lo que tengo que decir. Me pregunto cuántas veces habremos coincidido en nuestras inquietudes, cuántas habré logrado sorprender, emocionar, o incluso, incomodar. También pienso en si, a través de estas columnas, he contribuido, al menos por un rato, a encontrar sosiego en un mundo a menudo caótico. En cualquier caso, este ejercicio ha reafirmado mi convicción de que la escritura es un puente que nos conecta con los demás en cualquier geografía.
Cien columnas después, sigo con la misma pasión con la que empecé. Y como siempre habrá historias nuevas por contar, preguntas por plantear y emociones por explorar, seguiré escribiendo con constancia y compromiso, con la ilusión de ese primer día. Gracias a Andrés Mompotes, a la Casa Editorial El Tiempo y a todos los lectores y lectoras que me leen cada quincena.